Sepúltanos, Antígona

Ismene: ¡Ahora que nos hemos quedado solas tú y yo, piensa en la muerte aún más desgraciada que nos espera si a pesar de la ley, si con desprecio de esta, desafiamos el poder y el edicto del tirano! Piensa además, ante todo, que somos mujeres, y que, como tales, no podemos luchar contra los hombres; y luego, que estamos sometidas a gentes más poderosas que nosotras, y por tanto nos es forzoso obedecer sus órdenes. En cuanto a mí, rogando a nuestros muertos que me perdonen porque cedo contra mi voluntad a la violencia, obedeceré a los que están en el poder, pues emprender lo que sobrepasa nuestra fuerza no tiene sentido.

Antígona: Haz lo que te parezca. Yo enterraré a Polinices. Será hermoso para mí morir cumpliendo ese deber. (…) Tú, si te parece, desprecia lo que para los dioses es lo más sagrado.

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Antígona, de Sófocles.

Antígona es la personificación de la conciencia que se revela contra las órdenes que no deben ser cumplidas. Aunque esas directivas provengan del más poderoso. Aunque la desobediencia acarree el peor de los castigos.

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Antígona es, junto con Ismene y con los varones Etéocles y Polinices, hija del trágico Edipo. Cuando él advierte que su esposa, Yocasta, es su madre, se arranca los ojos y parte al destierro. Sus hijos acuerdan turnarse un año cada uno en el reino de Tebas, pero Etéocles, cuando se cumple el plazo, rehúsa dejar el trono. Polinices busca un ejército extranjero para invadir la ciudad. Los hermanos se dan muerte mutuamente; pero los tebanos triunfan. Entonces Creonte, cuñado de Edipo, asume el trono y ordena que a Polinices jamás se le dé sepultura. Por tanto, nunca llegará al “más allá” de los antiguos griegos: el Hades.

Antígona, a pesar del decreto del tirano, se propone enterrar a su hermano. “Nadie me acusará de traición por haberlo abandonado”, notifica a su hermana. Aunque Ismene rechaza acompañarla, Antígona cumple su cometido. Se rebela doblemente. Contra el oprimente poder masculino (la obra de Sófocles data más de cuatro siglos antes de Cristo) y contra el despotismo de la tiranía. Lo hace, por un lado, porque por encima de lo que mandan los hombres hay “leyes divinas”, es decir, por un mandato moral. Y, por otro lado, por una convicción: la dignidad. “Pronto vas a tener que demostrar si has nacido de sangre generosa o si no eres más que una cobarde que desmientes la nobleza de tus padres”, desafía a Ismene.

A diferencia de Edipo rey, la tragedia en la que Sófocles escribe sobre la inexorable ejecución del designio de los dioses, Antígona se enfrenta al designio de los poderosos con libertad. Puede elegir entre el cómodo camino del manso acatamiento de la injusticia, y convertirse en un objeto más de la voluntad del déspota; o puede tomar el camino del honor, desautorizar el exceso, y convertirse enteramente en un ser humano, aunque deba pagar el precio más alto por esta opción. Porque Antígona, que finalmente será condenada a muerte, decide que al tiempo que le toque vivir, lo vivirá como una persona. En el más cabal sentido del término.

En esa opción, el mito de Antígona despliega una universalidad que atraviesa todas las edades de la historia. Justo hasta hoy. Justo hasta aquí.

Las mentiras

El mito de Antígona interpela a la sociedad tucumana precisamente en un tribunal. En el ámbito en que se lleva adelante el juicio por el asesinato de Paulina Lebbos, perpetrado en 2006, y por el posterior encubrimiento montado para que jamás se conozca quién fue el autor material de su muerte.

La memoria de esa tucumana, que era madre, estudiante y trabajadora, no descansa en paz porque su asesinato sigue sin resolverse. La impunidad la mantiene insepulta. Y frente a ello se alzan dos opciones. Una es la verdad de lo ocurrido. Esa verdad debe ser desenterrada para que la memoria de Paulina tenga el debido entierro. La otra alternativa es, por supuesto, la mentira. Pero no cualquier mentira: una mentira que el devenir del proceso (a pesar de la lacerante demora judicial) parece ser una orden dada por poderosos.

