Cocina árabe: las siete especias y el baño de limón van en barco

Cocina árabe: las siete especias y el baño de limón van en barco

CORAZÓN SIRIO. Maiada y Daniel, con los “barcos”. A la izquierda, las sfijas de los Dagum. CORAZÓN SIRIO. Maiada y Daniel, con los “barcos”. A la izquierda, las sfijas de los Dagum.

En el primer golpe a los sentidos, el perfume penetrante y dulzón de la mezcla de especias. Esa sensación de que una bruma entra por la nariz y anida al final del paladar. El aroma de la pimienta predomina. El segundo impacto se aloja en la boca: la acidez del limón y de la cebolla y después, la terneza de la carne y la humedad del tomate. La madre de las empanadas, sin embargo, es mucho más que una suma afortunada de ingredientes: cada sfija envuelve con su masa también las batallas contra el desarraigo de las familias inmigrantes; un milenio de tradiciones gastronómicas que trascendieron la geografía y los matices que se le imprimió en cada región que conquistó.

Existen casi tantas versiones y nombres como mesas familiares -y comerciales- en las que se sirvió. Dependiendo del origen se les llama también lehmeyun, fatay, fatayers, lajmashin o lahem bajin. La mayoría de los términos remiten a la idea de “carne en masa”. Cuentan que los debates por los condimentos que llevan o no han desatado encendidas peleas familiares durante siglos y que cada abuela atesora su fórmula secreta, que sólo transmite a sus descendientes.

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Su origen exacto es incierto, pero se sabe que el genérico “árabe” que nomina a este tipo de empanadas ubica las primeras preparaciones similares varios siglos antes de Cristo, en la zona que en la actualidad ocupan Siria, Líbano, Irán, Irak, Turquía, Armenia, Israel y Grecia. Constaba entonces de una especie de guisado de carne, principalmente de cordero, envuelto en una preparación de harina cocida, abierta como una tortilla o cerrada como un pañuelo. Llegó a España durante la ocupación morisca y los picadillos fueron adaptados con los productos característicos o disponibles de cada lugar. En la península ibérica cambiaron, por ejemplo, la carne roja por el pescado o los mariscos. En Grecia, la masa fue reemplazada por el hojaldre y al relleno se añadieron más verduras. La receta desembarcó luego en América, en los baúles de los conquistadores españoles. Los libros de historia -y de cocina- la consideran el antecedente de las empanadas criollas argentinas.

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Los inmigrantes de oriente las trajeron cuando se asentaron en Tucumán, atraídos por los paisajes y la gente, parecidos a los de su tierra.

Un baño de limón

Los Dagum, propietarios del restorán ubicado en la esquina de Muñecas y Marcos Paz, se enorgullecen cuando los clientes deslizan el mejor halago: que la comida árabe que sirven se parece a la de sus abuelas. Descendientes de sirios, tuvieron la influencia de las cocinas de sus antepasados y viajaron a Siria años atrás, de donde trajeron también nuevos sabores. Rodolfo Dagum confirma lo que algunos dicen: que Siria no es tan diferente a Tucumán en algunos aspectos. El clima, muy caluroso en verano y templado en invierno; la topografía, dibujada por cerros y planicies, y sobre todo, la gente, que gusta de tomar mate y charlar en la vereda.

Las empanadas tradicionales del lugar son abiertas, aunque también las ofrecen cerradas. Siguen cuidadosamente el proceso de elaboración, desde que se compran los ingredientes hasta que llega al plato o parte en el servicio de delivery. Limpiar de grasa el corte de carne entero -generalmente choquizuela- les lleva varias horas y luego, lo muelen ellos mismos. “Por eso la carne está tan parejita”, detalla Silvia Dagum mientras muestra el circulo de masa dorada que lleva incrustada la capa de carne aromática. La cebolla y el tomate se pican en trozos chiquititos y se añade sal y limón. Dos secretos tiene la sazón especial: salsa de granada y condimento o pimienta árabe (ambos son importados y se venden en el local). La primera, que es un concentrado del jugo de la fruta, aporta acidez. La segunda, mezcla siete condimentos que varían de acuerdo a la marca y la zona de la que proviene, suma un suave picor. En este caso, la que emplean tiene clavo de olor, nuez moscada, canela, pimienta de Jamaica, pimienta negra, pimienta blanca, jengibre y cilantro. Cada bollito de masa que se estira lleva harina de trigo 000 y 0000 y levadura. Con la carne sobre el disco crudo, la terminan de estirar para que el relleno se adhiera y luego se hornean. Las parejas ideales: cuajada o puré de garbanzos y vino tinto o anís. Lo que no falta en la mesa: el limón. “Al relleno de la sfija le ponemos un poco de limón, pero los comensales en Tucumán instintivamente le ponen más, sin probar antes”, sonríe Silvia.

Un barco sirio

El olor a carne y a masa sale por cada hendija del local que vende comida árabe al paso en Corrientes y Muñecas. Lo administra la familia Drube. Al pasar el umbral, la música es árabe y el idioma en el que se habla, también. Llaman la atención las diferentes formas de las preparaciones. “Mi papá, Ernesto, hizo las sfijas en forma de barco, para que sean diferentes a las del resto. Hay gente que entra y no nos dice ‘quiero dos sfijas’, sino ‘dos barquitos’. También están los suyuk, que son bastoncitos de masa, rellenos de carne condimentada y con ajo”, explica Daniel Drube, que hace cinco años llegó de la provincia de Tartus, Siria, y que habla en perfecto español. La mezcla de especias que emplean en los platos es un secreto familiar que no están dispuestos a revelar. A simple mordida se puede detectar que luce el color anaranjado del azafrán, pero no lo contiene; que tiene un sabor dulzón parecido al del pimentón, que tiene pimienta y un aroma similar al de la canela. “Es nuestro gusto especial, no es la mezcla que se compra”, preserva Daniel. Aclara que si bien en Siria la sfija sólo se acompaña con más comidas árabes, como una picada, los tucumanos prefieren untarla con cuajada.

La comida no sólo llena el estómago, también enlaza culturas, territorios y familias. “La provincia de Tartus es parecida a Tucumán. Son similares en el clima y en la gente, por eso muchos hemos venido aquí. Los de Damasco, por ejemplo, están en Buenos Aires. Yo hablo la mitad árabe y la mitad castellano. Aquí me mareo porque mis hijos hablan árabe, la música es árabe y los clientes piden en castellano”, cuenta Maiada Ahmad. “Con la comida y la música sentimos que estamos en Siria. El calor y la manera de vestir es igual que en Tartus. Sólo que en vez del parque 9 de Julio, en Tartus está el mar”, completa Daniel.

Suelen acercarse descendientes de sirios, en procura de apoyo. “Algunos vienen para que los ayudemos a rastrear a sus familias. Nosotros preguntamos, llamamos y buscamos en Facebook. Encontramos algunos. También están los que se van a tatuar (frases en árabe), para que no le escriban cualquier cosa de Google”, sonríe Daniel. A su mamá, Maiada, le gustaría conformar grupos de familias que quieran conocer sus raíces y que viajen una vez al año a Siria. “El país ahora está muy tranquilo, no es como antes. Ya se puede viajar”, explica.

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