Una ley entre el codo y la mano

Sólo un puñado de provincias argentinas fomenta con sus propios recursos la producción cinematográfica. Desde octubre, Tucumán se debería haber sumado operativamente a ese selecto grupo con su propia ley de promoción, con una mirada amplia dirigida a toda la actividad audiovisual y desde la conciencia de que limitarse a la pantalla grande es anacrónico en términos de marco normativo.

Para ello, la Legislatura sancionó la ley correspondiente por unanimidad, inclusive afectando una partida presupuestaria específica; sin embargo, y pese a las numerosas gestiones realizadas desde el Ente Cultural ante el Poder Ejecutivo y la presión ejercida por artistas de todo el país a través de las redes sociales, la norma no fue numerada, publicada ni reglamentada. Un vacío que hace recordar a viejas y perversas prácticas de otras gestiones, lo que demuestra que hay cambios más superficiales que profundos.

No hay justificación alguna para que se eluda de este modo el circuito formal de poner en vigor una norma. Si se la hubiese querido evitar, se la debería haber vetado total o parcialmente, pero transcurrió el plazo sin objeción alguna de parte de Juan Manzur. Si se la quiere diferir para no desembolsar este año los $60 millones que corresponden del presupuesto provincial (se aprobaron gastos por un total de $96.362 millones), hubiese correspondido una intervención al respecto en el debate parlamentario, para postergar su puesta en vigencia de forma clara y contundente. Si es un cobro de boleta a la legisladora alperovichista Silvia Perla Rojkés de Temkin, impulsora de la ley, se le debería haber ordenado a los obedientes y disciplinados legisladores jaldistas y manzuristas que no la apoyen con su voto, a contrapelo de lo que ocurrió. Si todo fue una puesta en escena para congraciarse con los productores audiovisuales de la provincia, es una falta de respeto que difícilmente se olvidará. Si la idea es seguir subsidiando proyectos sin un marco normativo que regule la salida del dinero de las arcas estatales, como se hizo el año pasado con $1,5 millón para la todavía no estrenada película dirigida por Federico Bal “Rumbo al mar” (quien además la coprotagoniza con su padre, Santiago Bal), no se tendría que haber avalado en el recinto a una ley ya nacida y no bautizada.

El proceso de sanción de la ley podría haberse considerado ejemplar en cuanto a la participación del Estado y de los privados en una misma mesa de diálogo. La norma fue consensuada por la Escuela de Cine, Video y Televisión de la Universidad Nacional de Tucumán, la Dirección de Medios Audiovisuales del Ente Cultural, la Asociación Tucumán Audiovisual, la Cámara de la Industria Audiovisual de Tucumán y todos los bloques políticos. Era la demostración tangible que cuando se quiere, hay buena predisposición y conciencia de que todos deben ceder algo y no sentarse con deseos de imponer todo, se puede. Pero el silencio del Poder Ejecutivo borra con el codo lo firmado con la mano. Para colmo, aún cuando Manzur reaccione en su regreso vacacional y numere la ley (debería ser de inmediato, porque ya lo hizo con disposiciones aprobadas en la Legislatura con posterioridad a la sanción de la norma congelada), quedará por adelante el extensísimo camino para la reglamentación del articulado, tarea que está en el despacho de la Secretaría General de la Gobernación.

Tan sólo cuando estén plenamente vigentes las disposiciones, los productores tucumanos podrán emanciparse parcialmente del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (Incaa), que está envuelto en un severo problema de funcionamiento como todos los organismos culturales de la Nación, con demoras en la tramitación de expedientes y, por ende, en la luquidación de los compromisos económicos asumidos. Ahora podrán pasar por un concurso selectivo local que les permitirá hacerse de parte de los fondos del plan de fomento vernáculo, monto que representa el costo de filmar tres películas nacionales de presupuesto medio, cálculo que hace el Incaa al comenzar cada ejercicio administrativo anual y que aumentó de $13,5 millones de 2018 a $20 millones para este año.

La inversión vuelve en buena parte en metálico a las arcas del Estado provincial, porque la industria audiovisual es fuerte generadora de ingresos en empleo intensivo (de corta duración pero buena remuneración, tanto en personal técnico como artístico), hotelería, gastronomía, traslados y un largo listado de servicios colaterales y variados extras que aportan impuestos. Es por ese sentido económico que la ley tiene presente, desde su artículo 1, el carácter “social, cultural y comercial” de la actividad, y la importancia de aportar al desarrollo de su “forma industrial y comercial” y de tener “condiciones económicas sostenibles”. La normativa dispone expresamente que para poder alcanzar los subsidios, las producciones que no tengan un origen tucumano deberán asociarse obligatoriamente con una firma local y contratar a “no menos del 50% de personal técnico, administrativo o artístico radicados en la provincia”.

La persistencia en el tiempo de esta clase de iniciativas es fundamental para transformar una buena idea en un polo productivo estable. Uno de los antecedentes más importantes en el país sobre este tema estuvo en San Luis, donde los hermanos Rodríguez Saá crearon un mecanismo de apoyo institucional en los 90 que tuvo gran desarrollo (su techo artístico fue con la película “Un lugar en el mundo”), pero que en la última década prácticamente cayó en desuso. Eso causó que muchos técnicos formados en la práctica que desplegaron en los años buenos emigraron a Buenos Aires y ahora están trabajando en los grandes estudios. No sostener la actividad puede causar un pico elevado y luego una caída brutal.

Que el Poder Ejecutivo saque del limbo no confesional a la Ley de Promoción a la Actividad Audiovisual en Tucumán demostraría que sólo hubo demora por no entender plenamente de qué se trataba y no un doble discurso. Hay que asumir, de una vez por todas, que en política las deudas contraídas tienen que pagarse.

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios