Así es vivir con miedo a volar

Así es vivir con miedo a volar

El aeropuerto “Benjamín Matienzo” está convirtiéndose en un centro de conectividad para viajes nacionales e internacionales. Crece la oferta de rutas y de compañías, con el consiguiente abaratamiento de los pasajes. Pero el 30% de los argentinos mantiene alguna clase de temor a la hora de subir al avión. Es tiempo de afrontar el problema para aprovechar a pleno el nuevo escenario.

01 Octubre 2017

El frío recorre la espalda. Las manos transpiran. El miedo avanza de menor a mayor. Las tormentas. Las turbulencias. El despegue. El aterrizaje. Todo, cada momento, los conecta con la imagen fatal: el avión cayendo a máxima velocidad y ellos, sin escapatoria. Cuatro tucumanos relatan en esta nota cómo es vivir con miedo a volar.
1) Cuando era niño, César Martel (36) se subía al avión sin ningún problema. Por eso, hace cinco años, cuando su padre le pidió que lo acompañara a Buenos Aires él no dudó en decir que sí. Lo que no sabía es que ese día iba a convertirse en la peor pesadilla de su vida. “Apenas subí me sentí raro. El despegue fue terrible. Y cuando la nave iba subiendo me faltaba el aire. Empecé a hablar más fuerte; estaba nervioso. Mi papá me pedía que me calmara, mientras los otros pasajeros se iban alejando. Por suerte el avión iba casi vacío”, relata.
Fanático hincha de River, Martel no quiso ni siquiera mirar por la ventanilla cuando el avión pasaba sobre la cancha del “Millonario”. “Mi papá me dice: ‘mirá el Monumental’. Lo observé de reojo y le contesté: ‘no quiero ver nada; sólo quiero que paren el avión, yo me bajo, me tiro con paracaídas lo que sea’”, detalla. Ahora cuenta la anécdota con humor. Pero afirma que desde ese día no volvió a volar y no quisiera hacerlo nunca más. “Así tenga que irme a Usuahia, voy en colectivo”, subraya.
2) Los miedos de Fabián Martínez (50 años, médico cardiólogo) se despertaron en 1999, tras la tragedia de Lapa. Días después de ese accidente aéreo -el más importante en la historia del país- se dirigía a un curso a Mendoza, invitado por un laboratorio. Ya en el aeropuerto percibió que el temor se apoderaba de su cuerpo al ver la nave. “Era una avión a hélice, viejísimo. Fue horrible. Apenas volví y me bajé, supe que no quería volar más”, cuenta.
“Durante más de 10 años me perdí un montón de viajes a congresos”, detalla. De sólo pensar en subirse a un avión, los malos pensamientos se apoderaban de su mente. “Es la sensación de que perdés el control de todo”, explica el médico, que también le tiene fobia a volar en parapente.
Hace unos 15 años, Martínez empezó a replantearse que debía hacer algo con la aerofobia. “Unos amigos psiquiatras me dijeron que necesitaba tratarme y me ayudaron”, resalta. La prueba de fuego fue en 2013: subió medicado y el viaje era corto. “A partir de ahí empecé a volar más seguido a Buenos Aires. También fui a Brasil, Estados Unidos y recientemente a Europa ¡13 horas en el aire!”, apunta. Si bien está contento por sus avances, confiesa que todavía sufre malestares en el avión, especialmente  cuando se cierran las puertas, y durante el despegue y el aterrizaje. Por eso toma tranquilizantes y lleva algo para leer y relajarse. Nunca pega un ojo y cuando compra un pasaje pide siempre el asiento más cercano a la puerta o a la salida de emergencia.
3) “Viajé por primera vez en avión a los 30 años. Era mi luna de miel. Íbamos a Panamá y después a Cuba. Fue terrorífico; un momento interminable. Cuando despegó la nave entré en pánico: empecé a temblar y me faltaba el aire. Le agarré la mano a mi esposo tan fuerte que se la dejé toda marcada”, recuerda Vanesa Rodríguez. Ella interpreta que su temor se debe a la sensación de estar encerrada, lejos de suelo firme, sin escapatoria y con la idea fija de que si pasa algo es imposible zafar.
Igualmente ese miedo no es inhabilitante para Vanesa. Han pasado 10 años de aquel episodio rumbo a Panamá y se animó a hacer otros viajes aéreos. “Es una verdadera tortura, pero me hago cargo y lo enfrento”, resume.
4) El encierro. La altura. El estar tan, pero tan lejos de la tierra. Un combo que cuando se hace realidad en la vida de Gastón Sánchez el mundo -y el avión- parecen venirse abajo. “Igual, yo siempre me subo”, dice él. Se enfunda en valentía, respira hondo y repasa mentalmente todos los videos de YouTube: sobre cómo funcionan los aviones, qué hacen los pilotos en casos de turbulencias o tormentas y por qué es el medio de transporte más seguro para viajar.
“Ya soy un experto en aviones, sé a la perfección toda la parte técnica, qué significan cada uno de los ruidos que emite la nave. Y no puedo dominar el miedo. Seguramente en otra vida algo me pasó en un avión porque lo que siento no tiene explicación”, remarca.
A Gastón no le gusta medicarse. Le da más temor pensar en que una pastilla le hará mal en el vuelo y nadie podrá ayudarlo. Sí hace un paso a paso de cómo viajar y siempre en traslados cortos (no más de dos horas en vuelo). “El preembarque es el peor momento. Pienso que debo salir corriendo. Me controlo y subo. Busco mi asiento y ahí me quedo quieto. No emito una palabra, no duermo, no consumo nada y mi mirada está fija en el respaldo del asiento de adelante. Trato de bloquear mi mente. Imposible mirar por la ventanilla. Cuando el avión aterriz soy el último en bajar”, describe Sánchez, que tiene 45 años.
El frío recorre la espalda. Las manos transpiran. El miedo avanza de menor a mayor. Las tormentas. Las turbulencias. El despegue. El aterrizaje. Todo, cada momento, los conecta con la imagen fatal: el avión cayendo a máxima velocidad y ellos, sin escapatoria. Cuatro tucumanos relatan en esta nota cómo es vivir con miedo a volar.

