El lobo devorador de prestigios

Émile Durkheim, uno de los padres de la sociología, dictó una serie de cursos en 1912, luego reunidos en Lecciones de Sociología. Física de las costumbres y el derecho. Entre las lecciones cuarta y novena, reflexionó sobre la moral cívica, abordó la relación del Estado con el individuo y se ocupó largamente de la democracia. Dos asuntos reveladores son el análisis de las representaciones colectivas y, a partir de ello, la definición misma del Estado.

El pensador francés reconoce que “en toda sociedad hay o hubo mitos, dogmas (…) o tradiciones históricas, morales, que constituyen representaciones comunes a todos sus miembros”. Advierte allí “toda una vida psíquica”, pero reconoce que es “difusa”. “En cada instante, multitudes de sentimientos sociales” mezclan incesantemente creencias y valores, que abundan en contradicciones. El Estado interviene precisamente allí, para tomar esos materiales que componen los sentimientos sociales, dotarlos de racionalidad y devolverlos como representaciones colectivas, ahora sistemáticas y reflexivas.

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“Cuando el Estado piensa y se decide no se debe decir que es la sociedad la que piensa y se decide por él, sino que este piensa y se decide por ella. (…) He aquí lo que define el Estado: es un grupo de funcionarios sui generis, en el seno del cual se elaboran representaciones y voliciones que comprometen a la colectividad, aunque no sean obra de la colectividad”, definió Durkheim.

La crisis estructural que atraviesa el Poder Judicial tucumano, entre la epidemia de despachos vacantes y la casi nula credibilidad de la que goza entre los ciudadanos (según la encuesta del Indec, sólo el 20% de los tucumanos lo considera “confiable”) responde a la lógica de la construcción de representaciones colectivas del poder político tucumano.

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Logros conjuntos

En el discurso de ayer del gobernador Juan Manzur en la Legislatura fueron explicitados balances y proyecciones. El mensaje referido al campo institucional, en cambio, fue tácito.

En ese mensaje, las palabras “Legislatura” y “legisladores” aparecen 13 veces. Entre el saludo inicial, la convocatoria al trabajo conjunto con el Ejecutivo, la mención de normas que el Gobierno necesita, la retribución por el acompañamiento que han tenido los planes públicos, y el reconocimiento a la tarea de los parlamentarios.

Es decir, el gobernador coparticipa a la Cámara de sus logros. Tanto porque ha estado alineada con su proyecto político como porque en la Legislatura reside la mayor fortaleza institucional y territorial que hoy ostenta el mandatario. Ello se aprecia en lo evidente, como el trato privilegiado que depara al vicegobernador (hace partícipe a Osvaldo Jaldo de todo anuncio y de toda inauguración). Y también en lo no manifiesto: ya lanzado a disputar poder en 2019, el senador José Alperovich puede contar hoy entre sus aliados a más intendentes (incluso, a más funcionarios del Poder Ejecutivo) que a legisladores.

Entonces, si el discurso de apertura de sesiones ordinarias es un instrumento de creación y reproducción de representaciones colectivas, el gobernador ha plasmado, de manera racional y reflexiva, una actualidad en la cual los legisladores “hacen” junto con el Ejecutivo.

Con la Justicia es otra cosa.

Crisis coparticipada

El discurso del gobernador en la Legislatura no menciona las palabras “juez” ni “magistrado”. Tampoco aparecen “Poder Judicial” ni “Tribunales”. Sólo figura dos veces el vocablo “Justicia”.

La primera vez, para hablar de las acciones legales del gobierno en la Justicia Federal contra las prohibiciones de consumo de azúcar en otras jurisdicciones.

La segunda vez refiere a la “fluida coordinación y comunicación con la Justicia” tucumana para implementar nada menos que del Plan Estratégico de Seguridad de Aplicación Inmediata.

O sea, la Casa de Gobierno coparticipa a la Justicia la crisis de seguridad. Además, el Ejecutivo “hace” las soluciones, que comunica a la Justicia.

No es semántica, sino construcción de una representación colectiva. El Gobierno, en los hechos, ha generado la crisis de los despachos vacíos, mediante una crónica abstención para designar a los jueces de entre las ternas que le eleva el Consejo Asesor de la Magistratura; lo cual ha comprometido el funcionamiento de la Justicia. El mismo Gobierno, en lo discursivo, dice que la inseguridad es en parte responsabilidad de esa Justicia cuyo funcionamiento está resentido. El mismo Gobierno consagra ahora, en lo legal, la reglamentación de un sistema de nombramiento discrecional de jueces sustitutos, provisorios y externos, con el cual se presenta como el solucionador del problema de la Justicia, sin reconocer que es el responsable de ese problema.

