“Hay una tristeza en la infancia que acopia en silencio los misterios”

“Hay una tristeza en la infancia que acopia en silencio los misterios”

El dramaturgo y novelista tucumano rememora sus años de infancia y adolescencia en Tucumán. También reconstruye su primer contacto con el teatro, los años de formación y la forma en que los 70 marcaron su obra: “El dolor y el placer estaban unidos a mi imagen de lo que sería el teatro”.

CONFESIÓN. “Mi padre, que estaba lejos de ser un intelectual, tenía el don, antes de dormirnos, de inventar cuentos y actuarlos tan vívidamente que cuando nos apagaba la luz, yo ocultaba las lágrimas protegido por la oscuridad”. R.NACIONAL.- CONFESIÓN. “Mi padre, que estaba lejos de ser un intelectual, tenía el don, antes de dormirnos, de inventar cuentos y actuarlos tan vívidamente que cuando nos apagaba la luz, yo ocultaba las lágrimas protegido por la oscuridad”. R.NACIONAL.-
14 Octubre 2018

Por Rolando Revagliatti

PARA LA GACETA - BUENOS AIRES

- Tucumán, allí tu niñez y adolescencia y, por ejemplo, aquellos trenes cuyos nombres tanto me resonaban: el expreso “Estrella del Norte” y el lujoso “Cinta de Plata”. En ellos habrás viajado. Viajemos, Marcos, a tu niñez y adolescencia.

- Nací en Tucumán, en la casa de mis abuelos y en la cama donde duermo. La costumbre de mi madre era tenernos cerca del terruño. Después a mi hermano y a mí nos llevaban con el “Cinta de Plata” o el “Estrella del Norte” a la humedad de Lanús, allí, pegada a la ciudad de Buenos Aires. Todavía había algo de campo y baldío y en verano te asaltaban nubes de mosquitos. El lechero te dejaba la botella verde en el umbral de tu casa y el vino te lo vendían desde el tonel. Hay una tristeza en la infancia que acopia en silencio los misterios. Esas oscuridades me constituyeron, y cuando mi hermano mayor me reveló la existencia de la muerte, me escondí en el baño y lloré. El silencio también fue un arma para combatir a los idiotas, el silencio y la invención de historias. Dos oficios me respaldaban para custodiar mis oscuridades: la actuación y la palabra. Mi padre, que estaba lejos de ser un intelectual, tenía el don, antes de dormirnos, de inventar cuentos y actuarlos tan vívidamente que cuando nos apagaba la luz, yo ocultaba las lágrimas protegido por la oscuridad. El teatro era un misterio: el escenario, las luces, los disfraces y los actores. Un universo comparable con la imagen de Dios, claro que a éste yo no lo veía, en cambio el teatro almacenaba infinitos escondites. A los cinco años vi a la cantante española Conchita Piquer y a los nueve a Fu-Manchú, a los once le pedí un autógrafo a los actores Enzo Viena, Walter Vidarte y Gilda Lousek. El teatro Alberdi de Tucumán estaba a la vuelta de la casa de mis abuelos. Pasar por allí y espiar por los telones ya era una aventura de asombro y un cultivo secreto y húmedo en el alma. El dolor y el placer estaban unidos a mi imagen de lo que sería el teatro. Por esa época, mi primo y yo caminábamos las productoras cinematográficas de Tucumán buscando los recortes de celuloide. Los clasificábamos por películas y el placer era verlos a la luz e imaginar las escenas...La primera obra teatral que interpretamos en el patio de los abuelos fue una adaptación de Una libra de carne, de Agustín Cuzzani, hecha por mi hermano Eduardo. Los textos aprendidos, los disfraces, las sillas en doble fila y hasta algunos amiguitos de la manzana se constituían en una imitación flagrante de un teatro. La colaboración para los actores se pedía al final con la gorra hurtada al abuelo que dormía.

- Circulaste por varias escuelas. E hiciste teatro.

