Shanghai o un paseo por la modernidad radical

Shanghai o un paseo por la modernidad radical

Donde había un páramo, apenas interrumpido por un puerto de balsas, hoy se erigen rascacielos; donde había un depósito textil hoy se levantan galerías de arte; donde había un pueblo arrocero hoy se construyen edificios de viviendas.

EN EL DELTA DEL RÍO YANGTSÉ. Shanghai, la más poblada de China, es también una de las ciudades más populosas del planeta: tiene más de 20 millones de habitantes, que es casi la mitad de la población de toda la Argentina. EN EL DELTA DEL RÍO YANGTSÉ. Shanghai, la más poblada de China, es también una de las ciudades más populosas del planeta: tiene más de 20 millones de habitantes, que es casi la mitad de la población de toda la Argentina.
17 Septiembre 2017

Salvador Marinaro

PARA LA GACETA - SHANGHAI

Las luces de neón tiñen de un verde platinado las nubes que atraviesan los rascacielos de Shanghai. Desde el paso en altura de la Century Avenue se puede ver en una sola esquina tres de los edificios más altos del mundo. Pero la neblina, una neblina espesa que se pega a la piel, interrumpe la visión. Una neblina londinense que recuerda el presente industrial de la ciudad, el pasado de pantano y el futuro imperial. Las luces se disparan contra el río que devuelve la postal nocturna: Shanghai, la “Perla de Oriente” para los occidentales, la “Prostituta de Oriente” para los viejos comunistas, se despliega de noche; en el cielo sin estrellas, en las nubes sostenidas por los armazones de hierro y cristal, en la imagen del Pudong, el distrito financiero, duplicado sobre el río.

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La ciudad antigua, sede de bancos ingleses, embajadas y viejos hoteles para europeos de paso en la capital del opio, mira la ciudad moderna que se expande. Ese diálogo hace de Shanghai la urbe china por excelencia: la más rica, la más poblada, la más radical. Aquí la apertura de Deng Xiao Ping ha triunfado, aquí en sólo 20 años el 55% de la población pasó del hambre a ganar entre 1.000 y 2.000 dólares, aquí la tierra tiembla ante la red de subtes y trenes rápidos más compleja del mundo. Y en ese presente de transformación y opulencia existe una gran perdedora: la historia.

La celeridad en los cambios hizo que Shanghai atravesara todas las etapas de la modernidad en 15 años: de ser castigada por la Revolución Cultural (al fin y al cabo, desde el puerto del río Yangtzé se dirigía el saqueo de China) hasta transformarse en la nueva Perla. Tanta precisión en el desarrollo hizo que el pasado sea una anécdota. En los museos el relato se interrumpe, la cronología del siglo XX da saltos entre la invasión japonesa de 1937, el triunfo de la Revolución y la apertura de los ochenta. Pasado difícil de recordar para la mayoría de los shanghaineses y más difícil aún para ser narrado.

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Lo cierto es que la ciudad vive en un presente absoluto. Una cuadra en construcción cada 300 metros, un anuncio de obra, tres grúas cargando y descargando el siguiente edificio de viviendas. De la rambla al oeste, los pocos shikumen, barrios que combinan la arquitectura francesa con la china clásica, sucumben ante el afán urbanizador. Barrios con un centenar de casillas de ladrillos color ceniza y techos negros, compuesto por pasillos y viejos sentados que cuidan a su nieto (su único nieto), callejuelas con tendederos de ropa, cables a la vista y molduras a punto de caer. En esos barrios la vida sigue siendo a pie: vendedores exponen en palanganas sobre la vereda su mejor pesca, verduleros con toda clase de hongos y brotes, obreros que hierven una sopa de fideos a la vista de todos. Shanghai ya no admite la belleza desprolija de sus barrios pobres; prefiere demoler y construir. Una ciudad modelo de funcionalidad y clase media, cuya influencia avanza al interior chino. Shanghai es el faro en la costa este de China, un faro de transformación.

Y la población acepta como un juego las oportunidades del desarrollo: las mujeres salen a la calle con vinchas fosforescentes, con un pollito de goma en la cabeza, vestidas con ambos rosas o a la imagen del último animé de moda; los hombres eligen peinados estrambóticos, camperas de cuerina brillante y pantalones chupines. No hay límites: siempre están a tiempo de cambiar el guardarropa a través el gigante digital Taobao; auténtico Aleph donde se puede comprar el todo por un precio de risa.

A fines de agosto, una exposición en el Museo de Fotografía de Shanghai comparaba como en un espejo el horizonte de la ciudad entre los últimos 30 años. Donde había un páramo, apenas interrumpido por un puerto de balsas, hoy se erigen rascacielos; donde había un depósito textil hoy se levantan galerías de arte; donde había un pueblo arrocero hoy se construyen edificios de viviendas uno igual al otro. La transformación no sorprende al espectador -todas las grandes metrópolis del mundo tuvieron los mismos cambios-, sino la radicalidad. Esa sensación que se siente en la piel, como la humedad constante, de estar presenciando la mayor transformación del siglo.

Los analistas recién empiezan a poner en palabras lo que todo shanghainés siente al pisar la calle: si París fue la capital del siglo XIX, Nueva York la del siglo XX, Shanghai lo será para el siglo XXI.

© LA GACETA

Salvador Marinaro - Periodista.

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