La homilía de despedida de Alfredo Zecca: "he procurado ser un buen pastor"

La homilía de despedida de Alfredo Zecca: "he procurado ser un buen pastor"

La arquidiócesis de la provincia realizó una misa de despedida en la iglesia Catedral para despedir al Monseñor, que renunció a su cargo.

HOMILÍA. Alfredo Zecca. FOTO LA GACETA/ DIEGO ARÁOZ. HOMILÍA. Alfredo Zecca. FOTO LA GACETA/ DIEGO ARÁOZ.
10 Agosto 2017

Monseñor Alfredo Zecca se despedió como arzobispo de Tucumán con una misa en la Catedral, organizada por los sacerdotes miembros del Consejo de Consultores de la arquidiócesis de la provincia.

En su última homilía como parte del ministerio Episcopal habló de la importancia de ser un mártir y conmemoró a San Lorenzo en su día: lo recordó como un servidor que tenía la obligación de atender a los pobres.

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Además se dirigió al pueblo tucumano y estas fueron una de las cinco frases más fuertes: 

- "He procurado ser, entre ustedes, lo que se me pide: un buen pastor"

- "Al juicio misericordioso de Dios me encomiendo"

- "Dios conoce los corazones y sabrá perdonar y enmendar mis yerros"

- "Dios iluminará al Papa para que les envíe un Pastor según el corazón de Jesús"

- "Si alguien no está con el obispo, tampoco está con la Iglesia"

Dejo en Tucumán parte de mi corazón y doy gracias a Dios por la acogida que me han brindado permitiéndome un pastoreo con matices nuevos y diversos del que había ejercido en mi ya largo ministerio presbiteral, que, en noviembre próximo, será de cuarenta años, finalizó.

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Renuncia  

Zecca renunció por motivos de salud. “Estoy convencido, en conciencia, de que sería un egoísmo de mi parte que, dada la fragilidad de mi salud, por todos conocida, continuara con la conducción de esta Iglesia hasta los 75 años en que se invita a los obispos a presentar su dimisión”, había dicho Zecca en aquel momento. En junio, el papa Francisco aceptó su dimisión.

Según informó el arzobispado, monseñor Zecca viajará el lunes próximo a Buenos Aires, ya en forma definitiva, para cumplir otras actividades relacionadas con la educación superior.

La homilía completa:

Queridos hermanos todos en el Señor.

Celebramos hoy la fiesta de San Lorenzo, diácono y mártir, muerto en Roma, en el año 258 durante la persecución del emperador Valeriano, y cuyo nombre figura en el Canon Romano, en uso en la Iglesia de Roma desde tiempos muy antiguos y más tarde extendido a la Iglesia universal.

La Plegaria Eucarística, la primera entre las vigentes en el actual Misal Romano, expresa que la Eucaristía en la que participamos, es celebrada en comunión, “en primer lugar con la Gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, con su esposo San José y con los bienaventurados Apóstoles y Mártires… entre ellos San Lorenzo…y con todos los santos por cuyos méritos pedimos al Señor su auxilio y protección”.

A esto se agrega – más adelante – la súplica, que el celebrante hace, de que ésta ofrenda eucarística, el Cuerpo y Sangre de Cristo, llevada ante el Señor por manos de su Ángel “sea aceptada como lo fueron los dones del justo Abel, el sacrificio de nuestro Padre Abraham y la oblación pura del sumo sacerdote Melquisedec”, todos figura del mismo Cristo Nuestro Señor.

Finalmente, ya concluyendo la solemne Plegaria, la Iglesia nos hace expresar a nosotros, pecadores y siervos, que confiamos en la infinita misericordia de Dios, que – justamente en virtud del Sacrificio Pascual que se hace presente, aquí y ahora, como memorial de la redención operada por Cristo – se nos conceda formar parte de la comunión de los Apóstoles y Mártires – algunos de los cuales son agregados a los anteriormente mencionados – no por nuestros méritos, de los que carecemos, sino por la misericordia divina.

La Plegaria concluye, como sabemos, con el ofrecimiento “por Cristo, con El y en El”, en la unidad del Espíritu Santo, de todo el honor y la gloria que debemos al Padre por los siglos de los siglos”. Allí el Pueblo Santo de Dios se une con su Amén a la plegaria que el sacerdote, actuando en la persona de Cristo, ofrece a Dios Padre misericordioso en su nombre.

La Iglesia, Madre y Maestra, nos hace comprender, así, que la liturgia terrena se une a la liturgia celestial porque, en definitiva, la Iglesia de los peregrinantes, la de nuestros queridos difuntos y la de los santos no son sino la única Iglesia de Cristo, como enseña la Constitución Dogmática Lumen Gentium en el Capítulo VII que lleva el sugestivo título de “La índole escatológica de la Iglesia peregrina y su unión con la Iglesia celestial”. En definitiva, se nos propone con ello mismo, la verdad expresada en el Catecismo de la Iglesia Católica: “lex orandi, lex credendi”: la Iglesia, en efecto, no ora sino lo que cree y no cree sino lo que ora. De ahí la importancia de una liturgia celebrada de tal modo que deje trasparentar el Misterio que sólo puede ser percibido en la fe y en el claro-oscuro de la sacramentalidad.

