“Los filósofos siempre piensan contra otros”

“Los filósofos siempre piensan contra otros”

Acaba de publicar El deseo de revolución (Tusquets), un libro en el que habla de pensadores que lo marcaron: de Sartre a Foucault y Deleuze. “La revolución es un acto sublime, despierta entusiasmo. Es un deseo y, como tal, no tiene fecha de vencimiento”, afirma.

“Los filósofos siempre piensan contra otros”
24 Septiembre 2017

Tomás Abraham no para de escribir (ni de pensar). Tras su primera novela, la autobiográfica La dificultad (Sudamericana), se despachó con Mis héroes (Galerna), en el que refirió a personalidades del ámbito cultural que lo marcaron. Librazo que casi no terminó de publicarse mientras él ya escribía El deseo de revolución, que vio la luz este invierno. Ahora, en su estudio de Palermo, en Buenos Aires, y en tiempos en que escucha a Leonard Cohen y Daniel Baremboim y lee -como dice- “para dictar un seminario sobre Foucault, o sea Foucault y otros que lo rodean, como Habermas y Paul Veyne”, recibe a LA GACETA para hablar de aquellos revolucionarios del pensamiento que, en distintas etapas y de diferentes maneras, incidiero en su vida.

- Le dedicás El deseo de revolución a Sartre. ¿Cómo queda tu relación con él después de este libro?

- Estoy muy contento. Jamás hubiese pensado que este tema tendría tanto contacto con mi propia historia, con mi vocación. Sartre fue la persona que me hizo entender que existía la figura del filósofo escritor. En mi adolescencia tenía ídolos literarios; y entre ellos, Sartre, que era la gran figura mundial. Cuando fui a París a estudiar, a mis 19 años, Sartre no era leído. No sólo eso, sino también había como una burla hacia él. Como alguien pasado de moda. Los filósofos siempre aparecen criticando a otros. Piensan contra otros. Toda la generación de filósofos de 35 años, como Foucault, Althusser y otros, rompían con él. Yo estudié con ellos, que me enseñaron que Sartre pertenecía a otra época. Y que para pensar filosofía teníamos que poner como un muro, a lo Trump, a esa tradición, y que la filosofía era otra cosa que había que estudiar de otro modo. Entonces a Sartre lo dejé un poco de lado, pero no del todo. Siempre tuve en mi álbum el recuerdo de quien fue mi primer ídolo. En los 80, cuando murió, escribí una nota en la que rescaté a mi Sartre, el anarco, el de la libertad. Y no el Sartre pasado por formol, como lo querían mostrar. Nunca olvidé a ese Sartre extraordinario que escribía artículos en el año 42, 43. Yo quería escribir como él. El Ser y la nada es un libro con una gran libertad de prosa. Con ejemplos cotidianos, de bares, de la vida diaria. Pero ahora que te cuento me doy cuenta de que no se me había ido del todo. Porque cuando entro en el 84 a la Universidad, en mi programa de estudio incluí a Sartre. ¿El tema? París bajo la dominación. Después me dediqué a Foucault, Deleuze…

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- ¿Cuándo comenzaste a escribir El deseo de la revolución?

- Más o menos en 2015. Lo hice porque yo me formé con esta filosofía francesa que se inicia en el 43. Esa filosofía que tiene a Sartre, Althusser, Foucault. Gente que hablaba de los locos, de los presos, de los deseos, como Deleuze… ¿De qué me hablaba esta gente? ¡De la revolución! Además, la palabra Sartre creó un modo de vivir, de pensar, de hablar, de preguntarse cosas. Que venía de una fuente filosófica con la que se hizo teatro, cine, novelas… Un modo de ser tras la posguerra. Fue una filosofía popular. No masiva, pero sí popular. Sus obras de teatro se dan en cualquier escenario del mundo. Pocas veces un filósofo tuvo tanta injerencia. La filosofía tuvo mucha presencia cultural a partir de Sartre.

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- ¿Y Camus?

- A él le dedico un buen espacio en el libro, aunque pertenece a otra región. Tiene un libro fantástico, El extranjero, y otro que me impactó bastante, un inédito que estaba en el baúl del auto cuando murió, El primer hombre. En cambio, su labor de escritor del tipo filosófico no es tan interesante: en El mito de Sísifo y El hombre rebelde se pone muy moralista. Es un tipo del pueblo. Por supuesto que en París es mimado: tiene pinta, un modo de ser atractivo, es simpático. Lo mima el círculo. Además hace algo que no hace nadie: dirige un periódico clandestino bajo la ocupación nazi, Combat. Siempre con bajo perfil. Lo dirige él. No se vende en kioscos. Tiene mucha tirada. Cuando termina la guerra y se van los alemanes, aparecen todos hablando de la resistencia.

Y él, que era resistente en serio, se empezó a separar de los otros que durante la ocupación habían tenido una vida normal. Cuando ve que estos colegas quieren matar a todo el mundo, puso un freno y escribió El hombre rebelde. ¿Qué quiere decir que la revolución tiene un costo? ¿Que el mundo está en guerra y que las pérdidas humanas son parte de la vida? ¿Y que se mate por una idea? Camus le quiere poner un freno a eso que llama crimen, matar. Y la gente que lo había cobijado o respetado, lo expulsa, con Sartre a la cabeza. Lo tratan con desprecio. Él mismo se siente expulsado del mundo intelectual. Dolido. Ofendido. Creo que es el personaje ético de esta historia.

