El perfume

Alguien dijo alguna vez en alguna parte: “Si se eliminan los últimos tres segundos de cualquier publicidad de perfume, nadie sabrá nunca que era el anuncio de un perfume”.

Spots donde vemos, por ejemplo, a una hermosa mujer montada a caballo, galopando por el bosque, meneando su larga y rubia cabellera, siempre en cámara lenta (efecto que, se estima, triplica el impacto emocional, creado en 1904 por el austríaco August Musger), yendo al encuentro de su amado, un hombre apuesto y elegante, que la aguarda acodado sobre una cupé convertible tope de gama, estacionada junto a un lujoso castillo medieval.

En los últimos tres segundos del spot aparece el nombre del perfume, la marca y fin de la publicidad.

Escenas bastante similares se replican en playas paradisíacas, yates gigantes, hoteles internacionales, pueblos románticos escondidos en una montaña o paisajes deslumbrantes. Anuncios que suelen protagonizar modelos top o estrellas de Hollywood.

Lugares y momentos a los que jamás accederá el 99% de los mortales de este mundo, aunque sí podrán tener el consuelo de comprar el perfume y oler como, se supone, huelen el chico y la chica de la propaganda.

Durante los últimos meses recordamos varias veces esta definición sobre la publicidad de los perfumes, meses en que los ciudadanos fuimos víctimas del incesante taladro proselitista. Y lo seguiremos siendo hasta las elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO) de agosto, y luego de nuevo seremos rehenes del perfumismo electoral hasta los comicios generales de octubre.

Un apunte al paso: el antónimo de propaganda es silencio.

Los libritos de los 80

La publicidad electoral es muy importante para conocer las propuestas de los candidatos, cómo piensan, cómo pretenden que vivamos, qué planes tienen, cuáles son sus deseos más fuertes y también cuáles son sus preocupaciones más hondas.

Hasta fines de la década del 80, los partidos repartían verdaderas plataformas políticas con fundamentos ideológicos, planes de obras públicas o toma de posiciones respecto de los temas más importantes.

Todo por escrito, en libritos que a veces superaban las 100 páginas. Y en los spots televisivos y radiales se reproducían estas ideas, lo mismo que en la prensa gráfica y en los afiches callejeros, que a veces eran verdaderos manifiestos, con textos cuya lectura demandaba un par de minutos.

Poco a poco los partidos, como estructuras basadas en principios, en ideologías, fueron siendo reemplazados por personas -o personajes- con cierto carisma, en el mejor de los casos, quienes en la propaganda electoral se limitan a repetir frases efectistas, emotivas, eslóganes abstractos que suenan bonito, absolutamente vacíos de contenido y de propuestas concretas.

La globalización de los 90 y el llamado “fin de las ideologías” y también el “fin de la historia” licuaron los valores que regían la política hasta entonces. Fueron reemplazados por el transfuguismo y el travestismo político, que se fue haciendo cada vez más natural, hasta el presente, donde hay dirigentes que ya han pasado por todos los partidos.

Tres segundos de ideas

Como en la publicidades de los perfumes, si se eliminan los últimos tres segundos en cualquier anuncio político, o si se borrara el logo y el nombre a un afiche, nadie sabría nunca quién es el candidato o a qué partido pertenece.

“Cuidando el futuro”; “Vamos a salir a ganar”; “Hagamos juntos Tucumán”; “Juntos podemos”; “Sí se puede”; “Vamos que podemos”; “El cambio está en marcha”; “Trabajo en serio”; “Por Tucumán, vamos juntos”, o con verbos pegadizos y positivos como “sigamos”, en “Sigamos juntos”; “Sigamos transformando”; “Sigamos cambiando”; Sigamos avanzando”, o también como “somos”, en “Somos la renovación”; “Somos el cambio”; “Somos la transformación”; “Somos la única opción”; “Somos la fuerza”. La lista es eterna.

Una frase, cualquiera, la cara del candidato y el nombre y el número de la lista. No hace falta comunicar nada más. Si es un afiche, está quieto; si es en la tele, habla y se mueve.

Sólo importa la imagen: si es buena, ayuda; si es mala, ayuda menos.

Sobran ejemplos de candidatos que han ganado elecciones sin pronunciar una sola palabra.

La victoria en una elección provincial, municipal o comunal (las nacionales son más complejas) como la que se llevó a cabo el 9 de junio en Tucumán, depende básicamente de tres ejes: control del aparato, grosor de la billetera y cantidad de acoples.

Entendió ahora -o debería- el ex gobernador José Alperovich, que no ganó tres veces gracias a su descomunal carisma y a la enorme admiración de la gente, sino a que controlaba feudalmente el aparato, tenía la billetera estatal más gorda y contaba con un ejército de acoples.

El síndrome de Hybris, que afecta a mucha gente que ocupa demasiado tiempo un espacio de poder, también conocido como la borrachera del éxito, hace que quien lo padece pierda toda conexión con la realidad y llegue a creer profundamente que es un semidiós, un líder celestial, un iluminado.

Es gente que en general es rodeada por obsecuentes, temerosos o sumisos, que por amor, por temor o por necesidad le dicen al líder sólo lo que el líder quiere escuchar. Lo envuelven con algodones, le cuentan sólo las noticias positivas y no contradicen sus delirios de grandeza.

Algunos afirman que la seguidilla de errores que cometió Cristina Fernández durante el último tramo de su mandato se debió a que padece o padeció este síndrome.

En Alperovich, si no es Hybris se le parece bastante. De lo contrario, no se entiende que haya organizado un festejo para 500 personas en su casa el domingo -que debió suspenderse- si no contaba con ninguno de los recursos que se necesitan para ganar una elección en Tucumán.

La fiesta perpetua

Las elecciones en Argentina son un circo millonario que se repite año de por medio. Porque como los argentinos no tenemos problemas graves, ocupamos nuestras mentes brillantes y nuestros abundantes recursos en larguísimas, huecas y agresivas campañas electorales.

Cada 12 meses el país pone punto muerto y de nuevo empezamos a discutir quién es peor que el otro, quién rompió o se robó más cosas, quién es el futuro y quién es el pasado (a esta altura ya parecemos la película “Volver al Futuro”, nadie sabe en qué tiempo estamos) y por último, comienzan los saltos de un frente al otro, las alianzas cruzadas -algunas ya son un nudo galleta- y los que hace dos años se odiaban ahora se aman, para en dos años volver a odiarse y así hasta el fin de los tiempos.

Así nos encuentra este año con peronistas en las tres principales fórmulas presidenciales, o aquí en Tucumán, con un intendente de la capital que es opositor al gobierno provincial peronista, pero que por antigüedad y militancia es más peronista que el gobernador y mucho más que el vice.

Las elecciones son imprescindibles -nadie puede poner en duda esto- porque son la base sobre la que se sustenta la democracia.

Pero ¿es realmente necesario que los argentinos nos pasemos la mitad de nuestras vidas, un año sí, un año no, aguantando tormentosas campañas electorales?

Más grave en un país que está técnicamente quebrado, que debe más dinero de lo que vale, con un 50% de inflación y con más de la mitad de los niños por debajo de la línea de pobreza. Un país que se da el lujo de tener a sus dirigentes, que ya dejan bastante que desear, la mitad de su tiempo y de su vida con la cabeza puesta en los comicios y en las campañas, en vez de estar solucionando los graves problemas que tenemos.

Un país que derrocha cada año de por medio enormes fortunas en proselitismo y en propagandas para vender perfumes, y encima en apenas los últimos tres segundos del spot.

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