Miedo
18 Febrero 2018

Por Nelly Elías de Benavente - Para LA GACETA - Tucumán

Nunca olvidaré su nariz. Aunque no tan grande, era muy llamativa por los enormes orificios que resoplaban como un iracundo búfalo. Elba era su nombre. Elba Correa, y logró atemorizarme.

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Aquella mañana, en la escuela de mi barrio, transcurría el recreo con su rutinaria algarabía. De pronto, ella me hizo una señal para que la siguiera hasta el remoto fondo del establecimiento. Y caminé vacilante y temblorosa, con un temor que me hería, implacable, de pies a cabeza.

La Elba tenía fama de matona y no se sabía cuándo reaccionaría mal ni en contra de quién.

Voy al cadalso, pensé horrorizada, muda, estática. Voy al cadalso...

En la premeditada lentitud del torturante recorrido, rezaba. Agónica y tenaz avancé con el corazón en la boca, con latidos tamboriles, con un espasmo en el estómago que me sobrecogía... ¿Qué quiere? ¿Por qué me eligió a mí? Para... ¡No sé para qué! Ni por qué.

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Su paso firme, marcial, resonaba en el piso. La figura encorvada, la mirada fija en mi pequeñez. Sentía que me transformaba en un insecto imaginando que ella aplastaría en cualquier momento. Y disfrutaba su evidente maldad de mi circunstancia.

Pensé en mi madre. En lo mucho que sufriría cuando le entregaran mi cuerpo destrozado, con las marcas de la salvajada de mi compañera de grado...

¿Voy a llegar sólo hasta el tercero? Compungida, esperaba mi fin. La observé con un temblor en el alma, con ojos implorantes. Pero a ella no la conmovía nada ¡Absolutamente nada!

Se humedecieron mis ojos. Mi cuerpo ya no era mío, dejé de percibirlo. Me convertí en una estatua de sal sin haber pecado y sin saber qué la movilizaba a la envalentonada que marcaba su paso con fuerza inusitada, llevándome por todas las instancias del pavor.

Pobre, mi madre. Llorando desesperadamente, acariciaría mi palidez y la cara convertida en una masa informe, amoratada y en esa pálida piel, manchas de sangre. En la cabeza, grandes chichones, las orejas desgarradas y los pies fracturados por la violencia ejercida por la malvada Elba. Mamá lloraría aún más al imaginar mis padecimientos porque me sabía frágil. De qué habían servido los incontables frascos de jarabes vitamínicos que me hizo tomar... Nada mitigaría su inmenso dolor ante lo irremediable. Desencajada, me sacudiría, intentando resucitarme... ¡Inútil!

Pero ¿Qué la lleva a la Elba a querer verme muerta?... ¿Y por qué con sus propias manos? Nunca le hice nada que pudiera molestarla. Exprimía mis neuronas en el afán de recordar cada detalle de nuestra convivencia escolar. Pero no podía hallar el justificativo para tamaña venganza.

Exploré palmo a palmo días y más días: en la clase, en los recreos, a la entrada y a la salida de la escuela. ¿Estaría odiándome por haber izado la bandera?... Pero me lo merecía. Juro que me lo merecí, que lo gané con esfuerzo. Estudiaba denodadamente, no porque quisiera alcanzar el honor de ser abanderada, sino por la satisfacción que le provocaría a mi madre.

Me miraba de reojo y su marcha avanzaba entre el horror que golpeaba mi esmirriado cuerpo y la pedantería de su personalidad.

Tropecé una, dos, varias veces y me parecía advertir en su desalmado gesto, una irónica sonrisa. ¡Se burlaba!... Todavía se burlaba de mi inocencia. Miré a los dos lados. Volví el rostro con impotencia, esperando que la celadora o el portero o una maestra advirtieran los maléficos planes que brillaban en sus ojos. Perversa y chiflada.

Quise correr, huir desenfrenadamente pero el pum pum de su caminar seguro me lo impedía.

¡Llegamos! Ya llegamos... ¿Cómo empezaría a castigarme?... Ya desfalleciente escuché su orden: ¡Cerrá los ojos!... No fue necesaria. Ya comprimía mis párpados en un juego siniestro impulsado por el pavor... ¿Por qué no termina de una vez?... ¿Qué espera?... ¡Por qué prolongar mi agonía!... Silencio sepulcral. Silencio absoluto. Y de pronto su voz: ¡Ya podés abrirlos! Ya era demasiado... y los abrí con el corazón en los pies.

¡No puedo invitar a tantos!... ¿Me entendés? Y sonriente me alcanzó una tarjeta para su fiesta de cumpleaños.

(c) LA GACETA

Nelly Elías de Benavente - Escritora y docente.

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