La Argentina real no está en Billiken

La Argentina real no está en Billiken

Karl Marx decía que la burguesía alemana proyectaba en los judíos todo los defectos que no quería asumir.

Un buen ejercicio es sustituir burguesía alemana por clase media y alta argentina y judíos por negros, bolivianos, peronchos, zorros coimeros, políticos corruptos o bien dejarlo en judíos simplemente. Porque no pocos argentinos utilizan el adjetivo “judío” no como condición religiosa o cultural sino de modo despreciativo. Lo mismo pasa con el calificativo “negro”.

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Esa supuesta superioridad que se atribuye un amplio sector de la clase media y alta argentina es la matriz de los profundos problemas que tiene este país desde antes de serlo.

Desde la pantomima de la Revolución de Mayo, una revuelta burguesa catolicona contra una España jaqueada por Napoleón Bonaparte. Nos aprovechamos del virrey casi caído. Desde la génesis los argentinos fuimos oportunistas, demagogos y acomodaticios.

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Nos mintieron que somos buena gente y nos encanta creerlo. No dicen lo mismo afuera de nosotros, sobre todo de los porteños. Lo saben quienes han salido al exterior.

Las guerras civiles argentinas fueron peleas entre patrones de estancia que arrastraron a miles de personas a la desgracia y a la muerte hasta que lograron delimitar sus tierras. Ganó Buenos Aires con el monopolio del puerto y los trenes que hicieron los ingleses para llevarse las riquezas a Europa y al resto del mundo.

Esa es la verdadera Argentina. Una patria edificada sobre un genocidio indígena que no se enseña en las escuelas. “Campaña del desierto” es el eufemismo perverso que utilizamos.

Dos siglos de grieta

La grieta no es un invento kirchnerista, en todo caso es una recreación de una división que tiene más de dos siglos. Nace con el etnocidio que eliminó a pueblos enteros como los mapuches, ranqueles y tehuelches, comandados por “próceres” como Juan Manuel de Rosas, Bartolomé Mitre o Julio Argentino Roca, cuyo nombres manchados con sangre hoy llevan plazas, avenidas y escuelas. Sus rostros no ilustran los billetes como un homenaje, sino que es el sello de la conquista económica. Sus herederos son hoy los verdaderos dueños de la Argentina, los que se quedaron con la mayoría de las tierras.

En 1870 Lucio V. Mansilla escribió un best seller de gran éxito en la sociedad acomodada de ese entonces, titulado “Una excursión a los indios ranqueles”. En esas páginas ponderaba la necesidad de exterminar a los indios para poder explotar económicamente el territorio. Y menos mal que era “una excursión”.

En empalagosa prosa, poéticamente cínica y despiadada, Mansilla sostenía: “Aquellos campos desiertos e inhabitados, tienen un porvenir grandioso, y con la solemne majestad de su silencio, piden brazos y trabajo. ¿Cuándo brillará para ellas esa aurora color de rosa? ¿Cuándo? ¡Ay! Cuando los ranqueles hayan sido exterminados o reducidos, cristianizados y civilizados”.

Negros, sucios y vagos

Esa es la verdadera grieta que aún hoy perdura con mucha fuerza, transmitida de generación en generación y que pocos se atreven a reconocer en voz alta: los indios son vagos, sucios y brutos. Los indios de un lado y los porteños del otro. Y en las provincias prosperaron los que se acomodaron con el puerto, exportando granos, carne y proveyendo de materias primas a Buenos Aires, siempre desde la explotación de tierras expropiadas a los pueblos originarios o alambradas a fuerza de balas.

Civilización o barbarie es la falsa dicotomía que nos inculcaron los que luego terminaron siendo grandes terratenientes.

Esa es la verdadera Argentina que no se cuenta en Billiken o Anteojito, que hizo que Buenos Aires sea una ciudad europea rodeada por un cordón de pobreza con millones de indigentes y descolgados del mapa.

Este país nunca superará su pobreza estructural y endémica, porque en su génesis está eliminar a los pobres antes que ayudarlos.