El listado de ex policías detenidos por presunto falso testimonio representa, por la jerarquía de la mayoría de los aprehendidos, un instrumento atrozmente revelador.

Entre los sospechosos de no haber dicho la verdad está el comisario Hugo Sánchez. El ex jefe de la Policía quedó detenido luego que se descubriera que su ex abogado, Enrique Andrada Barone, habría enviado mensajes, presuntamente intimidatorios, al testigo y experto en Criminalística Fernando Vázquez Carranza. Permanecerá detenido hasta el final del debate oral y público.

Y está el comisario Daniel Díaz. Era jefe de Criminalística de la Unidad Regional Norte. No supo explicar detalles de la intervención de su equipo en la escena del hallazgo. Filmó las tareas en el lugar y también la autopsia; pero no presentó el material.

Y está el comisario Fernando Maruf. Era jefe del Departamento de Información Policial (D2). Aseguró que no realizó filmaciones en la escena del hallazgo. Pero en los videos del ya mencionado comisario Díaz, se lo ve tomando registros con una cámara. Dirigió el comité que investigaba el crimen.

Y está el comisario Raúl Ferreyra. Era subjefe de la ex Brigada de Investigaciones. Dijo que participó activamente en la búsqueda de Paulina, pero no supo detallar la ubicación de las autoridades policiales en la escena del crimen ni de los cordones de seguridad para resguardar la escena del crimen.

Y está el comisario Raúl Lobo. Era jefe de la Dirección de Bomberos. Dijo que ningún vehículo de esa unidad se trasladó hasta la escena durante el día del hallazgo, pero en el libro de guardia constan dos salidas al lugar “a retirar un cadáver”.

Y está el cabo Bernabé Fierro. Era novato en la Policía de Seguridad Vial. Integró un equipo que fue a Tapia para realizar un operativo sobre la ruta 341, luego de que se encontró el cuerpo de Paulina. No pudo explicar quién daba las órdenes en ese lugar. Tampoco aportó datos sobre un rastrillaje posterior. Fue detenido por sus contradicciones respecto de las tareas que realizó.

Las maniobras

La actuación policial destinada a ocultar a los asesinos está probada por la Justicia tucumana. En diciembre de 2013, Enrique García fue condenado a cinco años por el encubrimiento agravado del crimen; Manuel Yapura recibió cuatro años de pena por el mismo delito; y a Roberto Lencina le dieron dos años de prisión condicional por falsificación de instrumento público, es decir, por falsear un acta. El primero era jefe de la comisaría de Raco cuando Paulina apareció sin vida en Tapia. Los otros dos eran agentes.

Es que cuando su cuerpo apareció el 11 de marzo de 2006, los agentes le avisaron al fiscal cuatro horas después. En el acta se anotó que el hallazgo se produjo tras un rastrillaje sin precedentes. La verdad es que la Policía nunca encontró nada: con el cadáver dieron dos baquianos. Paulina, sin vida, fue movida. El lugar del hecho, desbaratado. Las primeras fotos, escondidas. La escena, cambiada. Las actas, adulteradas. Las firmas, falsificadas. Los testigos, amenazados. Todo esto, según informaron oportunamente Gendarmería y la Policía Federal.

El primer fiscal de la causa, Alejandro Noguera, fue apartado tras una sorpresiva reunión con José Alperovich. “Necesito ayuda para investigar”, dijo a LA GACETA el 19 de abril de 2006 a las 22.15, cuando salía de la residencia del gobernador, el ahora fiscal de Cámara.

La causa, entonces, pasó al ex fiscal Carlos Albaca, quien le negó al padre de la víctima el rol de querellante y, con ello, la posibilidad de saber qué se estaba haciendo, y qué no. Siete años después de las incesantes marchas del indoblegable Alberto Lebbos, Albaca elevó un informe a la Corte. Había ocho hipótesis. Una era la de “los hijos del poder” detrás del crimen. No existía ni un solo imputado...

