Pasajeros de una pesadilla que debió haberse evitado

Pasajeros de una pesadilla que debió haberse evitado

Los mendocinos lloran sus pérdidas, rezan por los heridos. Les dicen “los abuelos del micro”. Habían viajado a buscar el solcito de las siestas santiagueñas y la calidez de los baños termales, caricias que Río Hondo sabe prodigar. Encontraron otro destino. Átropos, la mayor de las moiras, la encargada de la más triste e inexorable de las tareas, cortó 15 hilos en un cruce de rutas. Se convirtieron en 15 historias cruzadas por la certeza de que, salvo raras excepciones, los accidentes pueden evitarse. “Los abuelos del micro” murieron en Tucumán.

Por encima de la estadística hay identidades, rostros, vidas truncadas, otras laceradas. Amistades, muchas forjadas en los centros de jubilados que nutrieron el tour de “los abuelos del micro”. Planes tejidos al calor de esa feliz ansiedad que caracteriza la previa de una excursión de vacaciones. Y de pronto, a eso de las 10 de la mañana de un primero de julio, entre la neblina, allí donde se encuentran las rutas 157 y 308, el fin.

En una foto viralizada a partir de un post de Facebook aparecen Elsa y Marta (la imagen de la derecha). Se nota que es de noche y están en una plaza. Sonríen para la cámara, con sus camisas floreadas y los ojos chispeantes. “Lo único certero es que ellas, como otras tantas personas, ya no volverán a abrazar a sus seres queridos -escribió Evangelina Mayol en la red social-. Elsa no sólo era la tía de mi pareja, era además mi tía del corazón, porque así nos habíamos adoptado mutuamente. A través de ella conocí a Marta, con sus risas y ocurrencias. Así como las describe esta imagen las voy a recordar siempre”.

Angélica Ferreira, entusiasta promotora de viajes en el centro de jubilados de Guaymallén, quedó internada en el hospital Padilla. Su estado es delicado. La hija de Angélica, Sandra Bascetta, desapareció en 2009. Se manejan distintas hipótesis sobre lo sucedido con Sandra, ninguna corroborada por la Justicia. El que habla desde Mendoza es Diego de la Vega, hijo de Sandra y nieto de Angélica. “No quiero que mi abuela se vaya sin saber qué pasó con ella -le confesó a Clarín, angustiado-. Es una pesadilla. Todo el dolor por no saber qué pasó con mi madre, si darla por muerta o no, reflotó ahora”.

Gustavo López entró en pánico apenas conoció la noticia. Las horas iniciales, sin información disponible y a cientos de kilómetros, representaron una tortura para los suyos. Hasta que se difundieron las primeras fotos y apareció su suegro, Raúl Méndez, sentado al costado de la ruta. Tiene algo de sangre en el canguro celeste, pero se lo ve bien en la imagen. Gracias a esa foto tomada en el sur tucumano respiraron aliviados en Mendoza.

Las historias, los nombres, construyen la memoria colectiva. Los viajeros conformaban un contingente bien heterógeneo, porque no sólo se trataba de jubilados; varios de ellos iban acompañados por sus familiares. Además pertenecían a distintas agrupaciones, así que muchos no se conocían entre sí. Seguramente, a medida que fueron desandando los kilómetros asomaron las primeras charlas, los primeros acercamientos, esas empatías tan naturales cuando el plan es pasarla bien, casi como una gran familia. ¿Quién hubiera sospechado que su destino era conformar un todo indisoluble? Serán para siempre los pasajeros de una pesadilla.

La peor conjunción

El miércoles a la tarde levantó vuelo el Hércules. Viajó a Mendoza cargado de ataúdes y de dolor. En tierra quedaron los rastros de la tragedia: el reguero de heridos, repartidos por los hospitales en función de la gravedad de las lesiones; los restos del ómnibus que aterrizó de la peor manera en un zanjón; el chofer al que le dictaron prisión preventiva. Según el fiscal Edgardo Sánchez, la responsabilidad le cabe al conductor Cristian Salinas porque no disminuyó la velocidad para tomar la curva. La maniobra fue antirreglamentaria e imprudente, subrayó el fiscal. Por ahora la imputación a Salinas es por homicidio culposo agravado.

