Tironeados por Cronos

En su libro “Los mitos griegos”, el escritor y erudito britránico Robert Graves relata que en la antigüedad clásica existían tres dioses del tiempo: Cronos, Aión y Kairós. Cronos, representado por un anciano, era el dios del tiempo cronológico, cuantitativo; un ser que devoraba todo y a todos, incluidos a sus propios hijos con tal de mantener su poder. Por eso encarnaba el tiempo que irreversiblemente lleva hacia el futuro. Aión, en cambio, era el dios al que no le hacía falta devorar nada para ser eterno. Por eso se lo representaba indistintamente como a un niño o como a un adulto. Era un dios generoso y satisfecho que encontraba su sentido en sí mismo. Kairós, finalmente, era el dios del tiempo cualitativo, es decir: de lo vivido, de los instantes únicos, de la íntima experiencia, de la memoria y del olvido. Estaba representado por un joven con un mechón de cabello muy largo en la frente pero completamente calvo por detrás. Era un dios caprichoso que pasaba apurado sin dar tiempo a nada. Para los griegos, Cronos y Kairós eran las deidades “estrellas” de la época, mientras que Aión era prácticamente desconocido. Los tres, aún siguen teniendo injerencia en nuestro tiempo; de alguna manera nos controlan, nos acosan... nos definen. Por ejemplo: la política y la economía son actividades propias de Cronos: se guían por sus reglas mendaces y perecederas hasta el punto de devorarlo todo; casi siempre en época de elecciones. En cambio, la cultura se vincula íntimamente con Aión.

Por eso, viene bien recordar que el alma de un pueblo está en los relatos de esos momentos de Epifanía que moldean nuestra historia y que Cronos, Kairós y Aión se disputan como vecinos en conflicto. Así como Troya fue el temblor de Paris en los brazos de Helena, nuestra realidad también está marcada por nuestras perdiciones. Jorge Luis Borges lo expresó de una manera mucho más poética. Dijo: “somos mar, somos nube, somos olvido... Y somos también aquello que hemos perdido”. Por eso, para volver a ser, tal vez necesitemos recuperar nuestra memoria. Reflexionar sobre nuestras perdiciones, que acaso nos definen como sociedad y como individuos.

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Sí, porque los que vivimos en este tiempo tan neurótico y vertiginoso, ya casi no ejercitamos la memoria pura. Ni la histórica, ni la reflexiva. Preferimos recurrir a internet, donde todo el universo está al sonido un clic. Y donde no hace falta pensar. De hecho, ya casi no atesoramos álbumes de fotos porque tenemos todas nuestras imágenes (miles de ellas) amontonadas en la memoria del celular. Y las compartimos sin ningún tipo de límites por las redes sociales, como si fueran trofeos de una vida que ya no registramos en forma consciente y cordial, como si estuviéramos siendo devorados por el mismísimo Cronos. Tampoco recordamos hechos sociales trascendentes, ni aguantamos los caprichos de los programadores de la televisión porque miramos lo que queremos y cuando queremos, en nuestros móviles. Y, en los actos del colegio, los padres -casi sin excepción-, miran la ceremonia a través de la cámara del celular para registrar cada movimiento de ese hijo amado. Se olvidan de vivir en forma consciente ese momento; de atesorarlo con la memoria afectiva. Es un proceso que no se detiene. Ya no somos capaces de mirar con el corazón; miramos en virtud de las selfies. Y en ese mirar, nos vamos convirtiendo en una generación que no piensa lo que ve. La máxima “ver para creer” está llegando a su paroxismo. Pero... si lo veo sin pensar... ¿existe? ¿No estaremos entrando al tiempo de Cronos, en el que el vivir aceleradamente es más importante que pensar? Sin lugar a dudas el avance tecnológico nos cambió la vida. Para mejor, por supuesto. Salvo en el caso de nuestra memoria. Porque estamos siendo arrastrados a una época en la que pensar es peligroso; en la que el ansia por experimentar está sustituyendo a la necesaria meditación. Y eso conviene a un modelo político como el actual, que prioriza lo superficial por sobre lo esencial. Un modelo donde la memoria se ejerce en un solo sentido: el sentido histórico (Cronos). Pero nunca, en su rol más profundo: la reflexión (Aión). Y si no somos capaces de pensar estamos perdiendo nuestra condición humana, hasta el punto de convertirnos en Kairós, tal como lo advertía Lewis Carroll en “Alicia en el país de las maravillas”: “¡Qué pobre memoria es aquella que sólo funciona hacia adelante!”.

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