Pero volvamos a San Lorenzo, a quien hoy celebramos de modo especial. A él le caben de modo pleno las palabras del Evangelio de San Juan que acabamos de proclamar: “si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida la perderá; pero el que odia su vida en este mundo la conservará para la vida eterna”. Esta es la lógica del Evangelio, su desconcertante sabiduría que vuelve loca – al decir del Apóstol San Pablo – la sabiduría del mundo que la considera una necedad. No hay otro camino a la gloria sino el de la cruz; y es que el discípulo no puede ser más que el maestro. Le basta con ser como él y seguirlo compartiendo así su “suerte”, es decir, su destino de gloria.

San Lorenzo como diácono, como servidor, tenía la obligación de atender a los pobres. Esta tarea, como la del servicio del altar, es la propia del diácono en todos los tiempos y cuando se le exigió que entregara al emperador el tesoro, es decir, el dinero que usaba para atender a los pobres, no solamente se negó a hacerlo sino que le presentó a los mismos pobres diciéndole “este es nuestro tesoro”. Podemos imaginar la ira del emperador ante semejante insolencia y tal vez por ello cuentan los testimonios de esa época que el Martirio de Lorenzo fue terriblemente despiadado: se dice que murió carbonizado en una parrilla.

Con su testimonio – la palabra mártir significa precisamente “testigo” – nos dejó una hermosa enseñanza que debemos recoger: el servicio de los pobres por amor a Cristo. Por ello mismo la Iglesia nos hace rezar en la Misa de hoy: Concédenos Señor amar lo que él amó y practicar lo que enseñó. No es necesario extendernos sobre algo en que nos insiste permanentemente el Papa Francisco que nos quiere una “Iglesia pobre al servicio de los pobres”.

Estamos viviendo tiempos en que abundan, especialmente en oriente aunque no sólo allí, los mártires. La Iglesia nunca reza para tener mártires, porque sabe que el sentido por lo heroico no debe hacer perder el sentido común. Reza, por el contrario, para que cesen las persecuciones, reza por los gobernantes para que le permitan predicar el Evangelio y vivir en paz. Pero es consciente, a la vez, de que la sangre de los mártires es semilla de cristianos. La fidelidad estricta a la fe apostólica en los inicios de la predicación evangélica y, más tarde, en su diálogo siempre abierto pero, a la vez, claro e inequívoco en su identidad, con el mundo y la cultura grecorromana, son el testimonio más elocuente de su eficacia evangelizadora.

Ciertamente no todos estamos llamados al martirio, en sentido estricto, pero sí a ser testigos de la fe en un mundo que, aun dando señales de buscarla, paradójicamente parece en algunos aspectos rechazarla.

Quisiera recoger, en este contexto, algunas palabras del Papa Benedicto XVI en su mensaje a la Iglesia de Colonia en Alemania cuando despedía a un gran arzobispo: el difunto Cardenal Joachim Meisner, muerto el 5 de julio pasado. Afirma allí el Santo Padre: “Lo que me ha impresionado más en la última conversación con el cardenal, ahora vuelto a casa – había hablado por teléfono con él el día previo a su muerte – era su natural serenidad, su paz interior y la confianza que había encontrado. Sabemos que ha sido duro para él, apasionado pastor y guía de almas, dejar su oficio – era ya arzobispo emérito – y justamente en un momento en el que la Iglesia tenía una urgente necesidad de pastores capaces de oponerse a la dictadura del espíritu del tiempo y plenamente resueltos a hacer y pensar desde el punto de vista de la fe. Pero me había impresionado más aún que en el último período de su vida él hubiera aprendido a dejar proceder a las cosas, a vivir siempre más con la certeza profunda de que el Señor no abandona a su Iglesia, aun si, en ocasiones, la barca está casi a punto de naufragar”. A ello agregaba otras dos cosas que el Cardenal Meisner subrayaba en su experiencia de los últimos años: la alegría por la afluencia creciente de los jóvenes de Colonia al sacramento de la penitencia y la adoración eucarística de la jornada de la juventud celebrada en Colonia “en la que – contra la opinión de muchos pastoralistas que lo creían imposible dada la multitud reunida – había tenido lugar una adoración, un silencio, en el cual sólo el Señor hablaba a los corazones”. Dos cosas que siempre hemos de cuidar: la confesión y la celebración de la Eucaristía de la que se desprende, naturalmente, la adoración. Dios quiera que esto se multiplique cada vez más en nuestra Iglesia tucumana.

