La odisea de los invadidos
La odisea de los invadidos

“En la cama de los vivos duerme este gil” (Leyenda en la caja de un carro de tracción a sangre)

Perdón, Benjamín. En esta sociedad estamos olvidando tu infancia arrebatada porque de pronto hemos sido invadidos por nosotros mismos, como señala con crudeza un humorista en la viñeta de “Clarín” del miércoles pasado. Perdón, porque en cuanto se encuentre al culpable de tu tragedia ya estarán olvidados los índices de vulnerabilidad con los que convivías a diario en esa barriada corrida del mundo, donde los chicos van a tomar la leche de la tarde a un merendero. Es que, con la suba del dólar (la depreciación del peso, mejor dicho) y los aumentos de todos los productos -inminentes o en ejecución- hemos advertido que hay vulnerabilidades que nos cubren a todos. Las tenemos dentro. Por eso nos invadimos solos. Y no nos estamos riendo.

Perdón, dice el Presidente, por su reacción del lunes, de culpar a la gente que fue a votar por la respuesta de los mercados. Es que los mercados -esa entelequia que el imaginario social asocia vagamente con los grandes empresarios y financistas- no pidieron perdón por reventar al país entero con una devaluación del 25%, acaso porque ellos no están entre nosotros y sí se benefician con eso. ¿Dónde están? ¿En Wall Street? ¿O acaso, si los afecta, se recuperarán más fuertes?  

Desfile de sinrazones

Perdón, dirán ahora los que gobiernan, porque ahora se discriminará el IVA para los jubilados, que pagaban el 21% igual que cualquier ejecutivo y cualquier hijo de vecino, sin que se explique la razón de esa injusticia. O el impuesto a las Ganancias. Nadie ha dado las razones de las diversas formas de la inequidad. Salen a flote en la marejada infernal de la crisis, como si de repente la sociedad recobrara el sentido común, la sensatez reparadora para evitar la caída al abismo. En su momento, los cacerolazos generaron cambios puntuales en la vida social, algunos enormes. Pero no cambios de conducta que eviten que volvamos a invadirnos solos.

Perdón deberían decir quienes ven tantas cosas que están fuera del sentido común y no hacen nada para cambiarlas. Hagamos un recuento de estos últimos tiempos. Nadie se acuerda de las 1.200 familias que ayer nomás quedaron en la calle por el cierre de los supermercados Luque. Siguen literalmente en la calle. Impera la idea de que están en su propio problema. Nadie se dio cuenta de la profundidad del drama de que los investigadores científicos se queden sin recursos, ni siquiera cuando protestaron. Mucho menos en los tres años que llevan callados. Nadie protestó por el estado de las rutas después de la tragedia del ómnibus de los jubilados mendocinos, hace un mes. Recién ahora se está pintando la ruta en La Madrid, y no sabemos si esto siquiera sirve para enfrentar el hecho de que en Tucumán mueren 340 personas por año en accidentes. Nadie protestó porque se obliga a los motociclistas capitalinos a usar un chaleco absurdo sin que se sepa si eso va a servir para atenuar que el 90% de los accidentados que llegan a los hospitales tucumanos son motociclistas. Nadie reclamó por las muertes y por los choques a causa de animales sueltos en los caminos. LA GACETA hizo 15 producciones sobre el asunto, en las que se vio que el abandono de las autoridades es notorio, si se lo compara con Salta, Santiago del Estero o Catamarca. Los funcionarios dijeron que acá se están haciendo bien las cosas. Lo demás, según ellos, es obra de la fatalidad.

Nadie se asusta de que los jubilados estén sometidos al cotidiano arbitrio injusto en el PAMI. Hubo un lector que advirtió con horror que todos vamos a ser jubilados. Pero, claro, va ser una fatalidad.

