El asesino y yo *

El asesino y yo *

El hombre calificado por la ciencia como psicópata cruel, perverso y desalmado ahora no me mira fijo.

26 Agosto 2018

Por Rodolfo Palacios

Cree que lo voy a matar. Ahora está inmóvil y en silencio, sentado frente a mí, en la sala de visitas de la cárcel de Sierra Chica, un pueblo bonaerense de tres mil habitantes. La luz del sol que entra por una ventana le ilumina los ojos celestes. Me mira fijo, casi sin pestañear. No hay guardias a la vista y es tarde para dar marcha atrás. Yo también estoy inmóvil y en silencio. En la mesa hay una Biblia amarillenta que lee en sus noches de insomnio. Pero eso me lo dirá después porque ahora, mientras me mira las manos, sospecha que en su primer descuido —por más imperceptible que sea— le clavaré un puñal afilado por la espalda. O le dispararé a quemarropa y me iré sin culpa por la misma puerta por la que entré. Y todo habrá terminado. Ni siquiera tendrá tiempo de pedir el último deseo que se le concede a un condenado al pelotón de fusilamiento: oler un plato de comida, pitar un cigarrillo, acariciar una foto familiar o gritar de rabia.

—Así matan los cobardes.

Eso me dice Carlos Eduardo Robledo Puch mientras desarma mi lapicera. La mueve como un péndulo por las dudas de que haya reemplazado la tinta por un veneno líquido. “Como el que usó Claudio para matar a su hermano, el Rey, padre del príncipe Hamlet de Dinamarca”, acota el mayor asesino múltiple de la historia criminal argentina, citando a Shakespeare mientras deja caer la última gota de tinta sobre un papel. Luego se acerca hacia mí; quiere revisarme contra la pared, al lado de una cruz de madera tallada a mano y del almanaque de una carnicería de barrio que dice “Jesús te ama y está contigo”. Robledo Puch piensa que vulneré la máxima seguridad de la prisión con una pistola en la cintura.

Le muestro mi bolso para tranquilizarlo: sólo hay papeles, algo de ropa y un grabador. No soy su verdugo, le recuerdo; soy un periodista que quiere escuchar su historia. Esa simple aclaración le hace cambiar de parecer.

El hombre calificado por la ciencia como psicópata cruel, perverso y desalmado ahora no me mira fijo. Ya no cree que esté ahí para matarlo. Sonríe y se rasca la calva. Camina con torpeza alrededor de la pequeña sala; va de una punta a la otra con las manos atrás. Después de unos segundos me pide perdón y me abraza:

—Pensé que eras un impostor o un sicario contratado para eliminarme a sangre fría. Estás destinado a ser la persona que más conoce a Robledo Puch. De ahora en más voy a considerarte un amigo para toda la vida.

Eso dice el hombre que entre el 15 de marzo de 1971 y el 3 de febrero de 1972 mató a balazos a once personas por la espalda o mientras dormían. Mataba a todo aquel que se le cruzaba por delante. “Que conste que siempre maté por la espalda”, le pidió al juez de la causa, Víctor Sasson. No solía dejar testigos de los robos que cometía con dos cómplices. Está preso desde entonces; tenía 19 años y una cara angelical. Lo llamaban “el Ángel Negro”.

* Fragmento de El ángel negro.

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