Resistir con los guantes puestos

Los amantes del boxeo le tienen un lugar reservado en el podio al gancho al hígado. Cuando la víctima recibe el golpe, el nockout tiene una suerte de efecto retardado. Uno, dos, tres segundos, la rodilla llega a la lona y la víctima sabe que no podrá levantarse. Un dolor indescriptible lo invade mientras se queda sin aire. La derrota lo cubre sin el efecto espectacular de un derechazo al mentón, pero de modo ineludible y devastador.

En la pelea de fondo entre la cultura y la economía hay contendientes de distinto peso: pujan un gallo contra un pesado completo. El primero, liviano, bailará todo lo posible en el ring, sorteará con destreza algún mandoble, irá de allí a allá para estar lo más alejado posible de los puños de su rival y lanzará algún golpe; mientras que el otro lo esperará asentado en la confianza de que con una sola mano lo dejará fuera de competencia. A veces, la suerte se invierte y David vence a Goliat, se crea o no en las historias bíblicas.

Pese a los preocupantes indicadores sobre la actividad artística que circulan en el país (tanto por análisis privados como en las estadísticas oficiales; a modo de ejemplo, remitimos al Sistema de Información Cultural elebaorado por el ex Ministerio de Cultura de la Nación), nada está perdido. Hay un evidente cambio de era en las formas de consumo cultural, que empuja a una reformulación global de la producción y circulación por el impacto de internet, pero (y al mismo tiempo) está la persistencia obstinada de los creadores que le siguen dando batalla a los malos augurios. Y no pocas veces los vencen. Hay muchos David empuñando la honda del arte, concientes de que lo virtual jamás podrá reemplazar a lo presencial.

Diciembre implicó mucho más que el fin de un año. Fue también el momento de cierre de dos espacios escénicos que sobrevivían por el empuje de sus promotores, dotados de un alto grado de inconciencia sobre los mandatos de la economía y por la decisión irracional de disponer de un sitio propio donde la música, el teatro, la plástica, el cine, la danza y demás experiencias audiovisuales pudiesen manifestarse.

El final de Charco Espacio Experimental y de Semillero acota la oferta de lugares para la expresión artística, al final de uno de los años más complejos que se recuerden en cuanto a los recursos para sostener esta clase de proyectos. Estos dos sitios se suman a una larga lista de ausencias, que incluye el segundo cierre en el año de Casa Managua y el final de La Feria del Libro, la librería comercial de tres décadas que no se reformuló para un nuevo tiempo (hace un año advertíamos en esta columna de los cambios en las políticas editoriales que desarrollaban los entonces separados Ministerios de Cultura y de Educación de la Nación, que le sacaron oxígeno al negocio de la peatonal Mendoza).

Recientemente, un productor de grupos musicales confesaba en privado que su actividad (y sus ingresos, por ende) se redujo un 30% entre 2016 y 2017, y un 50% entre ese año y el que acaba de terminar. Sin embargo, sigue con entusiasmo con sus propuestas y proyectos, porque sabe que son mucho más que un trabajo: es su energía vital.

Así como algunos caen, en paralelo, nacen otros emprendimientos aunque todo debería indicar lo contrario, como los que están encarando Casa Luján y La Gloriosa, que podrían concretar en poco tiempo más la compra de sus propias salas en la capital, generando en tándem un nuevo polo alternativo alejado del centro con otros espacios; mientras tanto, Tertulia heredó con beneficio de inventario a El Árbol de Galeano (con todas las polémicas que lo rodearon), apareció CiTÁ en el Abasto, regresó Fuera de Foco y se mantiene La Banguela, entre muchísimas otras propuestas, y por mencionar apenas algunas.

Menos localidades

Lo cierto es que desde hace décadas se viene produciendo un proceso de achique en el volumen de las salas, que responde a la merma de público. Pocos espacios nuevos se animan a más de 50 localidades, cuando tiempo atrás lo normal era cuatro veces más de butacas.

Esa adecuación es un baldazo de realidad. Es fundamental entender que un teatro no sólo son las paredes; un monto sumamente alto debe ser destinado al equipamiento técnico, que además debe estar actualizado y no ser obsoleto. Tener hoy un viejo tacho de iluminación de lámpara incandescente es un absurdo por el costo de electricidad que debería abonarse. Y comprar nuevas luminarias es casi inaccesible para muchos grupos. A eso hay que sumar sonido, butacas, limpieza, agua, estado general de mantenimiento, pintura, aire acondicionado (es impensable ir a una sala que no lo tenga en el período de altas temperaturas, que bien puede durar seis meses) y un largo etcétera.

Así es que surge la imperiosa necesidad de que el Estado vaya en auxilio de esas iniciativas, porque lo invertido no podrá ser recuperado por manos privadas. El resultado apunta a la jerarquización cultural de la sociedad en su conjunto, en forma directa con quienes concurren a ver los espectáculos e indirectamente para el resto del entorno, porque en el arte sí funciona el efecto derrame que tan fallidamente se declara para la economía en general.

Según el Informe del Instituto Nacional de Teatro sobre el manejo de sus recursos en el período 2012-2016, para el NOA se destinaron $ 46 millones. De ellos, alrededor del 40% se gastó en infraestructura (casi en partes iguales para los municipios beneficiados con las Casas del Bicentenario y para las salas independientes). El resto fue a subsidios para montar obras, becas, realización de fiestas y otras actividades.

Montar una sala es una patriada irracional desde el principio de la rentabilidad e indispensable desde la emoción de la realización artística. Por suerte, los teatristas (y los músicos, los bailarines, los plásticos, los fotógrafos y una larga lista de demás) hablan con el corazón y no con el bolsillo. Tienen los guantes puestos y ninguno tira la toalla.

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