“Maestro” como él hubo muy pocos

“Maestro” como él hubo muy pocos

UN GRANDE. Además de gran golfista, De Vicenzo fue una excelente persona. UN GRANDE. Además de gran golfista, De Vicenzo fue una excelente persona.

Toda una paradoja, el gran Roberto De Vicenzo y el búlgaro Bogdan Dochev (ya diremos quién es) murieron el jueves pasado, casi juntos. El primero tenía 94 años. El segundo 80. La prensa informó con enorme despliegue lo que significó De Vicenzo ya no para el golf, sino para el deporte argentino.

Y no sólo por sus títulos (231). Sino especialmente por su calidad humana. Y porque llevó toda su vida asumiendo como pocos lo han hecho en el alto nivel que el deporte tiene reglas. Que esas reglas, a veces, pueden sonar injustas y hasta ridículas, pero que, en el momento de la competencia, deben ser respetadas. Me refiero, claro, al célebre error del golpe de más anotado por error en su tarjeta que frustró su posible triunfo en el Abierto de Augusta de 1968. Todos vieron que Roberto marcó un gran birdie y empleó tres golpes en el hoyo 17. Su compañero de vuelta, Tommy Aaron, se equivocó y anotó cuatro. Y Roberto firmó la tarjeta sin advertir el error. El total, pues, sumó 278 golpes. Y frustró el desempate contra Bob Goalby, declarado ganador con 277.

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A ojos de hoy, cuando justamente se usa la TV para definir situaciones polémicas, esta es una historia que acaso suena imposible de entender. Sucedió hace medio siglo.

Nunca podré olvidar algunos de los conceptos que me dejó De Vicenzo en una charla de años atrás. Lo entendí como una de las mejores lecciones de un deportista top. Decía Roberto que aprendió a jugar a través de los ojos, pero sin que los ojos trabajaran “más rápido que los movimientos”. Que la “sensibilidad” de sus pies le permitía reconocer cómo sería el pique en un green o cuánta arena había debajo de un bunker. Que aprendió a “escuchar a los árboles”. Y “a conocer el corazón de la pelota”.

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Y, como le dijo al colega Daniel Mancini, para su libro biográfico: “Mi juego no inspiraba confianza, pero mis decisiones generaban admiración”. Se refería, por ejemplo, a maderas y golpes que arriesgó para ganar atacando en el Abierto británico de 1967. Roberto aprendió a tomar decisiones de vida cuando tenía apenas 10 años de edad. Su madre Rosa falleció en pleno parto de mellizos y él debía cocinar para sus hermanitos. “Al golf -dijo una vez- se juega por dos motivos: para bajar la panza o para llenarla”. Él, claro, lo hizo para llenarla. Pero sin olvidar jamás que el respeto a las reglas era, ante todo, el respeto primero al adversario. Y también al público. Y al deporte.

Dotchev, y acá llegamos finalmente a nuestro segundo personaje de hoy, fue protagonista central de una historia símbolo absolutamente opuesta a lo que representó De Vicenzo. El búlgaro fue jugador del Levski Sofía en 1964. Pero eso importa poco. Se dedicó al arbitraje desde 1968. Y esto sí empieza a importarnos más. Porque a comienzos de los ’80 comenzó a dirigir partidos internacionales. Debutó en el Mundial de España 82, donde dirigió Italia- Camerún. Entre 1983 y ’84 dirigió semifinales y finales europeas. Arbitró a Real Madrid en el Bernabéu y a Manchester United en Old Trafford. Y llegó a su segundo Mundial: México 86.

Debutó con Paraguay 2-Bélgica 2. Sobre el final, cobra un tiro libre indirecto para Bélgica. Roberto Fernández vuela pero no llega. Bélgica grita gol y Dotchev amaga cobrarlo. Lo salva su juez de línea. Es el tunecino Ali Bennaceur, que le hace señas de que Fernández no había siquiera rozado la pelota. Según contaría Bennaceur tiempo después, Dotchev le agradeció y le dijo: “Míster Bennaceur, usted me salvó el pellejo”. La misma dupla, con roles invertidos, dirigió luego uno de los partidos más famosos en la historia de los Mundiales: Argentina 2-Inglaterra 1. La dupla que no vio La Mano de Dios. Esa dupla.

¿Por qué la FIFA eligió al tunecino para un partido tan pesado? En rigor, la FIFA designó al brasileño Romualdo Arpi Filho, tan bueno que fue elegido luego para la final. Julio Grondona le pidió a Carlos Espósito, árbitro argentino en ese Mundial, que siguiera por todos lados al brasileño. Quería evitar sorpresas. Pero Inglaterra lo objetó por su condición de sudamericano y allí quedó entonces Bennaceur.

Diego, su mano, llegó antes a la pelota que Peter Shilton. Bennaceur cuenta que él miró a Dotchev, ubicado en mejor posición, y que éste no le indicó nada. Y que por eso dio el gol. En las dos únicas entrevistas que dio, Dotchev contó que por algo se quedó parado, sin correr hacia el medio. “Ví que fue mano, lo tuve claro en ese segundo, pero los reglamentos de entonces no me autorizaban a cambiar la decisión de Bennaceur”, dijo el búlgaro. Uno y otro se cruzaron reproches. Imposible (¿o no?) pedirle a Diego que actuara en ese segundo como tal vez (¿o no?) lo hubiese hecho De Vicenzo.

Como sea, hubiese sido acaso mejor escuchar menos burlas. Siempre pienso cómo habríamos reaccionado aquí si esa mano hubiese sido inglesa y no argentina. ¿Y si Dotchev la hubiese sancionado? “Los lineman -escribió Andrés Burgo en su gran libro ‘El Partido’- suelen ser los asesinos perfectos del fútbol: nadie conoce sus nombres ni sus caras. Son fantasmas que no dejan huellas”. Y que se van en silencio.

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