Latigazo, impotencia y autoritarismo

Hay un abismo entre las “reglas Mandela” para el trato digno a detenidos, mencionadas en diciembre por la secretaria de Derechos Humanos, Érica Brunotto, y los latigazos que le dio un policía del 911 a una mujer descompensada psicológicamente que se desnudó en el parque 9 de Julio el domingo pasado. A raíz del incidente, que fue denunciado como violencia de género por la organización feminista Mumalá y como apremios ilegales y violencia de género por el abogado Carlos Garmendia, la Policía lanzó una circular prohibiendo el uso de látigos, con lo cual ese incidente aislado pasó a ser la punta del iceberg de los problemas y la precariedad con que se desarrolla la labor policial cotidiana.

Los jefes les dijeron a todos los policías que sólo pueden usar arma reglamentaria, esposas y tonfa (bastón), y no los, al parecer, bastante usuales gas pimienta, látigos o “picanitas”. También les dijo que no pueden circular en vehículos desprovistos de chapa patente, sin espejos retrovisores, sin cinturón de seguridad, sin casco protector, sin carnet de manejo, sin seguro y sin verificación técnica, y que está prohibido difundir fotos de detenidos y de elementos secuestrados. O sea, irregularidades o hábitos de la vida cotidiana policial.

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El incidente es menor, pero significativo, porque pone en duda qué se entiende que deben hacer los agentes de calle, que son parte central de la función del Estado de proveer a los ciudadanos el derecho a la seguridad, contemplado en el artículo 28 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y en eso se entiende que la Policía debe a) Prevenir y detener el delito b) Mantener el orden público c) Prestar asistencia a personas que lo necesiten (cada país sujeta esas funciones a las leyes orgánicas de sus policías). El caso del parque se inscribe en la tarea de mantener el orden y prestar asistencia (ya que hubo una llamada de una persona inquieta por el exhibicionismo de la mujer) y generó inquietud no sólo por la desproporcionada reacción (le echaron gas pimienta y la persiguieron a latigazos gritándole, según ella denunció, “¡te lo merecés, por sucia!”), sino que escapa al principio de subsidiariedad básico en la tarea de seguridad, que obliga al agente a adoptar el método menos invasivo y que afecte en menor medida los derechos del sospechoso.

Eso está claro en este caso. Por más que hubo un gran debate en las redes sociales de gente a favor y en contra, es notorio que la mujer debió ser manejada de otra manera y que hacía falta para ello una persona que supiera enfrentarse a conflictos de esta índole.

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Sin preparación

¿Cuán capacitados para manejar conflictos están nuestros agentes? El secretario de Seguridad, Paul Hofer, dijo en diciembre a los integrantes de la comisión de emergencia en seguridad que “lo que me interesa es que un personal policial se transforme realmente en un profesional de la seguridad”, aunque su explicación pareció enfocada a la primera función (prevenir y detener el delito) y no a la resolución de conflictos. Si los agentes de calle (el 42% de los 8.400 policías, según se desprende de las explicaciones del jefe, Dante Bustamante) han entrado a trabajar después de sólo ocho meses de instrucción en la escuela de suboficiales, no se ve qué se entiende por profesionalismo en este caso. ¿Se los prepara en simulacro de situaciones conflictivas? ¿Tienen psicólogos para ello? En el servicio médico hay sólo dos psicólogas, “pero sólo para autorizar notas médicas por problemas de salud mental o de estrés que ya estén diagnosticados con psicólogos particulares”, dice el agente de calle Víctor Nacusse, que promueve la sindicalización policial, y que dice que los agentes están inquietos ante la prohibición de elementos disuasivos no letales, en medio de una sociedad envuelta en la violencia.

El asunto es serio y tema de debate en todas las policías. En Londres, en marzo, cuando fue el atentado en el que fanáticos de Estado Islámico atropellaron y atacaron a cuchilladas a transeúntes, hubo un agente, Keith Palmer, que falleció al enfrentarlos sólo con su tonfa. Los policías de calle en la capital británica no usan armas de fuego y siguen un protocolo estricto llamado “PLAN”–proporcionalidad, legalidad o legitimidad, rendición de cuentas y necesidad, según su sigla en inglés–. Eso relata la investigadora Anneke Osse en su libro “Entender la labor policial” (2006), escrito como un recurso para activistas de derechos humanos. Osse, a partir del hecho de que las policías, sobre todo en América Latina, son miradas como corruptas, clientelistas, mal preparadas y de gatillo fácil, dice que se las debe evaluar en función de la inseguridad de los ciudadanos y de las normas que rigen el accionar de la fuerza.