Esa representación colectiva que construye el Gobierno, por supuesto, está atravesada de incoherencias. Por eso no hubo alusión a la crisis judicial en el discurso del gobernador: sus elementos no resisten ser expuestos de manera conjunta.

Sin embargo, hay una meta racional: minar el prestigio de la Justicia. En la política, el “hombre lobo del hombre” no se alimenta de personas sino del prestigio de las personas. La misma lógica siguen las instituciones. Tras la Primera Guerra Mundial, la urgencia por reconstruir Europa derivó en que los parlamentos delegaran en los poderes ejecutivos atribuciones legislativas. Aquí, esa cesión de facultades operó en el contexto de las sucesivas crisis económicas y sociales. Y cuando los parlamentarios entregaron las herramientas del “hacer” legislativo, con ello entregaron también el prestigio de su institución.

Para los cuerpos legislativos, entonces, recayó el descrédito social. Son considerados, por legiones con dudosa formación democrática, como organismos estatales con funcionarios electivos ociosos. Los representantes del pueblo también colaboraron, y de manera inestimable, para desprestigiar a sus Cámaras. Las garantías de independencia mediante los fueros y las dietas fueron abusadas crónicamente hasta devenir en licencias de impunidad, en el caso de los privilegios procesales; y en escándalos penales, en el caso del manejo de los fondos públicos. Los “gastos sociales” saliendo por millones en valijas del banco oficial en los 90 días previos a las elecciones de agosto de 2015 representan toda una economía de ejemplos.

En cambio, para los poderes ejecutivos que devoraron las atribuciones de los parlamentos, la condena social reserva una amnistía ominosa (aunque amnistía al fin): “roba, pero hace”.

Los reconocimientos del gobernador hacia la Legislatura ratifican esta representación colectiva: los poderes ejecutivos son los que certifican las bondades de los parlamentos… o no.

Ahora, es el turno de la justicia. El Gobierno, que ya legisla por decreto, también busca dictar justicia mediante jueces designados discrecionalmente. Se comerá, así, el prestigio del Poder Judicial. Porque la representación colectiva que ha montado consiste en que la Casa de Gobierno pondrá a funcionar con “sus” jueces subrogantes a los paralizados Tribunales (que no reconoce que él mismo ha vaciado).

Claro que, como en el caso de los parlamentos, el Poder Judicial también contribuyó a limar su propio prestigio. Las garantías de independencia brindadas a través de la inamovilidad de los cargos y la intangibilidad de los sueldos fueron crónicamente distorsionadas. Entonces, los cargos devinieron vitalicios, mientras que la negativa de los magistrados a pagar impuestos tan generales como el de Ganancias terminó por apartarlos de la igualdad ante la ley. Y por ello mismo, los apartó la ciudadanía.

Limbo de conciencias

En sus Lecciones de Sociología, Durkheim, cuya tesis doctoral es La división del trabajo social, advirtió justamente que, en la democracia, el Estado como grupo de profesionales abocado a crear representaciones colectivas encuentra contrapeso en otros grupos profesionales secundarios. La acción de estos últimos es mediar entre el Estado y la sociedad para garantizar que no haya desbordes que comprometan la libertad de los individuos.

Eso se vio cuando la Constitución de Tucumán fue reformada en 2006. El Colegio de Abogados accionó contra institutos que desequilibraban la república y los fulminó. Uno de ellos fue la delegación en el Poder Ejecutivo de la conformación, por decreto simple, del CAM. El Gobierno, frente a la nulidad insanable de semejante atropello, creó el CAM por ley y garantizó la participación de la minoría.

Una cuestión quedó consolidada entonces: la selección de los jueces va por un lado, y la designación va por otro. Es decir, el CAM implementa un concurso y seleccionará a los que logren los mejores puntajes en la terna que se enviará al Poder Ejecutivo. Luego, el gobernador designará de entre esos tres.

Ahora, el mecanismo de subrogancia elimina esa división de instancias. La designación y la selección quedan en manos del mandatario. Basta que un abogado inscripto para un concurso haya obtenido apenas 54 de los 100 puntos (y que tan sólo la mitad de esos 54 puntos provengan de la prueba escrita sobre conocimiento del derecho y criterios para aplicarlo) para que el gobernador lo haga juez.

El Colegio de Abogados, ahora, ¿va a respaldar cosa semejante? ¿Va a darle al Gobierno que provocó la crisis de los despachos vacíos la herramienta para que llene esos despachos con quien quiera?

La seguridad jurídica que defiende la entidad colegiada es, sobre todo, previsibilidad. Y la previsibilidad es doctrina: la doctrina de los actos propios.

La mecánica del Gobierno, invocando urgencias impostergables (y ocultando su responsabilidad en ellas) ahora no sólo suspende la aplicación del derecho, sino que también pone en el limbo la conciencia histórica de las instituciones.

El Estado de Excepción todo lo cubre.

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