Mientras tanto, el tema vuelve a ser el estado de la red vial. Nadie les avisó a “los abuelos del micro” cuál era el itinerario, por dónde circularía el ómnibus camino a las Termas. Nadie les habló sobre la falta de señalización sobre el asfalto y el déficit en materia de cartelería que caracterizan a gran parte de las rutas provinciales. Y ni hablar de los caminos vecinales, que en muchos casos no superan la categoría de huellas y de los que depende buena parte del movimiento productivo de la provincia. Suelen cargarse las tintas sobre lo mal que está la ruta Tafí del Valle-Amaicha. Será porque muchos no conocen el resto. Y tampoco está para sacar pecho Vialidad Nacional, porque también se le notan las costuras a la infraestructura bajo su jurisdicción.

Si la ecuación suma una ruta peligrosa, un chofer imprudente y el clima jugando en contra, el resultado sí o sí será nefasto. Es como una escalera al cielo de la fatalidad. Y al mismo tiempo salta a la vista que el horror pudo haberse evitado. Al ómnibus no le cayó un meteorito ni se lo tragó un terremoto, volcó por errores humanos: de quien lo manejaba y de quienes debieron cerciorarse de que ese cruce de rutas -todos los cruces de ruta- no sean ratoneras ni trampas mortales. Pues bien, los vecinos de La Madrid apuntan que los accidentes son comunes en esa zona y saben que es imprescindible frenar, mirar bien a los costados y tomar la curva con precaución. El resto, llegando ciego al punto fatídico, se juega el pellejo en la maniobra.

La marca Tucumán

Los vecinos de La Madrid, esos que vienen advirtiendo sobre el peligro del cruce de rutas, también son protagonistas. A esta altura de la historia conforman mucho más que un pueblo; son un canto a la resiliencia. Golpeados por las calamidades, como esas ciudades bíblicas a las que Dios castigaba con artillería pesada, en La Madrid aprendieron a ponerle el pecho a la adversidad. A su favor juega el hecho de que nada puede sorprenderlos. Saben reaccionar y lo demostraron el lunes.

El vuelco del ómnibus provocó un estruendo que sacudió al pueblo. Los vecinos corrieron, palas en mano, y se convirtieron en los primeros rescatistas. Auxiliaron a los heridos y luego se ocuparon de extraer los cuerpos. Solidario por naturaleza, La Madrid exhibió la cara del mejor Tucumán, una marca que no pasa por el patrimonio histórico ni por los limones ni por el azúcar, sino por la caridad y el espíritu comunitario. Muchas de esas actitudes se replicaron hacia los mendocinos que, desesperados, llegaron en tropel a Tucumán. Recibieron alojamiento y comidas sin cargo, muchos taxistas los trasladaron sin cobrarles el viaje. En los hospitales se trabajó para contenerlos, para mantenerlos informados, para orientarlos. Tal vez se registró alguna excepción, algún enojo, comprensible en medio del dolor. Nada más. La sensación es que Tucumán hizo lo posible para extenderles la mano a quienes estaban sufriendo.

En estos casos lo que queda es una mezcla de frustración, de indignación, de injusticia. De un profundo pesar. También la obligación de denunciar, de que las responsabilidades queden claramente establecidas. Aquí hubo mucho más que la mala praxis de un chofer, cuyo devenir pasó a la órbita judicial. El deficiente estado de la red vial acaba de cobrarse 15 vidas y eso no puede quedar impune. De lo contrario lo sucedido será apenas un recuerdo que irá borrándose con el paso de las semanas, hasta que la próxima tragedia nos refresque todas las deudas que siguen pendientes en Tucumán.

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