Antonio Osorio Luque: pintando el corazón de la zafra

Antonio Osorio Luque: pintando el corazón de la zafra

El destacado pintor tucumano murió hace cuatro décadas. Importantes distinciones.

1913. Lunes. Un rumor de machetes está deshojando tal vez la esperanza. La alegría familiar se hidrata ese 13 de octubre porque un changuito acaba de dar su primer sollozo de luz. Es posible que los lapachos le hayan dibujado los pinceles bajo el brazo. Por eso, no es de extrañar que la tiza de su imaginación pueble los pizarrones del Colegio Franciscano, donde años después será profesor. A sus padres almaceneros y andaluces les inquieta quizás que el mocito no muestre vocación de mostrador. Las travesuras infantiles se desatan en la esquina de Monteagudo y Las Heras (actualmente San Martín).

Una vocación de cañaveral le despierta sus “adentros”. La precocidad despabila la década del 30. La palabra de aliento de Demetrio Iramain le acaricia los sueños. “El rancho del Aconquija”, su primer cuadro, le desbroza una senda en el Salón de la Peña del Bar Colón; recibe el elogio del músico Luis Gianneo, organizador de la muestra. El Salón Provincial de Tucumán de 1932 le concede un premio que lo sitúa a la par de maestros. El Gobierno de Tucumán lo beca en 1935 para realizar estudios de costumbrismos regionales. Exhibe los resultados de sus trabajos en la Galería Dipiel Goré. Visiones de la zafra inundan sus insomnios. El caballete ya huele a melaza.

Muele que muele el trapiche, y en su moler hasta la vida del hombre muele también. Tumbao sobre la maloja, pobre de mí, sin que me arrime consuelos el yaraví.

Los colores intensos del paisaje se sientan en sus cejas. Carretas, peladores, cañas desparramadas en los latidos del azúcar, adoban sus pupilas. “Muchos escribieron sobre la zafra y otros la dieron a conocer mediante fotografías e ilustraciones diversas, pero ninguno se había especializado en mostrarla a través de la pintura. Año tras año, los cañaverales nos dejan múltiples motivos, de ahí que la fuente inagotable permita realizar una obra continua que a la vez deleita a quien la realiza”, dice.

Los motores creativos

El Gran Premio Salón Nacional de Tucumán (1940), el tercer premio en el Salón de Santiago del Estero (1942), el primer Premio de Honor en el Salón Nacional de Salta (1953), son algunos galardones que estimulan sus motores creativos. 1955. La paleta lo lleva a Buenos Aires. Ricardo Rojas, Alfredo Palacios, Mario Bravo y Pablo Rojas Paz son cofrades. “Mis cuadros no se limitan al paisaje, por el contrario, vuelco más mi interés en reflejar el factor humano, ya que es él el que va a expresar fielmente las costumbres y tradiciones”, comenta.

Verde cañita de azúcar, ¡qué dulce es!, pero al final de la zafra se vuelve hiel. Yo tengo un sueño secreto, vivo por él. No hay trapiche que a mi sueño pueda moler.

Espontaneidad. Sencillez. Apego a la tierra. Talento. Son sus llaves para abrir las puertas del reconocimiento nacional. Sus pinturas viajan a Japón, Inglaterra, Holanda, Francia, Uruguay, Colombia, Venezuela, Bolivia, Alemania. “Si contemplamos un cañaveral, tanto por su inmensidad como por su prestancia, no parecería que todo es riqueza, bienestar, que el verde de las hojas predijera un futuro de abundancia y felicidad, pero cuando le agregamos la figura humana, estamos contradiciendo lo que nos muestra la naturaleza, ella refleja en la mayor parte de los casos un síntoma de pobreza que choca con la grandeza del paisaje”, piensa.

Ha de llegar algún tiempo, ¿cuándo será?, en que te sienta mi amigo, cañaveral. El sol de alguna mañana me alumbrará cantando sobre los surcos, cañaveral.

Pero no solo de azúcar vive su alma. El baile, la feria de Simoca, los picotazos al aire en las riñas, las cuadreras, las empanaderas que amasan ilusiones, polvorientos sulkys de Atahona, la falta envido, los promesantes, las tabeadas, palos borrachos, los cardones apunados en Colalao de Valle, promesantes, bueyes tirando el carro del destino, cuadreras, acequias, cuadreras, mulas agobiadas, la Quebrada de Lules, el campo de Los Laureles, misachicos, los tabacales de La Cocha…

El maestro Benito Quinquela Martín le otorga la Orden del Tornillo. José León Pagano, Fernán Félix Amador, José de España, renombrados críticos, elogian su pintura. Es miembro de jurados de diversos certámenes artísticos oficiales. La Universidad de Washington exhibe su obra en abril de 1971. Es doctor honoris causa de las Academias de Gela y de Florencia (Italia). Siente que en su propio pago es a menudo olvidado. “Una vez le pedí a la vocal de Plástica del Consejo de Difusión Cultural que me enviara siempre informaciones sobre el movimiento artístico de la provincia y me respondió: ‘¿para qué, si usted no es más tucumano?’ ¿Sabe cuándo uno más quiere a Tucumán? Cuando está lejos”, dice, con un mohín de pena.

Nunca lo bonito

Sus pinturas y su nombre se deslizan en el “Diccionario de artistas plásticos de la Argentina”, de Adrián Merlino, en “La pintura argentina del siglo XX”, de Córdova Iturburu, en la “Gran enciclopedia argentina”, de Diego de Santillán, en “Pintura argentina contemporánea”, de María Laura San Martín y “El país y su pintura. 28 artistas argentinos”, de Juan Carlos Martínez. “Jamás he ido en busca de lo bonito, mi intención ha sido siempre captar lo real, sin ‘mejorar’ o procurar perfeccionar lo que nosotros creemos que es perfeccionable”, dice.

Mayo 12, 1979. Unos nubarrones se filtran en su mirada. Un traquetear de carros se cuela por la ventana. Los pinceles de Antonio Osorio Luque están saludando la zafra del silencio.

Muele que muele el trapiche, y en su moler hasta la vida del hombre muele también...

Dicen que en San Javier, cerca del Cristo redentor, la canción de Yupanqui mece sus cenizas en los sueños alunados de un cañaveral.

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