- No podía faltar Foucault, de quien contás que te conmovió cuando estudiabas en París.

- Ocupa ese lugar que ocupó Sartre pero de otro modo: el de intelectual público, denunciante del sistema. Es un hombre de la universidad, profesor, conferencista. Siempre tuvo una vida académica dentro de la cual realizó trabajos militantes, fundamentalmente cuando milita por la reforma o la denuncia de la situación carcelaria. Va del 70 al 75, más o menos. Después del Mayo francés tiene contacto con la juventud revolucionaria. Luego sigue vinculado a movimientos de protesta por los derechos humanos en Polonia. Su última intentona como hombre público, en la que le fue mal, ocurrió cuando viajó como periodista a Teherán, Irán, en el 78, para dar cuenta del movimiento islámico. Lo suyo fue más los libros: Vigilar y castigar, Historia de la locura. Escribió sobre movimientos minoritarios, se metió con el tema del cuerpo.

- A Deleuze también le das un espacio de importancia.

- Aparece porque en el año 72 escribe un libro que se llama Capitalismo y esquizofrenia. Es un libro extraordinario que tuvo tanta importancia como El ser y la nada en el 43. Trató sobre el mundo del nomadismo, del lsd, de las drogas alucinógenas, de esa otra realidad, de querer otra cosa, de la contracultura, de cambiar de vida, pensar de otro modo, ver de otro modo, ir más allá de la razón sin caer en la locura… Dio un sistema. Legitimaba la locura juvenil. Permitía salir del extravío hacia la acción. Se trata de una época en la que aún se vive el reflujo del Mayo del 68 y acá en Argentina se está armando el gran quilombo. Deleuze irrumpe en el momento en que estoy volviendo a la Argentina. Deleuze es un maestro para mí. Tengo varios maestros, pero tres básicos: Sartre, en cuanto al querer ser cómo; Foucault, que me dio el conocimiento, la dirección teórica; y Deleuze, que me dio la música. Y me dio algo más, Deleuze: fue el que me autorizó a escribir. En este mundo, para escribir necesitás que te autorice alguien. Él me dijo que escriba sobre lo que sé. ¡Si yo no sé nada! Entonces escribí sobre eso.

- En tus libros anteriores solés hablar de la importancia del entusiasmo. Pero acá hay menciones a la palabra esperanza. ¿Por qué?

- La palabra esperanza la usa Sartre, sobre todo en su final. Fue un tema de discusión e indignación de la gente que lo rodeaba, porque decían que el secretario, Benny Lévy, le metió la palabra en la boca aprovechándose de su poca resistencia física e incluso mental. Sartre no hablaba de esperanza. Hablaba de libertad, de conciencia, de angustia, de mala fe. De muchas cosas. Pero la esperanza es un sentimiento débil. Un guerrero no habla de esperanza. Por eso esa palabra es muy discutida en el mundo sartreano, porque no querían permitirle que la usara. Es una palabra que yo tampoco uso. Me gusta más entusiasmo. Esperanza me parece pasiva.

- ¿Cómo encajan los libros y los escritores, particularmente los filósofos, en el mundo de hoy, plagado de medios de comunicación?

- Hoy los medios masivos de comunicación copan el mundo de los mensajes mucho más que los libros… En mis tiempos los mensajes te llegaban por los libros. A mí Sartre me llegó por un libro. No era por la radio, ni la tele. Los libros ocupaban el lugar del mensaje. Y los personajes que hacían opinión pública eran un Cortázar. Sabato, García Márquez, Vargas Llosa, Sartre. Los escritores ocupaban lugares de opinión pública. No es el mundo de hoy, en el que los medios masivos de comunicación tienen sus protagonistas que hacen opinión pública: Nelson Castro, Jorge Lanata o Víctor Hugo Morales.

- Entre unas cuantas menciones que hacés a la Argentina, escribís que “los argentinos siempre nos bañamos en las mismas aguas. O sea, en un estanque”.

- Es algo que me pregunto constantemente. Tengo la sensación de que como comunidad hablamos de lo mismo, no podemos cambiar de tema. Hay palabras que vuelven siempre. Es algo de estancamiento. Lo veo como un estanque, no como un río. ¡No cambiamos las aguas! Las palabras Perón y peronismo están todos los días. Siento que en los últimos 40 años pasó de todo, desde Menem al 2001, y hablamos de lo mismo: neoliberalismo-estatismo, consumo-producción, derechos humanos-juicio, ingleses-Malvinas. ¡Julio Grondona estuvo 40 años como presidente de la AFA! Justo cuando el mundo va a una velocidad impresionante, donde la primera potencia capitalista que asoma es China, en donde antes estaba Mao, nosotros parece que tenemos una persistencia aferrada a nuestros mitos, a nuestro modo de ser, a nuestras ilusiones, nuestros odios y nuestro modo de separar. No sé si pasa en todo el mundo. No me interesa. Pero veo una persistencia muy fuerte. También en Uruguay. El estanque debe ser el Río de la Plata. Dos sociedades que siguen hablando de su época de oro. Que ya fue. Todos hablamos de una época que fue mejor. Siempre vemos como bueno lo que fue.

© LA GACETA

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