Neguemos todo

Ya no se ven jovencitos aspirando pegamento en bolsa. Ahora, se los encuentra fumando paco. Los quioscos o ferreteros que vendían, enguillados, la sustancia ya no son “suficientes”. Ahora hay transas o “soldaditos” que entregan esa mercadería en las narices de todos.

Antes y después las problemáticas del narcotráfico y de las adicciones fueron ninguneadas en Tucumán. Por eso crecen de la mano de organizaciones cada vez más complejas y mejor aceitadas. “Te regalan la primera dosis y después ya son tus dueños”; “no te importa nada más que consumir”; “el destino de los soldaditos es terminar solos”; “uno vende porque cree que podrá hacer unos pesos y luego dejarlo”. Las frases las pronunció un ex “soldadito” -una suerte de esclavo de los transas, que por dosis puede desde vender droga hasta matar gente- al programa de LA GACETA “Panorama Tucumano”. M. dijo que políticos y policías están involucrados en la problemática narco. “Nada nuevo”, respondió la audiencia por las redes sociales cuando escucharon hablar al joven.

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La invisibilización de este drama social parece ser la estrategia de un Estado más cerca de la complicidad que de la solución de la pandemia que infecta a nuestra sociedad. Ya en los 90, con los que aspiraban pegamento, la pauta estatal fue estigmatizar a los jóvenes y mirar al costado. Tucumán era provincia de tránsito en ese entonces. Se soslayó ese “pasar” ilegal por la provincia cuando se sabe que, si circula por un territorio, siempre algo “queda” para hacer negocios.

Fue así que ingresan a finales de 2005 y principios de 2006 el paco y su consumo en los barrios vulnerables. El narcotráfico se afianza en Villa 9 de Julio, donde nacen las primeras cocinas de cocaína para consumo interno, y los restos se comienza a vender en la Costanera. Para el Gobierno “era cosa de la prensa”.

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En ese entonces, la modalidad de venta en los barrios no era tan masiva y el dealer -en general- era una persona extraña en el barrio y comenzaba a vender en donde se juntaban los jóvenes. Los vecinos protegieron ellos mismos, y solos, a sus chicos, echando del barrio a los vendedores. Ahora ya es tarde. Los transas se apoderaron de la vida social de los barrios vulnerables, instalaron cocinas y armaron un negocio en base al concepto del narcomenudeo: ventas chicas, con muchos puntos, en todos lados.

Otra vez, en soledad, las madres y familiares de jóvenes cuyas vidas fueron arrebatadas por los narcos fueron los únicos que visibilizaron el problema. El asesinato de Walter Santana la Nochebuena de 2008, en La Costanera, fue el punto de quiebre para las familias de las barriadas más afectadas por el paco. El joven permanecía encadenado por sus allegados para que no consumiera. Eso fue demasiado para los transas, que acabaron con su vida.

Esa patriada no fue suficiente y los narcos coparon los barrios. Ya eran ellos los que medían el ritmo social de su zona de influencia. Alquilaron casas para que allí se consumiera, levantaron quioscos e instalaron la idea de que los pibes no podían encontrar mejor trabajo que el de vender drogas. Los transas pusieron de moda la idea de que consumir era una buena forma de rebeldía ante la exclusión permanente que sufren los jóvenes de los barrios marginales. “Lamentablemente, fueron víctimas de discursos edulcorados de sus propios verdugos, que a partir de la droga lograron un poderoso mecanismo de control social que refuerza y profundiza la desigualdad social que tanto sufren y odian”, explica un terapeuta que trabaja con chicos adictos.

Pese a las advertencias de los expertos, el reclamo de los padres de adictos, el llanto de los vecinos organizados de las zonas más carenciadas, el Estado continúa ciego, sordo y mudo.

Sorprendentemente, el ministro de Seguridad, Claudio Maley, insiste en que no hay un avance del narcotráfico en Tucumán. Como si fuese un chiste de mal gusto, la frase la pronuncia el día que se crea una Secretaría de Lucha contra el Narcotráfico y que el propio Juan Manzur afirma que se luchará con toda la fuerza del Estado contra la droga.

La inseguridad está directamente relacionada con las adicciones, como marcan los números de fiscales provinciales. En sus turnos, varios hacen sus propias estadísticas y muestran que apenas un 20% de los delitos que llegan a sus despachos no están relacionados al consumo de sustancias ilegales.

Pero la negación gana como política de Gobierno. Porque reconocer el afianzamiento del narcotráfico es admitir que falló el Estado casi en su conjunto. Sería como decir que poco y nada se hizo en materia social, educativa, de legislación, de salud y de seguridad para frenar el avance de la dupla letal que representan el narcotráfico y las adicciones.

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