Cuando trasladan órganos para salvar vidas, el tiempo vuela y los riesgos se multiplican

Cuando trasladan órganos para salvar vidas, el tiempo vuela y los riesgos se multiplican

Los choferes son una pieza fundamental en la logística. De su velocidad y empeño depende que el órgano llegue en buen estado a destino.

LA CONSERVADORA SALVADORA. En heladeras idénticas a las que se llevan a la playa se trasladan los órganos, en medio de rápidos operativos. LA GACETA / FOTOS DE ANALÍA JARAMILLO.- LA CONSERVADORA SALVADORA. En heladeras idénticas a las que se llevan a la playa se trasladan los órganos, en medio de rápidos operativos. LA GACETA / FOTOS DE ANALÍA JARAMILLO.-

Es media mañana y el turno viene tranquilo. Pero de repente, a Silvina Campero Gentilini le suena el celular y la calma se termina. Carlos Salto Paz, el chofer, sube rápidamente a la camioneta y acelera mientras su compañera avisa a la Justicia que necesitan una orden, urgente, que autorice la ablación de órganos a un joven motociclista que sufrió un accidente y al que acaban de declararle la muerte encefálica. La familia, en medio de un gran dolor, ha dado el okey para que sea donante. En las próximas horas se producirá un paro cardíaco. Así que, cuanto antes se efectúen la ablación y los trasplantes, más vidas podrán salvarse. Sobre todo, teniendo en cuenta que hay órganos como el corazón que no sobreviven más de cuatro horas fuera del organismo.

Bajo esa premisa, quienes trabajan en los operativos del Centro Único Coordinador de Ablación e Implante Tucumán (Cucai Tuc) no tienen días ni horarios. Se definen como el hilo conductor entre el donante y los receptores de órganos. Un hilo que suele tensarse hasta el límite, pero que es imprescindible que no se corte.

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¿Cómo lo hacen? Tienen un protocolo exhaustivo, en el que cada segundo cuenta. Y se arriesgan. “Cuando uno entra a trabajar en esto y conoce las historias es imposible no jugarse por la causa”, dice Martín Manca, de 37 años. Es otro de los choferes del Cucai. Antes de empezar la nota confiesa que aún tiene grabada en la retina el rostro de una mamá que, al verlo llegar al aeropuerto con la conservadora en la que llevaba el órgano para su hijo, se puso a llorar y le dio un abrazo gigantesco.

Pasan inadvertidos

El Cucai tiene dos móviles: son camionetas blancas, doble cabina, que pasan casi inadvertidas por las calles de la ciudad. Aún cuando prenden las sirenas en señal de emergencia, son muy pocos los vehículos que los dejan pasar.

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“A veces la gente no nos identifica o no comprende que cuando llevamos un órgano no nos sobran los minutos. Es casi lo mismo que ir en una ambulancia con un paciente grave”, remarca Salto Paz, mientras pone quinta y con la mano derecha toca la sirena. Ha salido la autorización judicial y empieza la carrera contra el tiempo para salvar vidas. Frena de golpe por un taxi que estacionó mal. “Paciencia”, dice él. Y continúa la marcha.

Les ha tocado trabajar hasta 24 horas seguidas. O más. Un operativo tras otro. Al chofer se le viene a la memoria aquella madrugada que lo despertaron a las 3. Tenía que llegar cuanto antes a buscar a un paciente, posible receptor de un órgano. “Era en medio de la nada, en Alberdi. Recuerdo que me ubiqué gracias al GPS. La familia me estaba esperando. Llovía intensamente. Unos metros antes de llegar, me hundí en un pantano... tremendo. Todos los vecinos salieron a ayudarme. Era desesperante”, relata Salto Paz, de 36 años. Cuando logró salir, y ya con el paciente a bordo, cerró las puertas de atrás, se puso frente al volante y casi se paró en el acelerador. Lo clavó en 160 y así anduvo por la ruta. “Llegamos bien y, por suerte, a tiempo para el trasplante”, cuenta.

A ellos, los choferes, les gusta saber cuando los operativos terminan bien y un paciente ha mejorado su calidad de vida. Nada los conmueve más que enterarse de que el donante o quienes reciben los órganos son niños.

“Es imposible no emocionarse. A veces en la misma camioneta llevamos el órgano en la conservadora y el paciente que recibirá el trasplante. Vas con piel de gallina. Apenas se bajan, se te caen las lágrimas”, confiesan.

Cuando deben llevar un órgano al aeropuerto porque el destinatario es de otra provincia es una carrera contrareloj, cuentan. Como la del martes pasado. Desde el hospital Padilla a la aeroestación en un promedio de seis a ocho minutos, atronando con la sirena, en zig zag, buscando los huecos y atajos entre el tránsito.

Aunque por la emergencia ellos se arriesgan a todo, deben tener sumo cuidado de que las conservadoras (las mismas que usamos para ir a la playa) no se muevan mucho ni se caigan. Igual, estas cajas van aseguradas con el cinturón de seguridad. También llevan en los vehículos todo el instrumental para las cirugías y los profesionales que las realizan, que muchas veces llegan desde otra provincia.

Aunque cada año aumentan las buenas noticias (crece la cantidad de donantes en la provincia) ellos nunca se olvidan de que detrás de un trasplante hay una familia que está sufriendo (la del fallecido) y que ha decidido apostar por la solidaridad. “Cada vez hay más casos de jóvenes que mueren en choques o que sufren ACV (accidente cerebro vascular), lo cual también es muy lamentable”, apunta Silvina.

Al finalizar el operativo del martes, en el aeropuerto, ella y los choferes intentan dar una vuelta de página para no involucrarse. Aunque, casi inconscientemente, al día siguiente preguntarán qué pasó. “Lo logramos, lo logramos”, dirán al enterarse de que cuatro personas recibieron los órganos del joven motociclista. Respiran aliviados. Sonríen. Y salen de nuevo a las calles, procurando que el hilo nunca se corte.

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