Perdón por no protestar cuando le arrebatan la cartera o el celular a alguien en la calle.  Sólo tenemos reacciones espasmódicas. Cuando mataron al motociclista Marcos Sáez en la calle San Martín, en diciembre, los motociclistas hicieron dos protestas por la plaza Urquiza. Punto. Cuando mataron al adolescente Valentín Villegas, en Yerba Buena, quedaron de manfiesto irregularidades policiales y hubo -a causa de las protestas- unos cambios que fueron puro maquillaje. Y antes, cuando mataron al niño Facundo Ferreira, también se vio -después de una horrible y discriminadora grieta social- cómo actuaban algunos oficiales de seguridad: el niño fue ejecutado de un tiro en la nuca. Cuando fue el juicio por el crimen de Paulina Lebbos se vio esa policía descontrolada. Aun cuando el crimen había sido en 2006, la sentencia del  juicio hizo que renunciaran el jefe y el subjefe de Policía de este Gobierno. Podrían haberlos separado en algún momento durante los 13 años en los que Alberto Lebbos hizo protestas por las políticas y los elencos de seguridad. Protestas casi en soledad, a pesar de que tenía un acompañamiento moral de la comunidad. Perdón, Lebbos; faltó poner el pecho en las marchas en la plaza Independencia.

Conclusión: los cacerolazos, las protestas y las marchas por la plaza Urquiza apenas apaciguan los síntomas. Es que las políticas públicas jamás se ponen en debate. Mucho menos, su eficiencia. Por eso el vicegobernador, cuando le mencionan el problema del  narcomenudeo en los barrios, sale a decir que serán inflexibles en “patear puertas”, en abierta contradicción con los postulados de seguridad que su equipo nacional, Frente de Todos, plantea en su plataforma electoral (página 19). ¿Pateando puertas en los caseríos pobres van a resolver el problema del narcomenudeo? La seguridad sigue siendo un aplazo y las cosas empeoran aunque ya hace tiempo se ha llegado a un techo en materia de discusiones. No se sabe qué hacer.

Quejas tardías

La película “La odisea de los giles” presenta a personas comunes damnificadas por el corralito de 2001 que planean desquitarse de quienes los hicieron perder la plata y los sueños por un país mejor. Pero esa ficción es un desquite particular. En la serie inglesa “Years and Years”, que plantea la disolución de la vida social en medio de los avances de la tecnología, la abuela Muriel, interpretada por Anne Reid, responsabiliza a nietos y bisnietos: “Qué idiota. No vi a los payasos y monstruos que se avecinaban. Cayendo unos sobre otros, sonriendo. Qué carnaval. Todos somos responsables. Podemos pasar el día culpando a otros. Culpamos a la economía, a Europa, a la oposición, al clima, y al vasto curso de la historia, como si no dependiera de nosotros, seres indefensos e insignificantes. Pero sigue siendo culpa nuestra. ¿Saben por qué? Por la camiseta de una libra. No podemos resistirnos. El vendedor se lleva cinco miserables peniques. Un campesino recibe 0,01. Y nos parece bien. No te quejaste cuando quitaron a las cajeras de los supermercados y las sustituyeron por las máquinas. Todo lo que ha pasado es por tu culpa. Es nuestra culpa”.

¿Es que se puede hacer algo para evitar que tucumanos y argentinos nos invadamos solos? En Francia salieron a protestar los chalecos amarillos. Nosotros, por nuestra parte, apenas decimos que podemos reclamar con el voto. Cada dos años, a nivel nacional, cada cuatro, a nivel provincial. En la provincia es más complicada la cosa, porque normalmente hay un gobierno con una gran mayoría, y a pesar de las críticas opositoras, no hay contrapeso. Las políticas no cambian, sobre todo porque el  ámbito de protesta siempre es episódico, puntual, y recibe una respuesta maquilladora, como un bálsamo momentáneo.

Por eso, perdón, Benjamín. Porque estuviste en el lugar equivocado, en el momento equivocado, en un entorno social castigado por la vulnerabilidad y el abandono,  y en una sociedad en la que hoy, por la absurda -y repetidísima- estampida del dólar, ha comenzado a regir el estado de emergencia del sálvese quien pueda, que es la peor de las claudicaciones éticas. Esa en la que cada uno actúa en su provecho, sin pensar en los otros, y los otros también están ocupados en pensar cómo salvarse, mientras en realidad todos se están invadiendo ellos mismos.

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