Raíces
25 Junio 2017

Por Jorge Estrella - Para LA GACETA - Tucumán

Hacia fines de los 60 estuve en Iruya (Salta) para ver una fiesta religiosa celebratoria de su identidad cultural norteña. Hubo disfraces, danzas y peleas fingidas contra el demonio. Hubo también coplas dichas por una lugareña que se acompañaba con una caja. Entre esas coplas hubo una que se quedó como “abrojo en mi memoria” (diría A. Yupanqui):

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“Cruzaba el puente y el río/ Ella siempre lavaba/ La hermosura de su rostro/ El agua se la llevaba.”

Sentí, como suelen sentirse ciertas ultimidades, mi pertenencia a ese mundo latinoamericano capaz de engendrar bellezas como la de esa copla.

El mismo sentimiento que acompañó mi infancia en Vinará (Santiago del Estero) cuando, por ejemplo, escuchaba estremecido las historias de la Salamanca narradas por criollos en torno de una fogata nocturna donde también el mate rondaba entre los mayores. O la historia de la flor del Lirolay, donde una madre ciega ve partir sucesivamente a sus tres hijos para recuperar la flor que devuelve la visión y que está en manos de los diablos de la Salamanca (finalmente los dos hermanos mayores matan al menor para arrebatarle la flor del Lirolay que él pudo rescatar desde la Salamanca). Una zamba que cantaba en mis años jóvenes contaba ambas historias:

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“Con la diabla en las ancas/Mandinga llegó/Azufrando la noche lunar/Carboncillo bailaba luciendo la flor/que a los ciegos devuelve la luz

Socavón donde el alma muere al salir/Salamanca del cerro natal/En las noches de luna se puede sentir/A mandinga y sus diablos cantar.”

Puede que mi memoria no sea suficientemente fiel a la letra recordada, o a su autor (creo, Ramiro Dávalos) Lo cierto es que en ese remanso de mi pasado anida el ánimo cierto de mi identidad criolla, anterior a mi formación en el pensamiento traído desde Europa.

Los bordes se desdibujan

Hacia fines de los 80 conversaba en Chile con una amiga española junto a otras personas. Ella recordó algunas coplas de su patria, traídas a su memoria desde siglos atrás. Y ahí me deslumbró por segunda vez ese “Cruzaba el puente y el río/Ella siempre lavaba/La hermosura de su rostro/El agua se la llevaba.”

Una hebra nos unía a esa indígena de Iruya y a mí con esta raíz española. En España estaba su origen (como el caballo del criollo, o el trigo de su pan, o el idioma de los argentinos).

Conversando con Chilo Grau, que venía de vagabundear por el norte España y Portugal, me contó de su sorpresa al toparse con unas grietas cercanas a una iglesia. Allí nació la leyenda de un miembro de la iglesia que se vinculaba con los diablos habitantes de ese socavón. Transcribo este texto sacado de Wikipepedia: “La Cueva de Salamanca es un enclave legendario de la ciudad de Salamanca donde, según la tradición popular, impartía clase el Diablo. Dicha cueva se corresponde con lo que fue la cripta de la ahora inexistente iglesia de San Cebrián. Cervantes dio un tratamiento burlesco a la leyenda en su entremés La cueva de Salamanca. La tradición se trasladó a Hispanoamérica, en varios de cuyos países se denomina salamancas a los antros donde brujas y demonios celebran sus aquelarres”.

Una vez más, mis raíces se trasladaban a lugares remotos.

Y tampoco sobrevivirá lo localización norteña de la flor de Lirolay si se revisa más atentamente. Su origen, al parecer, está en un relato de los hermanos Grimm, quienes la recogieron de tradiciones europeas y pasaron en el siglo XIX a distintas zonas latinoamericanas con variantes en su difusión.

Como el Peregrino de las estrellas, ese personaje de Jack London que reencarna una y otra vez en lugares diversos y en épocas distintas, lo que llamamos propia identidad puede ser una magnífica burbuja que nos ayuda a respirar mientras no la examinamos. Arriesga también, si no la examinamos, a convertirnos en feligreses de un peligroso etnocentrismo.

© LA GACETA

Jorge Estrella - Filósofo y escritor.

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