- Durante la década de los 60 existían pocas escuelas de teatro. Los renombrados eran todos aquellos que habían estudiado en Europa y exhibían sus chapas como trofeos engalanados en vitrinas. Mi segundo maestro fue el querido Enrique Escopez, y después vino Raúl Serrano, y después la represión. Tenía 18 años y era militante político...Yo había aprendido a vender de la mano de mi padre. Él usaba la actuación para convencer a los clientes y tenía el don de saber a quién fiar. En una oportunidad cayó a su bicicletería un diputado buscando comprar una moto. Su negocio era las bicicletas y consideraba que no había porqué vender la muerte; lo cierto fue que el diputado salió del negocio con tres bicicletas para toda su familia. Otro de los dones de mi padre era mirar los cheques y descubrir cuáles eran cobrables y cuáles sin fondos. A veces se generaban discusiones con clientes que aseguraban que el cheque era bueno, lo cierto era que no se equivocaba, leía detrás de los cheques... Los dos primeros años del terror los pasé en Tucumán, hacía teatro, estudiaba Letras en la UNT y vivía del dinero reunido en Buenos Aires cuando compraba y vendía artículos de bazar. La muerte me rondó en los años 75 y 76, pero ninguno de nosotros terminaba de asumir el riesgo. Yo tenía vedada la entrada a los teatros oficiales; no me refiero para actuar sino como simple espectador de una obra. A mi novia de entonces la habían secuestrado y asesinado, y mi despedida de Tucumán fue ser echado del canal 10 de Tucumán en el medio de un ensayo. Una voz salida de los parlantes de la producción nos anotició al poeta Mario Romero (1943-1998) y a mí: “Tengan a bien abandonar el canal de manera inmediata”. Salimos avergonzados. Los actores y los técnicos nos miraban y nadie atinaba a hablar... Cada noche nos preguntábamos dónde dormir, cuál era la casa menos insegura. Analizábamos pro y contras y decidíamos. La noche era un carrusel con un ser invisible que nos observaba y que decidía a quién de nosotros le correspondía la sortija. Bastaba sacarla para ser humo, como aquellos que salían de la chimenea de Auschwitz. Mi persecución dejó huellas en mis novelas. Un personaje llamado Pablo pasó a ser mi alter ego huyendo de Tucumán a Buenos Aires. 40 años después, esa fuga se tornaba literaria en mis novelas históricas: Perder la cabeza, Cabeza de tigre y Monteagudo. Anatomía de una revolución... Llegué clandestino a Buenos Aires y después viajé a la Rumania de Nicolae Ceaucescu. La beca me servía para alejarme de la persecución diaria, estudiar lo que me gustaba y vivir en el supuesto edén Socialista, pero el lenguaje teatral buscado estaba lejos de encontrarlo en la Universidad de Teatro Ion Caraggiale de Bucarest. Me fui algunos meses a Italia, donde monté un espectáculo con 100 extras y 10 actores fiorentinos. Ese Vía Crucis es ahora el tema de una novela inédita: Naufragio en Bibbona, la imagen de Cristo azotado y mi vida en Bucarest.

- ¿Cómo no preguntarle a quien tanto se ha involucrado en la creación de novelas históricas sobre aquellas novelas históricas que más lo hayan conmovido o que más se acerquen a la excelencia…?

- Andrés Rivera es un referente fundamental con La revolución es un sueño eterno, pero también lo es Abel Posse: El largo atardecer del caminante; y Tomás Eloy Martínez: Santa Evita y La novela de Perón. Y María Esther de Miguel con El general, el pintor y la dama, entre otros.

© LA GACETA

PERFIL

Marcos Rosenzvaig nació en Tucumán, en 1954. Es profesor de Letras por la UNT y doctor en Filología Hispánica, por la Universidad de Málaga. Obtuvo lala Faja de Honor de la Asociación de Escritores Argentinos y el Premio Fondo Metropolitano para las Artes y las Ciencias. Es autor, entre otros libros, de Regreso a casa, Niyinsky, Monólogos teatrales, Tadeusz Kantor o los espejos de la muerte, Copi: sexo y teatralidad, Monteagudo. Anatomía de una revolución, Cabeza de tigre y Perder la cabeza.

> Perder la cabeza*
Por Marcos Rosenzvaig


Yo, Marco Avellaneda, que nací en Catamarca, que estudié en Tucumán y que a los veintiún años ya era abogado, pienso que una cabeza muerta sin brazos ni piernas ni cuerpo que la sostenga es casi inofensiva. Digo casi porque las mujeres que cruzan esta plaza se han propuesto enterrarme. Seguramente para que no sufra la penitencia a la vista de los paseantes, ni para que las inclemencias del tiempo sigan decolorando lo que, en otra época, fue un relicario de mujer adolescente y enamorada. Yo, Marco Avellaneda, que fui decapitado a los veintiocho años por haberme opuesto a vivir amordazado con un chaleco punzó, un sombrero con cinta color punzó, un poncho punzó y con el maldito color punzó hasta en el culo, he muerto y mi cabeza hace dos semanas es exhibida en la plaza Independencia de la ciudad de Tucumán. En cuanto a mi alma, debo decir que ignoraba la velocidad de la muerte, que sabía acerca de la crueldad de los represores pero que jamás imaginé tantos años vagando como un niño perdido para siempre.
* Fragmento.

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