No hay progreso posible para “los negros”, salvo explotarlos, esconderlos, negarlos o encarcelarlos.

El “negro de alma”, descripción que no se repite en los medios pero si en demasiadas casas de familias argentinas, es pobre porque quiere.

Ese es el origen de la violencia verbal, que muchas veces, demasiadas, llegó a las armas, y que agobia a los argentinos desde antes de la fundación de esta Nación.

Todos los líderes políticos que intentaron ir en contra de este status quo muy poderoso fueron derrocados. Mal o bien, con aciertos y errores, ese fue el caso de Hipólito Yrigoyen, Juan Domingo Perón, Arturo Frondizi y Raúl Alfonsín.

Carlos Menem entendió que el poder político en Argentina es prestado y le cedió el país a los grupos concentrados, nacionales y transnacionales, antes de que lo saquen a tiros como a sus predecesores o desestabilizándolo, como le ocurrió a Alfonsín, a quien también ya habían intentado sacarlo con los tanques.

Y otra vez, como a lo largo de 200 años, en los 90 los ricos se hicieron más ricos y los pobres más pobres y cuando se alcanzó la mayor concentración de la riqueza en décadas (o la peor distribución, según se mire) el país le explotó en la mano a Fernando de la Rúa, un hombre incapaz de comprender la grieta real, un presidente que estudió historia con Billiken.

Luego vinieron Néstor Kirchner y Cristina Fernández, dos millonarios demagogos, ex menemistas que usufructuaron las banderas populares, saquearon el país, hicieron más ricos a los ricos, e inundaron a la Argentina de prebendas, planes sociales y trabajos ficticios.

Ahora Mauricio Macri parece reeditar una especie menemismo del Siglo XXI, y decimos parece porque hasta ahora mostró una gestión repleta de improvisaciones, marchas y contramarchas.

Cambiemos es un menemismo pos De la Rúa, es decir sin eliminar las prebendas que garantizan la paz social, porque saben que es tanta la desigualdad que sin planes sociales el país estallaría, y además con los mismos socios capitalistas de los Kirchner, como Cristóbal López, por ejemplo, a quien Macri le acaba de adjudicar una obra millonaria en Bariloche.

Dos mitades

Entender que no hay políticos corruptos sin una sociedad corrupta, es comprender que el cambio es mucho más profundo que meter un voto en una urna.

Aceptar que si hay muchos coimeros es porque hay una mayoría que coimea y que si los políticos mienten es porque sus votantes son mentirosos, no al revés.

No es que tenemos mala suerte con nuestros gobernantes. Muchos son malos porque también muchos de nosotros somos malos.

Mientras la mitad de los argentinos esté convencida de que la culpa de todos los males la tiene la otra mitad no hay solución posible. Porque no puede salir una mitad sin la otra y, mucho menos, a costa de la otra. Un país no se hace con dos mitades.

Esta confrontación constante a la que estamos sometidos se agudiza en tiempos electorales y ya escuchamos todo el día a los principales candidatos atacar sin tregua a sus adversarios. Porque no disienten, no debaten, no dirimen diferencias, se atacan, y de la peor manera.

Debemos entender de una vez por todas que el enemigo de la patria no es el otro, es el que discrimina, el que menosprecia, el que insulta al diferente, el que coimea, el que explota, el que evade, el que pretende salvarse solo, el que le dice negro al que tiene piel oscura. Ese es el enemigo. Y mientras estos seamos mayoría, como hoy lo somos, la Argentina será desigual, injusta, hostil, con ricos cada vez más ricos y pobres más pobres.

Esa es la verdadera Argentina y esconderla detrás de una escarapela, del cabildo, la Casa Histórica y de la demagogia chauvinista -condición obligada para hacer política- sólo ayuda a profundizar la grieta y a prolongar una agonía que lleva 200 años, con guerras civiles, seis golpes militares “exitosos” y una decena de intentos, estallidos sociales, saqueos, inflación que va y viene siempre y crisis económicas terminales en todas y cada una de las décadas. En definitiva, un país que en dos siglos no ha podido demostrar ser viable.

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