La debilitadora democracia de candidatos

La debilitadora democracia de candidatos

Las PASO demostraron que tenemos una democracia de candidatos.

Con los números oficializados se advierte que, en provincia de Buenos Aires, Cristina Fernández de Kirchner obtuvo 20.000 votos más que Esteban Bullrich, en la categoría de senadores; al mismo tiempo que, en ese distrito, esa misma boleta arrojaba resultados diametralmente opuestos en el rubro de diputados: Graciela Ocaña, de Cambiemos, logró 180.000 sufragios más que Fernanda Vallejos, de Unidad Ciudadana.

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En Tucumán no fue muy distinto. Como ya se ha consignado, el candidato a encabezar la lista de diputados del manzurismo era Pablo Yedlin, hasta que José Cano resolvió postularse por la oposición. Entonces, las encuestas oficiales dieron cuenta de que el secretario general de la gobernación no lograba alcanzar al el ex titular del Plan Belgrano (según los datos que filtran en el Gobierno, estaba 8 puntos abajo a principios de junio), entonces se resolvió apostar a Osvaldo Jaldo. Y el vicegobernador logró 22 puntos de diferencia sobre el radical.

Con diferencias tan abismales dentro de los mismos espacios políticos, resulta evidente que los partidos se han tornado secundarios respecto de los postulantes.

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Fe

Vivir en una democracia de candidatos equivale a vivir no en una democracia con incertidumbre (a los efectos electorales, sostiene Robert Dahl, debe haber incertidumbre sobre el resultado antes de votar para que haya democracia), sino en una democracia de incertezas. A los efectos electorales, incerteza acerca de lo que harán quienes resulten electos.

Es cierto, no puede haber control absoluto de los representantes por parte de los representados. No puede haberlo en términos reales, porque sería imposible ejecutar medidas o legislar si, antes de firmar un decreto o de votar una norma, debiera consultarse a cada ciudadano. Y en el caso futurista de que pueda hacerse esa consulta, el resultado jamás será unánime, con lo cual, nuevamente, el gobernante o el parlamentario deberán decidir y nunca contentarán a todos. Pero tampoco puede haber control absoluto de los representantes en términos legales: el pueblo no gobierna ni delibera sino a través de sus representantes, reza la Constitución. Confiar la representación en un ciudadano implica también confiarle libertad de acción. Nuestro sistema es representativo, no plebiscitario.

Ahora bien, el problema en la Argentina es que esa libertad de acción de los representantes ha devenido absoluta. En demasiados casos, parecen haberse independizado por completo de sus representados. Entonces, Carlos Menem pudo jactarse de que si le hubiera revelado al pueblo argentino la privatizadora reforma del Estado que iba encarar, nadie lo hubiera votado. La Alianza estalló con la denuncia interna de que, a pesar de haberse presentado como alternativa a la corrupción y al neoliberalismo menemistas, se habrían usado fondos públicos para coimear senadores y votar una nueva flexibilización laboral. Léase, que se habían usado dineros de los impuestos de los trabajadores para precarizar las condiciones laborales de los trabajadores. Del Gobierno de Néstor Kirchner, con superávit primario y dólar caro pero libre para la compra de quien quisiera pagarlo, Cristina Fernández pasó al déficit permanente y al dólar barato, pero con cepo. De ser una alternativa a la corrupción neoliberal, ni hablar…

En esta democracia de candidatos, entonces, el sufragio es un voto de fe. Un acto en el cual, en buena medida, el elector se encomienda a su suerte (que no viene siendo mucha), en una suerte de rogativa ciudadana para que quien gobierne no lo haga en su contra.

Parece evidente que el diagnóstico consistiría en que esto es así porque no vivimos en una democracia de partidos políticos. O (dado que estos tienen reconocimiento constitucional y el monopolio del acceso a los cargos electivos) porque los partidos están en crisis. Y, también, que esa crisis se evidencia en que las agrupaciones se ocupan más en publicitar postulantes que en difundir propuestas. Luego, ni partidos ni candidatos ofrecen ideas o proyectos: ese es un lugar común en el reclamo de una porción importante del electorado. Incluso, de parte de los dirigentes jóvenes, como lo expusieron oportunamente en una emisión de Panorama Tucumano previa a la celebración de las PASO.

Pero no es del todo así. Ni los partidos están necesariamente en crisis. Ni lo que se extraña de ellos, definitivamente, son los programas de acción política.

Historia

Los partidos políticos, al igual que la sociedad, fueron evolucionando al compás del siglo XX.

El final del siglo XIX y el inicio de la siguiente centuria fueron un período de predominio de los “partidos de notables”. Son los tiempos de la democracia restringida, la época de los partidos de “clubes sociales”: allí se obtienen los recursos, los contactos y el status necesarios para el proceso electoral. Como esclarece la politóloga María Esperanza Casullo, grupos de hombres de posición social elevada, por apellido o riqueza, se nuclean en el Jockey Club, el Club del Progreso o el Círculo de Armas, y de entre quienes salen los gobernantes.