Un comentarista de estas palabras afirma que “la referencia a la barca nos conduce directamente a las palabras pronunciadas por Joseph Ratzinger el 18 de abril del 2005, en la “Missa pro eligendo romano pontífice”: “cuántos vientos de doctrina hemos conocido en estos últimos decenios, cuántas corrientes ideológicas, cuántos modos de pensamiento… La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha estado no raramente agitada por estas olas, lanzada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinismo; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. Todos los días nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice San Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a llevar al error (cf. Ef 4. 14). Tener una fe clara, según el credo de la Iglesia, viene algunas veces etiquetado como fundamentalismo. Mientras el relativismo, es decir, el dejarse llevar aquí y allá por cualquier viento de doctrina, aparece como la única actitud a la altura de los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y la propia voluntad”. Tampoco es necesario, aquí, insistir demasiado en que estos pensamientos, en su espíritu y, algunas veces hasta en la letra, sobre todo cuando habla de la cultura, son recogidos por el Santo Padre Francisco en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium. Un programa pastoral al que debiéramos volver con mayor asiduidad de lo que lo hacemos.

Sí, queridos hermanos, si no estamos llamados al martirio estamos seguramente – todos, sin excepción – llamados a dar razón de nuestra esperanza, como nos manda el Apóstol San Pedro, y también de nuestra fe. El mundo tiene necesidad de este testimonio porque tiene sed de la única verdad que salva: Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. A todos, pero especialmente a los sacerdotes, los primeros colaboradores en el ministerio de los obispos, invito a poner nuestros mejores esfuerzos para ser – como nos pide el Papa Francisco – una Iglesia “en salida” una Iglesia “misionera”, y a “no tener miedo” como nos exhortaba San Juan Pablo II al inicio de su ministerio petrino.

Esta es la misa de despedida de mi ministerio episcopal en la Iglesia particular de Tucumán. Como expresé en la carta, en la que anunciaba mi renuncia como Arzobispo, cuando llegué a Tucumán traía frescas en mi memoria – y en mi corazón – las palabras de la solemne oración de ordenación que – siguiendo el Pontifical Romano – el obispo consagrante principal repite, después de invocar la efusión del Espíritu Santo que gobierna y guía a la Iglesia: “Padre Santo, tú conoces los corazones, concede a este servidor tuyo, a quien elegiste para el episcopado, que sea un buen pastor para tu santa grey”.

En los años en que he conducido esta Iglesia he procurado ser, entre ustedes, lo que se me pide: un buen pastor. Ciertamente con los límites, errores y pecados, fruto de la fragilidad humana. Me he esforzado por cumplir el lema que elegí – tomado de San Agustín – para mi escudo episcopal: “Para ustedes obispo, con ustedes cristiano”. El mismo amor que les profeso es el que me ha determinado a solicitar al Santo Padre Francisco que me asignara otra tarea más acorde con mis posibilidades humanas. He hecho cuanto pude para conservar y custodiar mi fe y la de ustedes. San Agustín expresa en varios sermones el gozo de sentirse partícipe de la misma fe con los cristianos junto a la responsabilidad de saber que Dios le pedirá cuentas no sólo de su fe personal sino del ejercicio de su ministerio episcopal. Al juicio misericordioso de Dios me encomiendo. El conoce los corazones y sabrá perdonar y enmendar mis yerros. También, desde luego, me encomiendo a la misericordia y a la oración de todos ustedes.

En unos días dejaré Tucumán con lo que esta Sede quedará vacante y el Colegio de Consultores, como lo prescribe el derecho, deberá reunirse a la brevedad para elegir un Administrador Diocesano que garantice el gobierno de la grey y prepare, a la vez, los corazones de todos para la recepción del nuevo Pastor que el Santo Padre envíe.

Esta transición – como todo lo que hace a la vida de la Iglesia – debe ser vivida desde la fe. Al obispo, como al papa, se lo acepta y obedece no por motivos humanos sino sólo por fe. Estoy seguro de que Dios, en su providencia, iluminará al Papa para que les envíe un Pastor según el corazón de Jesús.

Quisiera concluir con unas aleccionadoras palabras de San Cipriano, un Padre de la Iglesia antigua, en una carta en que dice a sus fieles: “¿qué es la Iglesia?: el pueblo unido a su obispo y la grey adherida a su pastor. – y continúa – grabad, pues, bien, en la cabeza este principio: el obispo está en la Iglesia y la Iglesia en el obispo; si alguien no está con el obispo, tampoco está con la Iglesia” (San Cipriano, Epist 66,8).

Dejo en Tucumán parte de mi corazón y doy gracias a Dios por la acogida que me han brindado permitiéndome un pastoreo con matices nuevos y diversos del que había ejercido en mi ya largo ministerio presbiteral, que, en noviembre próximo, será de cuarenta años. Me confío a la oración de todos y aseguro la mía personal por todos. Confío en poder visitarlos en alguna oportunidad. Deseo también expresar ante ustedes mi deseo de, cuando llegue mi hora, ser enterrado en ésta que ha sido mi Iglesia Catedral en mis años como VI Arzobispo de Tucumán. Que la Virgen de la Merced, nuestra Patrona, los cuide y me ayude en mi próxima tarea episcopal. Los abrazo con afecto de hermano y de padre. Amén.

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