Tan simple como un poco de respeto

La aventura de sentirse niño arrancó a Carl Fredricksen de la melancolía. Imposible olvidar al anciano de “Up”, con sus anteojos rectangulares, el bastón de cuatro patitas armadas con pelotas de tenis y una casa capaz de volar gracias a mil globos de colores. El entrañable Carl se reencontró con un propósito, justo cuando llegaba a las últimas páginas de la vida. Jamás es tarde. Gracias al cielo, Pixar no arremetió con una secuela de “Up”. A las grandes películas hay que dejarlas como están.

Estamos rodeados de Carls. Damas y caballeros a quienes el documento les puso fecha de vencimiento, no la naturaleza. Tenemos mucho que reprocharnos como cuerpo social, pero el descuido, el maltrato y el olvido al que sometemos a nuestros mayores es una falta gravísima que rara vez encuentra reparación. Buena parte de esa melancolía con la que ellos miran el mundo se debe a esa sensación de desamparo, de no sentirse valorados ni respetados.

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Los primeros minutos de “Up” son de una belleza angustiante. Cuando Carl y su esposa, Ellie, descubren que no pueden tener hijos, por ejemplo, la escena está resuelta con una pincelada perfecta. O la muerte de ella, todo un desafío para la factoría Disney, reacia por lo general a pisar ese terreno en el que la magia es borrada de un plumazo por la realidad. El de Carl es un mundo marcado por la tristeza de la pérdida, pero también por la ira que le genera la posibilidad de que le arrebaten su casa. Pero lo más traumático es que Carl está solo. Apenas lo acompañan los recuerdos.

Nuestros Carls cargan, además, con la desidia de un Estado que hace largo tiempo perdió su carácter benefactor. Por eso perciben jubilaciones vergonzosas, por eso no se atienden sus derechos a cobrar lo que les corresponde -lo que los lleva a marchar una y otra y otra vez por la plaza Independencia-. Por eso son prisioneros de un sistema de salud que en infinidad de casos roza lo indigno. Cada vida, cada historia, está construida por una extensa sumatoria de episodios y de subjetividades. Es una carga emotiva que se viene de golpe cuando la vejez toca la puerta. Si a esa carga se le agrega la certeza de que las necesidades básicas no están satisfechas, el peso se torna aplastante. Y si además el destino es recibir la indiferencia -cuando no el desprecio- del resto, sólo queda lugar para el dolor.

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En Carl había un sueño guardado. Era la foto de un lugar exótico y fascinante, recortada décadas atrás. Él, que vivía días calcados, apenas con el desafío de sentarse en el porche a añorar el amor de Ellie, simplemente tenía la llave del interruptor hacia abajo. Fue un niño, Russell, el que lo encendió otra vez. En la torpe tenacidad de Russell, Carl vio un reflejo de sí mismo. y Russell, pura inocencia, entendió que gracias a esa figura enjuta y amenazante podía encontrar su propio camino. La foto dejó de ser una postal para Carl. Allá fue entonces.

Sí, a veces los disparos suenan para el lado de la justicia. La foto principal de nuestra portada es un reconocimiento a las autoridades y a los alumnos del Colegio Nacional, quienes recibieron con un clima de fiesta la visita del ingeniero Roberto Cudmani. Todo surgió a partir de una muy buena idea del Ministerio de Educación, que implementó el programa “Mi primera escuela”. La propuesta es que figuras destacadas por su trayectoria académica o profesional regresen a las escuelas de las que egresaron para interactuar con los chicos. Hay una lista extensa, conformada por nombres prestigiosos.

La experiencia en el Nacional fue óptima. Cudmani, que tiene 83 años, no preparó discursos. Sus intervenciones fueron espontáneas, desgranando memorias, contando anécdotas y brindando algún que otro consejo. Porque en el fondo se trata de eso. No es el caso de aguardar que los ancianos sabios de la tribu emitan sentencias ni que revelen el sentido de la vida. Más bien se trata de aprovechar las experiencias ajenas y de hacer lecturas útiles de ellas. Los asesores funcionan mucho mejor que los gurúes.

El retorno de Cudmani a su viejo y querido colegio, la calidez y el respeto que recibió, le provocaron una mezcla de alegría y de emoción. Hizo lo posible por reprimir las lágrimas. Además de sentirse reconocido, captó un mensaje más profundo e importante: lo que tiene para decir es valioso.

El final de “Up” es feliz; no podía ser de otro modo. Los títulos de cierre se mezclan con Polaroids de Carl y Russell en plan compinches. Carl es pura sonrisa y simpatía, porque antes que anciano es un hombre en plenitud. Siempre la imagen de lo que podría ser -de lo que debería ser- impacta más cuando la pantalla se oscurece. No estamos acostumbrados a los finales felices. Hasta que alguien recoge el guante y demuestra, por ejemplo con iniciativas como “Mi primera escuela”, que hay una chispa al final del túnel.

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