La “Ley Sáenz Peña”, de 1912, es el principio del final para ese régimen, y el principio de la democracia irrestricta: estatuye el voto secreto, masculino (las argentinas sufragarán sólo a partir de 1949) y obligatorio. La consiguió el abstencionismo del radicalismo, que llegó al poder en 1916. Se inauguraba así el ciclo de los partidos de masas. Partidos que las elites conservadoras argentinas, anota Casullo, jamás toleraron. Al segundo gobierno de Yrigoyen le asestaron el golpe de Estado de 1930. Al peronismo, luego, le dieron todavía menos tiempo: llegó al poder en 1946 y Perón fue destituido durante su segundo mandato, en 1955.

En el caso argentino, los partidos de masa fueron programáticos: de programas. Sus plataformas electorales estaban destinadas a sectores multitudinarios (el del PJ, a los obreros; el de la UCR, a las clases medias). Mientras que esos electorados se cifraban en millones de personas, el nicho conservador estaba condenado a ser minoritario: terratenientes, industriales y empresarios.

Pero el siglo XX, signado en su primera mitad por las dos guerras mundiales, avanzó en el arranque de su segunda mitad hacia el Estado de Bienestar, que promovió una evolución social que desdibujó las divisorias de clases. Ya no se podía hacer campaña sólo para un sector: había que hacerlo para todos. De la mano de la explosión de los medios masivos de comunicación, esa fue la revancha de los partidos tradicionales: los mass-media brindaron las herramientas para que pudiera convocarse a todos los votantes sin necesidad de movilizaciones ni mucho menos de una estructura como la de los partidos de masas.

Así nacieron los partidos que buscan votos en todos los sectores, los “agarra todo”. Los comicios ya no son competencias entre programas, sino entre líderes. “El electorado iba aprendiendo progresivamente a comportarse más como un consumidor y menos como un participante activo”, definen Richard Katz y Peter Mair en Los cambios en los modelos de organización y democracia partidaria: la emergencia del partido cartel.

La Argentina no escapó a esa evolución. En todo caso, aquí -siguiendo la tesis de Torcuato Di Tella- las elites conservadoras nunca conformaron un gran partido de derecha. Más bien se incorporaron a los dos grandes movimientos de masas durante el siglo estragado por los golpes de Estado. Cuando se inauguró la democracia en 1983, el radicalismo y el peronismo ya son partidos “agarra todo”: Raúl Alfonsín signa su campaña con el Preámbulo, porque busca el voto de todos quienes se reconocen en la vigencia de la Constitución, sean radicales o no, pertenezcan a la clase social que sea.

Control

En este punto se puede advertir que los partidos han ido mutando (no necesariamente están en crisis, sólo son distintos). Y donde también se puede notar que aquello que en verdad extraña la sociedad que reclama propuestas no son las plataformas electorales. Si realmente se valoraran esos programas como determinantes para votar, en Tucumán Fuerza Repúblicana y el Frente de Izquierda de los Trabajadores deberían estar contando votos por seis cifras: esos dos espacios son marcadamente programáticos. Uno respecto de la seguridad; el otro respecto de la cuestión obrera.

La angustia, en rigor, es porque lo que se ha resignado no son las plataformas electorales: lo que se ha perdido es el control prospectivo de la política.

Antes, con los partidos de masas, los ciudadanos intervenían activamente en la elaboración de los programas. Para eso era el congreso del PJ y la convención de la UCR. Y la plataforma electoral tenía que ser ampliamente consensuada, porque los sectores que no estaban de acuerdo con el plan de gobierno, directamente, retiraban su apoyo en las urnas.

Ahora que la competencia es sólo entre candidatos, la formulación de las políticas es una prerrogativa de las elites de los partidos. O de elites que ni siquiera tienen que ver con los partidos: Cristina fue candidata por fuera del PJ; de la UCR se necesita conocer su paradero dentro del universo de Cambiemos.

Hoy, el control popular de la política sólo es retrospectivo: sólo queda evaluar el rumbo de las políticas de un gobierno y, según ello, volver a votarlo o no.

Ahí, entonces, es donde la democracia se debilita. Lo cual, en el caso vernáculo, tiene agravantes. La ex presidenta propone una Argentina sin macrismo, mientras que el actual mandatario promueve una Argentina sin kirchnerismo.

El resultado de las PASO, que deja a Cambiemos como primera minoría, muestra que el rechazo hacia lo peor del kirchnerismo (reducido al ámbito bonaerense) ha sido más convocante. A la vez, que el macrismo no sea mayoría muestra que hay favorables políticas del peronismo (sí mantiene una gravitante presencia nacional) de las cuales una parte sustancial del electorado no se quiere desprender. En todo caso, ese peronismo al que le toca ser minoría ahora atraviesa una crisis mucho más profunda que la ausencia de un líder: lo que aún no encuentra es “la” idea (el clivaje) con la cual volver a encajar. La presunción de que se vota con el bolsillo no ha cuajado esta vez. De lo contrario, Cambiemos habría perdido por paliza.

En ese resultado equilibrado, que contrasta con el desequilibrante discurso de campaña de las fuerzas que han polarizado la escena electoral, es donde se hace patente la debilidad de la democracia de candidatos. Mientras el macrismo y el kirchnerismo ofrecen excluirse mutuamente, el pueblo está enseñando que la opción democrática es incluyente. La democracia, vale la pena insistir, no puede ser “A o B”, sino “Más o Menos”.

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