Crisis de identidad

El año electoral deja al descubierto la desesperada búsqueda de identidad de las principales figuras de este sainete que la dirigencia tucumana se empecina en llamar “política”.

A Juan Manzur se le complica cada vez más determinar en qué consiste ser peronista, producto de su pasado kirchnerista y alperovichista.

El gobernador parece querer disimular sus seis años de ministro “K”. Entonces invitó, primero, al gobernador del distrito más antikirchnerista: el cordobés Juan Schiaretti. Y, luego, al ex ministro de Economía K (autor de la resolución 125), Martín Lousteau, que fue embajador del macrismo en EEUU.

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No es difícil deducir que el gobernante tucumano intenta mostrarse como un kirchnerista reciclable, que se reivindica peronista, pero que puede acompañar al macrismo unas veces, y que en otras también puede enfrentarlo. Lo que sigue siendo un dilema es hasta qué punto será eficiente su búsqueda de un nuevo rostro político en el orden nacional, si en el orden provincial aún no define si llegó a la gobernación para quedarse, o sólo para cuidarle el sillón a José Alperovich.

Mandatario desde octubre de 2015, hasta fines del año pasado la indefinición política de Manzur todavía era interpretada en el oficialismo como una estrategia del mandatario para confundir a propios y extraños. Sin embargo, cuando propios y extraños ven a Alperovich retratándose en primer plano con Schiaretti y con Lousteau, dudan si el gobernador esconde las cartas de navegación o si, en realidad, está a la deriva.

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Claro que la crisis de identidad del gobernador pasa disimulada por la crisis de identidad del justicialismo tucumano: sus apoderados objetaron que otra fuerza se llame Partido de la Justicia Social, aduciendo que tal nombre puede generar confusiones porque esa es una de las banderas del PJ. ¿Dónde se agita ese estandarte en la frase “¡Yo tengo 10 mansiones, no una, y estoy acá! ¡Yo puedo estar en mi mansión ahora, pedazo de animal, vago de miércoles!”?, acuñada por su actual presidenta. ¿Flamea en el bolso con U$S 9 millones de José López, el suspendido vice segundo del PJ local?

Manzur, sin haber definido su rumbo en el poder, se entrampa cuando intenta definiciones políticas: hace 10 días le negó la condición de “compañero” al intendente capitalino. “Germán Alfaro se fue del PJ, él ya no es peronista, renunció a estar dentro del partido”, sentenció. Y predicó: “no hay dos o tres peronismos: tenemos líneas internas, pero dentro del peronismo; y los peronistas tenemos diferencias, pero nunca sacamos los pies del plato. Siempre discutimos en elecciones internas dentro de nuestro partido... Aquellos que se van no son peronistas”.

Si ese es el parámetro, ¿Cristina ya no es más peronista? Porque ella se fue del PJ: no formó una línea interna sino que sacó los pies de ese plato, fundó un nuevo espacio, y decidió no dar internas. Pero si resulta que pese a eso la ex presidenta sigue siendo peronista, ¿entonces Alfaro también lo es? Y si Alfaro es peronista, dado que Manzur se comparaba con él para negarle tal condición, ¿entonces el “no peronista” es Manzur?

¿Sabe Manzur qué es ser peronista?

El gobernante que no demuestra (ni dice) quién es él en la historia del poder, ahora tiene problemas para definir quién es quién en el peronismo. La indefinición crónica no es una virtud.

El fracaso de las expectativas

Si la crisis de identidad del gobernador y la del PJ de Tucumán no se viven dramáticamente es porque el radicalismo da indicios de peronización cultural.

Que el ministro de Transporte de la Nación, Guillermo Dietrich, visitara Tucumán esta semana para hacer anuncios de planes ferroviarios y recorrer obras aeroportuarias, en compañía del radical José Cano y sin invitar a Manzur, es culturalmente kirchnerista. Por caso, Manzur lo hace a diario: a sus recorridas diarias por los pueblos invita a algunos legisladores de la zona, y a otros no.

Pero más allá de los protocolos, que a esta altura del año los funcionarios nacionales visiten obras en la provincia, prescindiendo de las autoridades que son de signo político distinto, habilita a que el oficialismo local denuncie que se está haciendo proselitismo con recursos públicos. Y de eso el peronismo local sabe mucho: lo hizo durante toda la democracia pavimentadora alperovichista.

En estas conductas peronizadas se advierte que José Cano, escogido por el electorado tucumano para ser el antagonista de Manzur, también busca una identidad desde el inicio del macrismo.

