Ni abuelitos ni ancianos: adultos mayores de carne y hueso

Ni abuelitos ni ancianos: adultos mayores de carne y hueso

Cada vez que Roy y Betty cruzan miradas se percibe un fogonazo que nada tiene que ver con los efectos especiales. En el mundo del espectáculo eso se llama química. La película (“El buen mentiroso”) está cimentada en la energía actoral de esos protagonistas embarcados en un juego del gato y el ratón colmado de vueltas de tuerca. Roy es Ian McKellen. Betty es Helen Mirren. Él tiene 80 gloriosos años; ella va por 74 de envidables talento y belleza. Más allá de sus méritos artísticos y formales -debate en el que la crítica no se pone de acuerdo con “El buen mentiroso”-, hay una celebración de la madurez que no es usual ni en el cine ni en la televisión de hoy. Los modelos que se venden son distintos, desde el esplendor postadolescente a la empecinada lucha de una generación de galanes (Tom Cruise, Brad Pitt) que se acercan a los 60 obstinados en mostrarse por siempre jóvenes. No es una ecuación que favorezca a figuras como Helen Mirren o Ian McKellen, por más que se trate de dos de los mejores intérpretes de todos los tiempos.

Pero suceden cosas en “El buen mentiroso” que abren varias ventanas para el comentario. La primera, clave, es la centralidad que les asigna la historia a los personajes que encarnan McKellen y Mirren. Él es un estafador con aires de dandy; ella, una viuda acomodada, simpática y confiable. Pero nada es lo que parece y ese es el espíritu del thriller. Roy y Betty salen del esquema clásico que la ficción les reserva a los adultos mayores: son creativos, plenamente activos, tienen planes, viven intensamente. Para empezar, se conocen por medio de una web de citas. “El buen mentiroso” sube la apuesta planteada por series de Netflix como “Grace y Frankie” y “El método Kominsky”. En esos casos, los pases de comedia están cruzados por las marcas de la edad, por más que las duplas protagónicas (Jane Fonda-Lily Tomlin, Michael Douglas-Alan Arkin) vayan atracando en la ancianidad sin perder ni un gramo de vitalidad. En el caso de Roy y Betty ese ni siquiera es un tema.

El sexo, un tabú

“El buen mentiroso” le imprime una generosa dosis de realismo al papel que les cabe a los adultos mayores. La película, basada en una novela de Nicholas Searle, los saca del cliché -los abuelos, los enfermos, los jubilados, los sabios consejeros- para asignarles el rol que verdaderamente desempeñan a esta altura de la historia, que no es otro que el de activos actores sociales. Tanto Roy como Betty obran con la determinación y la fuerza propios de quienes tienen 20 o 30 años menos, lo que puede ser habitual en nuestro día a día pero no en la mayoría de las ficciones. En ese sentido, y pese a los avances de los últimos años, la industria del entretenimiento sigue atrasando.

Pongamos un ejemplo. Roy finge una lesión en la rodilla y como no puede subir la escalera para llegar a su departamento, Betty lo invita a instalarse en su casa. Él está empeñado en seducirla, pero lo que realmente persigue es quedarse con su dinero (que no es poco). Es de noche. Ella está sentada en la cama, con un camisón blanco. Él, de bata, se asoma al dormitorio. Entablan una charla. Él se le insinúa, ella le dice que no quiere sexo en ese momento.

La tensión sexual, los chispazos en la mirada -la química- son propios de una escena con otros actores, en otro contexto. Es cierto que el cine y la TV, en ficciones y documentales, vienen dando cuenta de un mundo diverso y cambiante, pero el sexo entre adultos mayores sigue siendo un tema tabú. Como si el deseo no figurara en la agenda de quienes superaron los 70 o los 75 años.

Claro que hay límites que todavía no se cruzan. En la última temporada de “El método Kominsky”, el personaje de Alan Arkin se reencuentra con un viejo amor, encarnado por la espléndida Jane Seymour. Se besan y habrá sexo, pero todo en un plano sugerido. La exhibición de los cuerpos sigue siendo un tema pendiente, aunque hay una que otra perlita. Una gran serie de la plataforma Amazon, “Transparent”, es una de las pocas que mostró a dos adultos mayores (Jeffrey Tambor y Judith Light) protagonizando un juego sexual, en ese caso en una bañera. Lo que es usual en la pantalla, casi convencional tratándose de una pareja de jóvenes, adquiere un carácter excepcional. ¿Por qué?

Pulsiones

Pero “El buen mentiroso” va más allá y aquí vale apuntar que ingresamos en una zona spoiler, porque son datos que hacen a la trama. Si ya decidió verla y no quiere arruinar alguno de los giros del thriller, le conviene pasar directamente al párrafo siguiente. Bien, lo que la película subraya es la potencia de las pulsiones que movilizan a Roy y a Betty. Son capaces de matar, de lastimar, de traicionar. Son, cada uno a su manera, ambiciosos y vengativos. Los sentimientos negativos, la carencia de escrúpulos, el dolor y la rabia, tan inherentes a la condición humana, no disminuyen con el paso del tiempo. Ni Roy ni Betty se asumen como ancianos culposos ni relacionan la (falta de) moral con la biología. Obran como cualquier hijo de vecino a partir de las circunstancias traumáticas que los constituyen.

Salvando las distancias, “El cuento de las comadrejas” (última película de Juan José Campanella, remake de “Los muchachos de antes no usaban arsénico”) se inscribe en esta línea. Los protagonistas conforman una cofradía de adultos mayores habituados a las prácticas siniestras. Graciela Borges (78) y Luis Brandoni (79) rematan la historia con una escena de sexo -horizontal y bien filmada-, mientras Marcos Mundstock (77) y Oscar Martínez (70) se la pasan disparando certeros dardos verbales, plenos de inventiva e ironía. La de Campanella funciona también como una celebración de la madurez.

Hace rato que el aparato publicitario sacó a los adultos mayores de una góndola acotada a productos relacionados con la ancianidad. En los avisos, afortunadamente, ya dejaron de tratarlos de “abuelos”. Al cine y a la TV les cuesta más leer la realidad, extraño tratándose de dispositivos tan habituados a recoger las impresiones del pulso social. Como si no terminaran de convencerse de que la calidad de vida va emparejándose para todos.

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