Herencia autoritaria

En nuestro medio la norma es la ley Orgánica de la Policía -Ley 3.656-, de tiempos de la dictadura, reconocida como antidemocrática por el mismo jefe de Policía -”He nacido con la Democracia, pero desde la Democracia nos han castigado porque el modelo policial venía con ese modelo militarizado”, dijo en marzo en la comisión legislativa. Una ley que divide a los hombres de seguridad en oficiales y suboficiales, que establece un régimen de castigos y obediencia y no permite la autonomía de criterio a agentes que están solos en la calle frente a lo que sucede. El presidente de la Corte Suprema, Antonio Gandur, ha pedido que se cambie este modelo policial plagado de ilícitos e irregularidades -dijo- por un escalafón único más democrático. La otra norma por la que se rigen los policías es la ley de Contravenciones -N° 5.140-, que ha sido declarada inconstitucional en 2010 por la Corte Suprema de la Nación y que, pese a que fue debatida hace cuatro años en la provincia, no ha sido reemplazada por una norma que regule la convivencia. Por ende, se sigue usando. Es que los políticos que han gobernado no han sabido cómo resolver el conflicto entre la necesidad de respetar los derechos individuales de las personas y la necesidad de mantener el orden en la vida ciudadana. Anneke Osse habla de eso en su libro, cuando dice que no se trata del orden dictatorial, sino de una convivencia pacífica sustentada con el respeto a la ley y con la colaboración entre la Policía y una ciudadanía que confía en sus agentes. En nuestro medio, hasta ahora el programa llamado “Cultura del encuentro” y la iniciativa “Seguridad Inteligente, informantes prevenidos” que ha desarrollado la Subsecretaría de Participación Ciudadana no han sido eficaces. La desconfianza cunde, lo mismo que la violencia y la sensación de inseguridad.

Riesgo de todos

Es que no se trata solamente de uso de armas. Los agentes se las ven negras cuando el mismo Estado los obliga a usar armas de fuego, o gases lacrimógenos, o postas de goma, en situaciones de conflicto habituales en la vida comunitaria, como las protestas o movilizaciones. Porque en ese uso pueden causar lesiones graves o hasta homicidios, como fue el caso de Miguel Reyes Pérez, muerto en Navidad por una bala de goma policial durante un conflicto en San Cayetano. Los mismos agentes piden que se habiliten las pistolas de descargas eléctricas Taser, que fueron aceptadas en un fallo de la Corte nacional de 2016 por un caso de la Policía Metropolitana. Los policías las consideran menos dañinas que una tonfa para inmovilizar a un agresor, aunque han sido cuestionadas desde 2006 por Amnistía Internacional, que ha dado cuenta de al menos 70 muertes en Estados Unidos por el uso de estas armas. El Presidente Mauricio Macri había pedido su uso en 2010 para la Metropolitana, cuando era jefe de Gobierno de la CABA. ¿Cómo son? En uno de los capítulos de “Happy Valley” se ve cómo la sargento de calle Cawood reduce al malo de la serie con una Taser.

¿En qué cambian las cosas con la prohibición de usar estas armas? En nada. El gas pimienta se sigue vendiendo en armerías y casas de pesca -lo usan muchas mujeres para protegerse de los arrebatadores-; los látigos son fácilmente conseguibles en el campo y son un inquietante símbolo del Malevo Ferreyra, como dice el abogado Garmendia; y las “picanitas”, reemplazo de las Taser, llegan de contrabando desde Paraguay o Bolivia. El cabo que se creyó el “Malevo” el domingo no sólo es un caso de abuso policial, arbitraridad y violencia de género, sino una muestra de una ideología autoritaria y pésima preparación profesional. De eso son responsables los funcionarios y los políticos que sostienen un modelo policial que clama a gritos una reforma democrática. Por la salud de la sociedad y de los mismos policías.

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