Lebbos pidió copia del expediente. Se la negaron. Sólo Bernardo Lobo Bugeau, el único funcionario que se fue del Gobierno en 2006 en solidaridad con el padre de Paulina, consiguió acceder a los 74 cuerpos del caso, en calidad de delegado de la Nación. Le prohibieron fotocopiar, fotografiar o escanear. Tomó nota a mano. Y Lebbos apuntó contra la familia del ex gobernador.

Albaca dejó la causa y cuando la tomó el fiscal Diego López Ávila se resolvió someter a una prueba de ADN a los 12 hombres mencionados en el expediente. Pero el pelo que habían encontrado entre las ropas de la víctima no había sido preservado. La mayor prueba estaba arruinada.

Ante el escándalo, la Corte ordenó un sumario. La fiscala de Cámara Marta Jerez de Rivadeneira sostuvo que Albaca actuó con negligencia, indolencia y ligereza. Albaca, en su descargo, pretendió que Alberto Lebbos no había sido un buen padre; y expresó que Paulina era sexualmente “intrépida (…) y capaz de emprender acciones temerarias”.

Después presentó su renuncia para acogerse a la jubilación con el 82% móvil y el ex gobernador la aceptó. Esa precaria dimisión condicionada bastó a legisladores y legisladoras alperovichistas para archivar -con la disidencia de FR- los pedidos de juicio político del PRO y la UCR. Pero resultó que Albaca reunía las condiciones sólo para la jubilación ordinaria, entonces, siguió siendo fiscal. Una afrenta a la honorabilidad de la Legislatura perpetrada por sus propios miembros. Al rato, la Anses, manejada por funcionarios de La Campora muy afectos a llenarse la boca con los derechos humanos, determinó en cuestión de días -un par de trámites mediante- que ya podía jubilarse con el beneficio de la movilidad y la porcentualidad. Léase, ni una -jubilación- menos…

Así llegamos al juicio: están imputados por presunto encubrimiento el ya mencionado ex jefe de Policía Sánchez, el ex subjefe de Policía Nicolás Barrera, el ex jefe de la Unidad Regional Norte Héctor Brito, el ex agente Hugo Rodríguez y el ex secretario de Seguridad Eduardo Di Lella.

¿Todo este vastísimo abanico de uniformados y de civiles (miembros del poder político y del Poder Judicial) fue desplegado para encubrir a Roberto Luis Gómez, electricista de San Andrés, único imputado por el crimen de Paulina, porque encontraron en su poder el celular que había sido de ella?

La verdad

“Espero que los testigos vengan y digan la verdad. Es terrible que hayan salido detenidos por falso testimonio. Todos habían dicho que tenían creencias religiosas y habían jurado por ellas que dirían la verdad, pero después mintieron de una forma tan descarada…”, reflexionó Lebbos esta semana.

La “verdad” no sólo existe: es un derecho. Un verdadero derecho social. No sólo Paulina demanda verdad: todos los tucumanos la merecemos.

La tragedia de Sófocles sobre la hija de Edipo culmina de manera profundamente dolorosa. Antígona se quita la vida. Devastado por la pérdida de su amada, lo mismo hace Hemón, hijo de Creonte. Y luego, enloquecida de dolor, se mata su madre, Eurídice. Hacia el final de la obra, el coro enfrenta al tirano: ¡Qué tarde parece que vienes a entender lo que es justicia!.

Los mandatos de los poderosos -sean quiénes fueran- que no deben ser cumplidos solamente desatan desgracias. Frente a tanto encubrimiento, se hace indispensable la verdad. No está en juego sólo el caso de Paulina Lebbos. Lo que se está decidiendo es qué Tucumán construimos. Uno que se sostiene en la verdad, incluso la de los débiles, o uno que se erige sobre la mentira, sobre todo la de los tiranos. Los protagonistas del juicio tienen aún esa opción. Mientras, el resto espera por Antígona, para que su dignidad dé sepultura a toda esta infraestructura de la impunidad de los hombres que creen que matar a una mujer puede quedar sin castigo. Y para que, entonces, Paulina no siga insepulta.

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