1) Cuando era niño, César Martel (36) se subía al avión sin ningún problema. Por eso, hace cinco años, cuando su padre le pidió que lo acompañara a Buenos Aires él no dudó en decir que sí. Lo que no sabía es que ese día iba a convertirse en la peor pesadilla de su vida. “Apenas subí me sentí raro. El despegue fue terrible. Y cuando la nave iba subiendo me faltaba el aire. Empecé a hablar más fuerte; estaba nervioso. Mi papá me pedía que me calmara, mientras los otros pasajeros se iban alejando. Por suerte el avión iba casi vacío”, relata.
Fanático hincha de River, Martel no quiso ni siquiera mirar por la ventanilla cuando el avión pasaba sobre la cancha del “Millonario”. “Mi papá me dice: ‘mirá el Monumental’. Lo observé de reojo y le contesté: ‘no quiero ver nada; sólo quiero que paren el avión, yo me bajo, me tiro con paracaídas lo que sea’”, detalla. Ahora cuenta la anécdota con humor. Pero afirma que desde ese día no volvió a volar y no quisiera hacerlo nunca más. “Así tenga que irme a Usuahia, voy en colectivo”, subraya.

2) Los miedos de Fabián Martínez (50 años, médico cardiólogo) se despertaron en 1999, tras la tragedia de Lapa. Días después de ese accidente aéreo -el más importante en la historia del país- se dirigía a un curso a Mendoza, invitado por un laboratorio. Ya en el aeropuerto percibió que el temor se apoderaba de su cuerpo al ver la nave. “Era una avión a hélice, viejísimo. Fue horrible. Apenas volví y me bajé, supe que no quería volar más”, cuenta.
“Durante más de 10 años me perdí un montón de viajes a congresos”, detalla. De sólo pensar en subirse a un avión, los malos pensamientos se apoderaban de su mente. “Es la sensación de que perdés el control de todo”, explica el médico, que también le tiene fobia a volar en parapente.
Hace unos 15 años, Martínez empezó a replantearse que debía hacer algo con la aerofobia. “Unos amigos psiquiatras me dijeron que necesitaba tratarme y me ayudaron”, resalta. La prueba de fuego fue en 2013: subió medicado y el viaje era corto. “A partir de ahí empecé a volar más seguido a Buenos Aires. También fui a Brasil, Estados Unidos y recientemente a Europa ¡13 horas en el aire!”, apunta. Si bien está contento por sus avances, confiesa que todavía sufre malestares en el avión, especialmente  cuando se cierran las puertas, y durante el despegue y el aterrizaje. Por eso toma tranquilizantes y lleva algo para leer y relajarse. Nunca pega un ojo y cuando compra un pasaje pide siempre el asiento más cercano a la puerta o a la salida de emergencia.

3) “Viajé por primera vez en avión a los 30 años. Era mi luna de miel. Íbamos a Panamá y después a Cuba. Fue terrorífico; un momento interminable. Cuando despegó la nave entré en pánico: empecé a temblar y me faltaba el aire. Le agarré la mano a mi esposo tan fuerte que se la dejé toda marcada”, recuerda Vanesa Rodríguez. Ella interpreta que su temor se debe a la sensación de estar encerrada, lejos de suelo firme, sin escapatoria y con la idea fija de que si pasa algo es imposible zafar.
Igualmente ese miedo no es inhabilitante para Vanesa. Han pasado 10 años de aquel episodio rumbo a Panamá y se animó a hacer otros viajes aéreos. “Es una verdadera tortura, pero me hago cargo y lo enfrento”, resume.

4) El encierro. La altura. El estar tan, pero tan lejos de la tierra. Un combo que cuando se hace realidad en la vida de Gastón Sánchez el mundo -y el avión- parecen venirse abajo. “Igual, yo siempre me subo”, dice él. Se enfunda en valentía, respira hondo y repasa mentalmente todos los videos de YouTube: sobre cómo funcionan los aviones, qué hacen los pilotos en casos de turbulencias o tormentas y por qué es el medio de transporte más seguro para viajar.
“Ya soy un experto en aviones, sé a la perfección toda la parte técnica, qué significan cada uno de los ruidos que emite la nave. Y no puedo dominar el miedo. Seguramente en otra vida algo me pasó en un avión porque lo que siento no tiene explicación”, remarca.
A Gastón no le gusta medicarse. Le da más temor pensar en que una pastilla le hará mal en el vuelo y nadie podrá ayudarlo. Sí hace un paso a paso de cómo viajar y siempre en traslados cortos (no más de dos horas en vuelo). “El preembarque es el peor momento. Pienso que debo salir corriendo. Me controlo y subo. Busco mi asiento y ahí me quedo quieto. No emito una palabra, no duermo, no consumo nada y mi mirada está fija en el respaldo del asiento de adelante. Trato de bloquear mi mente. Imposible mirar por la ventanilla. Cuando el avión aterriz soy el último en bajar”, describe Sánchez, que tiene 45 años. 

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