Cuesta abajo

Se cansó de dar vueltas. No podía ser que no la encontrara. En 19 años de ausencia, pocas cosas habían cambiado. El desaliño de El Bajo retozaba bajo el sol de invierno. Los árboles de la avenida Avellaneda lo saludaron. El atareado bastón paseó la emoción por la Mendoza primera cuadra, donde había sido su morada transitoria y prestada, cuando la democracia le dio un empujón de luz a la siniestra oscuridad de la dictadura. Dio vuelta por la Balcarce, llegó a la 24 de Septiembre y giró hacia el cerro. Se detuvo en una esquina. Con el pañuelo acarició los contrariados anteojos. Reconoció el imponente templo que cobijaba a la patrona de Belgrano. Se persignó. La imagen de Marco Avellaneda presidiendo el recinto legislativo lo estremeció. La vocinglería de memorables sesiones mojaron los recuerdos. “Es esta, no puede ser otra, aunque ahora tiene otro nombre”, murmuró.

La siesta desparramaba silencio. Sus ajadas piernas lo pasearon sorprendido por esa cuadra gorda de historia política y educativa. Al cruzar la San Martín, una zambita silbó en su memoria y despertó en sus orejas la voz de don Ata. Vio tras la fachada que crecía un edificio. El auditorio radial, donde había escuchado a grandes artistas, era un retazo del olvido. Abstraído, trató de evocar esos tiempos hermosos, sin darse cuenta de que un mendigo se le había puesto a la par. “Negocios inmobiliarios de la nueva clase dirigente”, le dijo adivinándole los pensamientos, mientras rastreaba en el bolsillo un mendrugo.

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Lo tomó del brazo. Caminaron juntos. Pasaron frente a un ancho enrejado. Al llegar a la Mendoza, se detuvo. “Estoy medio perdido, m’ hijo, antes quedaba… en el número 157 estaba… una casa muy querida”, dijo, mientras la sonrisa de Atilio Santillán lo miraba y lo abrazaba aquel febrero de 1976. Imágenes de los dos años y medio que estuvo en la cárcel de Caseros a partir del 55 por gestión de la Libertadora, salpicaron sus lentes. Cruzaron. Quería ver de cerca la casona, donde había funcionado el Siprosa que él había creado. Bocinazos lo sobresaltaron. Soberbias camionetas giraron hacia el sur y se detuvieron a media cuadra. Los dos volvieron sobre sus pasos.

El enrejado estaba corrido y dejaba ver una moderna construcción con un cartel que le paralizó el corazón. “La vieja casona donde… ¿será posible?”, balbuceó. “¿Sorprendido? Desde hace unos años todo ha cambiado, troesma. Casi todos sus inquilinos son prósperos, algunos llegaron de otros partidos… un movimiento de 4 x 4, que le dicen… Fíjese, abuelo, la piqueta ha destruido el pasado, el presente está copado por arribistas de florecientes bolsillos… los descamisados suyos son ahora vagos de miércoles para ellos”, dijo el pordiosero rascándose la mollera. “¡Pero si se ha llegado a esto es porque los otros lo permitieron! ¡Es una vergüenza!”, se indignó. “Bueno, no hace falta que le diga por qué baila el mono… tanto unos como otros son los responsables, ¿que no? Me parece haberlo visto antes…”, acotó. Exasperado dijo: “el peronista que en nombre del movimiento sirve a un círculo o a un caudillo, lo es sólo de nombre; cuando un peronista comienza a sentirse más de lo que es, empieza a convertirse en oligarca...” “Ya sé, ¡usted es… el Pepe Mujica tucumano!”

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“Vea, m’ hijito, estamos perdidos con aquellos que abrazan la política para enriquecerse. ¿Sería tan amable de acompañarme a tomar el Exprebus en la terminal? Quiero regresar ya mismo a mi morada eterna de Bella Vista. Es muy triste lo que acabo de ver. ¿Qué diría nuestra jefa espiritual? Ahora entiendo por qué le cambiaron a la calle el nombre de Rivadavia por el de Virgen de La Merced… para que se apiadara de ellos”, dijo don Fernando Pedro Riera y se perdió por la Mendoza, cuesta abajo del brazo del indigente.

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