La primera muerte de Borges

La primera muerte de Borges

Como es ampliamente sabido, Jorge Luis Borges falleció el 14 de junio de 1986 en Suiza, en la ciudad de Ginebra. Pero el periodismo (verdadero periodismo de anticipación) registró una muerte anterior, que data de fines de 1957.

07 Enero 2018

Estando en Nueva York, Ulyses Petit de Murat se enteró de que en París había muerto su querido amigo Jorge Luis Borges. La noticia, difundida por Le Figaro y luego reproducida por Time, no pareció inquietarlo; algo le decía que allí había un error, y decidió escribirle.

La carta de Petit, sumamente sarcástica, expresaba su perplejidad. La elección de las palabras resultaba llamativa, pero escondía el deseo de que la noticia fuese falsa:

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“Fui de México a Nueva York y allí -mi muy querido Georgie- me enteré, por un telegrama de Francia que publicó Time, de tu muerte. Como sé lo exagerada que es la gente, no lo creí; de lo contrario no te hubiera escrito, porque no mantengo, por lo general, correspondencia con los ectoplasmas. Lo hago en primer término para desearte lo mejor del mundo a ti y a Leonorcita en el año que se aproxima, y en segundo término para que unas líneas tuyas me ratifiquen la seguridad de tu permanencia en forma rotunda. Un abrazo de Ulyses Petit de Murat. México, 1957.”

No menos sarcástica fue la carta que pocos días después recibió Petit:

“Querido Ulyses: Aquí estoy vivito y coleando a pesar de Le Figaro. La noticia no era falsa, sino (como siempre ocurre en tales casos) prematura y profética. Mientras tanto mis mejores deseos y los de mi madre por un gran 1958 para ti y los tuyos. Un abrazo de Jorge Luis Borges.”

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Por entonces Borges ya estaba casi ciego, y había dictado la breve carta a su madre, doña Leonor Acevedo, manteniendo todo su corrosivo humor.

Esta imaginativa broma en dos tiempos (y los dos igualmente brillantes) forma parte del extenso anecdotario sobre Borges. La situación tal vez fue real y, si lo fue, las cartas pueden conservarse, revoloteando irreverentemente sobre un tema tan solemne como es la muerte.

En 1915, con la Primera Guerra Mundial asolando Europa, escribió Sigmund Freud: “Mostramos una patente inclinación a prescindir de la muerte, a eliminarla de la vida; en el fondo, nadie cree en su propia muerte. En lo inconsciente todos nosotros estamos convencidos de nuestra inmortalidad”.

Pensar en la muerte (particularmente en la nuestra) nos rodea de un cierto desgano; los proyectos que nos movilizaban terminan perdiendo sentido; tememos por nosotros y nos tornamos abruptamente creyentes; tememos por los demás y sólo se nos ocurre pensar en un seguro de vida (en un “seguro de muerte”, según Gómez de la Serna); pretendemos “limpiar” nuestra biografía, lo que nos sume en la duda de si hay un más allá y nos confirma en la creencia de un estricto acá. Es que la muerte es cosa irreversible, sucede una sola vez en la vida (hacia el final, exactamente) y si queremos prepararnos para recibirla, sólo nos cabe vivir la vida y hacernos a la idea de que algo vendrá a cerrarla, que la atará y que la envolverá como para regalo; en un estuche diferente. Así de vulgar y así de simple.

La muerte es algo tan unificante que esa promiscuidad nos asusta. Allí es donde toma mayor sentido el ajedrecístico proverbio italiano que dice que “una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja”. Todo se nivela y ese triunfo pleno de la democracia nos aterroriza y conmueve.

“Ante el muerto mismo adoptamos una actitud singular -escribió Freud- como de admiración a alguien que ha llevado a cabo algo muy difícil. Le eximimos de toda crítica; le perdonamos, eventualmente, todas sus faltas. La consideración al muerto está para nosotros por encima de la verdad.”

Ya Platón señaló que la filosofía es una meditación de la muerte. Estudiar la muerte, como problema, es estudiar la realidad de todo lo que cesa; eso involucra, irremediablemente, la pena. La relación entre el ser y la muerte mueve hilos importantes en un análisis descarnado sobre el sentido de la vida.

Vida vivida

Santayana dijo que “una buena manera de probar el calibre de una filosofía es preguntar lo que piensa acerca de la muerte”. Y sabemos que, sea cual sea la respuesta de la filosofía analizada, la muerte es el final, es el no va más, y su idea sólo tolera la solemnidad, a veces la tristeza. Por eso sigue siendo llamativa a través de los años la correspondencia que sobre el tema se enviaron Petit de Murat y Borges.

Y pertenece a Borges, justamente, aquello repetido tantas veces de “La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene”; aunque no sabemos si pensaba así en 1957 cuando Le Figaro predijo su partida con veintinueve años de anticipación.

Si la muerte es algo inevitable, si cuando alguien muere siempre hay otro alguien que dice “así es la vida”, una vez superada la angustia a la que llevan los recuerdos deberíamos tomarla con naturalidad. Porque la muerte es eso: ir perdiendo la vieja costumbre de vivir.

Siempre me pareció particularmente imaginativa una notita publicada en un periódico francés en 1954. Ésta expresaba: “Se ruega a los lectores que no dirijan más cartas a la sección titulada La vida es bella, sin duda. Su autor ha muerto”. Pero siempre hubo alguien que trató de convencerme de que el humor que encerraba esa frase era totalmente involuntario.

© LA GACETA

Rogelio Ramos Signes - Escritor.

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