Intoxicados por el morbo

Los whatsapps vuelan de grupo en grupo en el patio de la escuela. Es el primer recreo del turno tarde. Son -presuntamente- las fotos de los hijos de Nadia Fucilieri, tomadas apenas se descubrió el crimen. Son chicos de 12 y 13 años los que están viralizando hasta el infinito las imágenes. Algunos días después, a esos mismos teléfonos llegan más fotos de un cadáver, en este caso -presuntamente- el encontrado en el río Chubut. “Mirá a Santiago Maldonado”, dice el mensaje adjunto.

El Panorama Tucumano suele sacar el polvo acumulado debajo de las alfombras políticas. Habla de lo que hacen y dejan de hacer los gobernantes. También de cómo nos educamos o nos curamos, o de cómo nos vemos impedidos de acceder a esos derechos. Y de la economía, por supuesto, de la macro y del bolsillo del laburante de a pie. Desde el punto de vista del lector es una zona de confort determinada por el análisis de las conductas ajenas. Pero el Panorama Tucumano también propone mirar para adentro. Cualquier ejercicio introspectivo invita a la incomodidad porque implica aceptar responsabilidades. Si pibes de 13 años están mirando fotos de cuerpos mutilados entre clase y clase, algo funciona muy pero muy mal en el cuerpo social. Y en ese tren viajamos todos.

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Qué pasa por la cabeza de una persona capaz de hacer públicas esta clase de fotos es un caso de estudio. Lo que no puede eludirse es una sanción, porque salieron del seno de la investigación. Ya había ocurrido hace un tiempo, cuando se viralizaron las imágenes tomadas tras el crimen de María Marta Arias a manos de su esposo, Pablo Amín. No puede ser muy difícil determinar quién filtra los materiales, no son tantos los que tienen acceso durante las primeras etapas de un proceso. Pero el mecanismo perverso es el que viene después.

Legiones de cientistas sociales estudian el fenómeno, que es mundial y está atado a la revolución de las comunicaciones. Por ahora les cuesta ponerse de acuerdo, más allá de condenar prácticas que la mayoría incorporó pero de las que nadie se hace cargo. Levante la mano quien jamás compartió un archivo cuestionable. Hay demasiada hipocresía, demasiada pontificación sobre el deber ser y demasiados esqueletos en el placard de la opinión pública. Lo real es que no existen diques de contención para los clicks y difícilmente los haya, salvo que nos aguarde uno de esos futuros distópicos orwellianos basados en la restricción de todas las libertades individuales. Difícil, teniendo en cuenta que la sociedad de consumo marcha en dirección contraria.

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El desarrollo tecnológico a partir de los dispositivos de realidad virtual constituye el presente del negocio y las cifras son contundentes: la abrumadora mayoría de los usuarios elige juegos e historias relacionadas con el sexo. Lógico, teniendo en cuenta que la pornografía lidera todos los rankings de búsqueda en internet. Pegado aparece todo lo relacionado con el morbo. En los universos privados y por lo general inconfesables de las pantallas habitan y se multiplican todas esas pulsiones absolutamente humanas. En ese marco de referencia se construyen los discursos sociales contemporáneos, que son heterogéneos, cambiantes, tan maleables como los contenidos de Facebook, Twitter, Instagram o Whatsapp. Nada es real y todo lo es. Nada es verdad y todo lo es. La vida va conformándose como una lista de reproducción de Spotify: terminamos siendo lo que los algoritmos quieren que seamos. Ahí estamos parados.

La cuestión es cómo van los cuerpos sociales ajustándose a la marcha de los tiempos, que no son buenos ni malos en sí mismos. La cultura siempre revelará malestares y generará anticuerpos. Es durante ese ajuste al clima de época cuando se abren los agujeros negros. La viralización de cadáveres de niños es un agujero negro. Que lleguen a los smartphones de los chicos durante el recreo de un día de clases es un agujero negro. Que esos chicos reenvíen el material a los grupos familiares es un agujero negro. Que la muerte y un meme sean lo mismo es un agujero negro. Lo sencillo es apuntar que se trata, a fin de cuentas, del mundo en que vivimos. Es cierto. Tanto como que el simple acto de descartar, de no mirar, de no regodearse, de no reenviar, de no publicar, de no retuitear, de no compartir, alcanza para convertir una pequeña decisión personal en una contribución valiosa. No es cuestión de entregarse mansa y voluntariamente a la intoxicación, y mucho menos de formar parte de la industria que la produce.

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