El “caso Ladetto”

Una conocida máxima de la profesión estipula que los periodistas no debemos ser protagonistas de la noticia. Cuando ello ocurre, es que algo ha fallado o no pasó como debía. Como toda regla, tiene su excepción. Y en este caso haré uso de ella, ya que esta historia se escribe en una suerte de desdoblamiento personal: no se hablará acá del Fabio Ariel Ladetto periodista de LA GACETA y firmante de esta columna, sino del actor y abogado.

Es que, como muchos, uno tiene sobre la cabeza más de un sombrero. El recorrido individual me llevó por dos facultades de la UNT en simultáneo (Derecho y Artes, durante la década del 80) y ya en los 90 por el periodismo. En tribunales no hay huellas digitales mías en ningún expediente judicial, nunca fui acusado de nada y mi único paso por un juicio oral fue como testigo. Así que cuando se me convocó desde el Centro de Especialización y Capacitación Judicial y de la Escuela Judicial del Consejo Asesor de la Magistratura para participar del primer simulacro de juicio por jurado del NOA, lo primero fue saber en qué rol me invitaban.

Pasé a ser, desde entonces y en la ficción a representar, el acusado por la muerte de su esposa luego de una pelea de la cual no recuerda nada por haber estado borracho. Un personaje con un perfil que nunca interpreté antes, un desafío sin libreto, una improvisación libre para responder a las preguntas del interrogatorio, a partir de un mínimo guión. Pero hubo una sorpresa poco grata.

Es muy incómodo escuchar que el apellido propio se vincula con un crimen, más con uno brutal como es el femicidio de la pareja. Que a cada rato se me haya referido como asesino, violento y alcohólico generó un malestar físico profundo, un cosquilleo que recorrió la columna ante cada mención; la boca se resecó de una manera especial, mientras las manos transpiraron. Parecía que el reloj no avanzaba, justo en el momento en que se necesitaba que vaya más rápido que nunca.

Y todo surgió de un error.

Cuando comenzó el proceso simulado, el juez Mario Juliano (vino desde Necochea a participar de la experiencia) debía leer la imputación. En el escrito que tenía a la vista estaba el nombre falso, Belisario Galán, y entre paréntesis el verdadero. Simplemente se confundió, y así comenzó a construirse lo que quedó como “el caso Ladetto”. Mis “abogados defensores”, Adolfo Bertini y Vanessa Lucero, me miraron y todos nos alzamos de hombros. El juego había comenzado y no era momento para corregir nada ni a nadie. Simplemente, mantener el compromiso y darle para adelante.

En el recorrido del proceso oral, cada uno jugó su rol, con una característica especial. El juez, los fiscales y los defensores no interpretaron algo distinto de su vida cotidiana: ellos son profesionalmente lo que mostraron ser sobre el escenario del teatro Alberdi colmado (ojalá mostrase lleno total en las noches artísticas). Los jurados elegidos al azar entre los inscriptos asumieron esa responsabilidad a conciencia. Los únicos que éramos otros fuimos los que dieron testimonio (una perito, un policía, mi supuesto hijo, una vecina) y yo. Para jugar más a fondo, pedí entrar con esposas en las muñecas, pero no se las consiguió. Fui un hombre vencido, arrepentido, que pide ayuda para dejar el alcohol, que extraña a su familia y que admite haber tratado mal a su mujer. Un hombre que teme ir a la cárcel, y sin fuerzas para superar por sí solo los fantasmas que lo acechan. Un hombre abandonado por todos, casi analfabeto y sin trabajo, que vivía de lo que ganaba su hijo en el comercio y que se sentía humillado por la situación. Beber era fugarse de esa realidad que lo había quebrado. Y también era su ruina.

En el desarrollo del proceso, las partes cumplieron sus objetivos. Mientras estaba sentado al lado de mis defensores, cada testimonio en mi contra era una puñalada que entraba despacio. La actuación es el desafío de sentir como propio los males ajenos (y las alegrías cuando las hay) y en ese planteo mi personaje se iba hundiendo cada vez más. Revivir los hechos es, literalmente, echar sal en las heridas abiertas. Sirvió para imaginar el peso de la revictimización de quien ha sufrido un delito y de sus familiares, y la imperiosa necesidad de evitar ese calvario.

El “caso Ladetto” fue filmado de punta a punta y pasará a estar en archivos de estudio. La posibilidad de haber aportado mínimamente y desde un espacio marginal y coyuntural a la toma de conciencia de la importancia de activar nuevas formas de hacer justicia, de que la sociedad se sienta involucrada en este bien fundamental para la convivencia y partícipe de los procesos de cambio, lleva un poco de tranquilidad a la vinculación entre el apellido y el delito ficticio. Los habitantes de los tribunales tienen la responsabilidad de dar muchos pasos para acercarse a la gente, y eventualmente el juicio por jurados sea uno de ellos. Pero falta desplegar aspectos previos de fondo, como la construcción de confianza de los ciudadanos. La Justicia no calma nunca a todas las partes de un proceso, pero creer en ella hace que, incluso, quien termine perdiendo un juicio, no la repudie en el futuro.

Quizás para algunos sea un exceso de celo, pero en algún minuto he pensado en alegar el derecho al olvido para que se borre mi nombre de toda vinculación al delito de femicidio. En momentos en que la privacidad y la intimidad están en jaque por el desarrollo de las redes sociales e Internet, puede quedar para la posteridad en el mundo virtual esa vinculación, aunque todo haya sido falso. La palabra simulacro está demasiado lejos de las otras dos como para que su radio de atracción gravitatoria las una y deje en plena claridad que nada de lo ocurrido fue real.

Pero sería inútil. Prefiero pensar que es una suerte de sacrificio ritual para colaborar en avanzar hacia una justicia plena, de avanzada, accesible para el conjunto de la ciudadanía y transparente. Que la venda en sus ojos sólo sirva para no distinguir entre poderosos y humildes, y no para lanzar golpes a ciegas.

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