Precisamente, es Manzur (el “otro” a partir del cual Cano también se define) quien hizo patente esta semana las indefiniciones del radical. Lo hizo cuando declaró que el Plan Belgrano, así como la gestión del opositor en esa unidad del Gobierno nacional, habían “fracasado”.

En rigor, Cano tiene chances de ser electo diputado en octubre, lo cual volverá a darle plafón electoral para ser candidato a gobernador en 2019. Y si no resultara consagrado, su mandato lo dejará “en horario” para ser candidato a senador en 2021. Ya su designación como ministro nacional ha sido todo un reconocimiento para su carrera política.

Pero la maldición arrojada por Manzur se alimenta de una vacilación que experimenta una porción importante del electorado: el Plan Belgrano no es, hasta aquí, lo que prometieron. Lo que se traduce en que lo que ha fracasado son las expectativas que Cano sembró respecto del área en la cual lo designaban.

Cuando se revisan las incumbencias y las metas del Plan Belgrano, anunciadas en noviembre 2015, se observan deudas severas respecto de los objetivos. Las autopistas en las rutas 9, 34 y 14 siguen siendo promesas. Al igual que el centenar y medio de centros para la primera infancia. Y que la ampliación de los hospitales y del plantel de médicos.

También hay cuestiones grises, como alentar el empleo en la región. Las últimas estadísticas dan cuenta de que en Tucumán (y en la región) no hay menos desempleo, pero tampoco hay más.

Finalmente, hay objetivos con los que sí se está cumpliendo. En la lucha contra el narcotráfico, se creó la Agencia Federal antidrogas y se duplicó el número de operativos en las fronteras, así como el secuestro de estupefacientes. Hubo una baja en las retenciones a la exportación de soja. Del plan de infraestructura aerocomercial, se amplió la plataforma del aeropuerto tucumano. Y en cuanto a la recuperación ferroviaria, el Belgrano Cargas va por su tercera etapa.

A la par, el fomento de la citricultura y de la producción de bioetanol son un hecho: se reabrió el mercado de EEUU para el limón y aumentó el corte de combustibles con alcohol de caña.

En lo que el Plan Belgrano sí se frustró es en la promoción de “una reforma electoral que asegure el respeto al voto real de los ciudadanos”. En Tucumán nada se hizo. Pero ese fracaso es de Manzur.

Ese es el balance de un programa que, carente de unidad ejecutora, coordina recursos de los distintos ministerios nacionales. Pero Cano, en lugar de presentar al Plan Belgrano como un organismo en esa justa medida, prometió otra cosa.

“La Argentina tiene una deuda con el norte y con su gente. Y hoy queremos empezar a pagarla”, le dijo a LA GACETA en noviembre de 2015.

“Represento a un gobierno nacional que ha tomado la decisión de recuperar la senda del desarrollo para el norte del país”, les manifestó a los legisladores tucumanos el 7 de marzo de 2016.

En Chaco, 96 horas antes, había dicho: “es necesario mejorar la calidad de vida de los habitantes del NEA y NOA. El Plan Belgrano busca terminar con la asimetría en la Argentina”. En Salta, un mes después, aseveró: “El Presidente nos plantea un desafío al reconocer el rol histórico que nos toca como región”.

Cano, entonces, presentó a su ente (y se presentó a sí mismo a través de su ente) como el “Gran Reconstructor”. Pero ese no era su papel y esa errónea definición se proyecta ahora sobre el organismo.

Claro que la crisis de identidad de Cano pasa disimulada por la crisis de identidad del radicalismo: el macrismo ha tomado la oprobiosa decisión de suprimir 70.000 pensiones, sin discriminar aquellas que pueden haber sido objeto de clientelismo de las decenas de miles que han sido dignamente asignadas. Y salvo contadas excepciones individuales, la UCR no ha dicho nada -miserablemente nada- ni en la Nación ni aquí.

Puede que el radicalismo sea eso hoy: una agrupación de empleados de dirigentes con cargos públicos, cuya función es que sus patrones mantengan la renta estatal a cambio de acompañar con silencio domesticado cualquier salvajada del Gobierno nacional. Ese que, de concretarse la reforma ministerial ventilada esta semana, no dejará ni un solo radical en el Gabinete. Pero eso no era el radicalismo. Por el contrario: la voluntad de sus fundadores de ampliar los derechos básicos a los sectores pobres fue tal que, a comienzos del siglo XX, el orden conservador los acusaba de ser “populistas”.

Esa sí que es una crisis identitaria...

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