La era de los “imbéciles indignados”

La era de los “imbéciles indignados”

“La indignación moral es la estrategia del imbécil para parecer digno”, sostenía el filósofo canadiense Marshall McLuhan, autor de “El medio es el mensaje”, una de las biblias de la comunicación moderna, publicada hace medio siglo.

McLuhan ya hablaba de “aldea global” en la década del 60, cuando ni siquiera existía internet. Un visionario de fuste, un anticipado sociocultural sin fisuras.

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Analizó como pocos el comportamiento de las masas frente al surgimiento de los medios electrónicos. Las reacciones en cadena de las manadas enceguecidas. Decía que “la televisión rompió el confort de los cuartos de estar con la brutalidad de la guerra. Vietnam se perdió en ellos, no en los campos de batalla”.

La indignación moral de los imbéciles a la que hacía referencia el autor de “La galaxia Gutemberg” nos recuerda uno de los métodos de tortura más antiguos de los que se tenga registro: la lapidación.

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Hoy prohibida en la mayoría de los países, aunque aún se practica en algunas naciones musulmanas para castigar el adulterio o la prostitución, la lapidación consistía en que una multitud le arrojaba piedras a un reo hasta matarlo, lentamente. Usualmente lo cubrían con una tela para no ver los efectos horrendos que iban causando los golpes.

Es fácil imaginar que entre esas multitudes enceguecidas debía haber muchos adúlteros, ladrones, mentirosos, estafadores y criminales de todo calibre que curaban sus culpas castigando públicamente al chivo expiatorio.

De allí surge la célebre cita de Jesús, “el que esté libre de culpas que arroje la primera piedra”.

Igual con los linchamientos públicos -o intentos de linchamientos, porque linchamiento es la ejecución consumada-, tan antiguos también como las lapidaciones.

Intentos de linchamientos que perduran hasta hoy, aquí mismo, en Tucumán, cuando una muchedumbre enajenada realiza un “arresto ciudadano” y se erige en jueces sin proceso legal previo. Desde violadores hasta ladrones de celulares, todo vale para vomitarles la ira acumulada en el estómago.

La imbecilidad bajo el falso manto de la bronca, la inseguridad, la ofensa moral, la ausencia del Estado protector o la simple confrontación ideológica o de ideas, sirven de pretexto para lavar culpas propias acribillando al chivo expiatorio. Prácticas que alcanzan sus niveles máximos de idiotez con el insulto y la agresión a, por ejemplo, el adversario deportivo.

Las cabras de Satanás

Chivo expiatorio es una expresión de origen bíblico que hace referencia a un ritual religioso, en el que un sumo sacerdote tomaba dos animales, a uno lo sacrificaba para la expiación de los pecados de los israelitas, y al otro lo cargaba con todas las culpas del pueblo judío y se lo enviaba al desierto para que lo recibiera Azazel, una especie de ángel caído o lugarteniente de Satanás.

“Estamos en un coche yendo hacia el futuro utilizando sólo nuestro espejo retrovisor”, advertía McLuhan, cinco años antes de que se enviara el primer e-mail entre dos computadoras solitarias (1971), 30 años antes del lanzamiento de Messenger (1997) y casi 40 años antes del surgimiento de Facebook (2004).

Las redes sociales confirmaron de manera tan contundente las anticipaciones visionarias de McLuhan, que pareciera que las hubiera soñado, del mismo modo que Leonardo Da Vinci imaginó el helicóptero, el automóvil, la calculadora o la ametralladora, más de 400 años antes.

El insulto fácil, la calumnia rápida, la injuria decesada, la agresión simia y brutal, conquistaron las redes virtuales y se convirtieron en las nuevas formas de lapidación pública, de intentos de linchamiento electrónicos, para colmo en su gran mayoría escondidos bajo un anonimato inmoral y cobarde.

¿Qué nos diría hoy McLuhan si viera WhatsApp? Quizás que seguimos yendo hacia el futuro en coche, pero ya ni siquiera mirando el espejo retrovisor, sino directamente a ciegas, o más bien enceguecidos, con esa manada de imbéciles indignados que sólo busca limpiar su empobrecida dignidad, lavar sus infinitas culpas maquilladas bajo la hipocresía que reina a sus anchas.

Cuando alguien grita desaforado “¡todos los políticos son ladrones!”, una de las tantas falacias instaladas por los imbéciles indignados de McLuhan, no está diciendo otra cosa que “¡miren de honesto que soy yo!”, o bien “¡si yo fuera político sería un ladrón!”

Porque como bien advierte la psicología, cuando hablamos del otro, siempre decimos más de nosotros mismos que del otro.

Nuestro cerebro nos engaña

¿Por qué nos cuesta tanto intercambiar opiniones disímiles? O más difícil aún, ¿por qué nos cuesta tanto cambiar de opinión?

La neurociencia nos explica que existen procesos mentales que se disparan, a pesar nuestro, para defender nuestras creencias, y de ese modo evitar el pánico o la culpa que nos ocasiona descubrir que estábamos equivocados. Es que acaso para nuestro cerebro admitir que hemos vivido equivocados, sobre todo si comprendemos cabalmente que tenemos una sola vida, puede ser una tragedia.

Pedro Bekinschtein, doctor en Biología de la UBA-Conicet, explica que uno de esos procesos es el llamado “sesgo de confirmación”, que es cuando buscamos y buscamos información, por ejemplo en Google, hasta que encontramos la que coincide con lo que pensamos. Esto puede producir, aclara Bekinschtein, un efecto denominado “tiro por la culata”, que ocurre cuando nos topamos con información que contradice nuestras creencias. Entonces se produce otro de los procesos, denominado “escepticismo motivado”. Por ejemplo, dice el biólogo, si somos “antivacunas” pero leemos uno tras otro trabajos científicos que confirman que las vacunas son positivas y seguras, inmediatamente vamos a elaborar teorías conspirativas, tipo “los laboratorios les pagan a los medios para hacerse ricos con las vacunas”.

¿Cuánta información contraria a lo que creemos debemos consumir para cambiar de opinión? Según un estudio liderado por el investigador estadounidense en ciencias políticas, David Redlawsk, recién con un 30% de información negativa sobre nuestro candidato preferido empezamos a dudar y a cambiar de opinión. Aún así, aclara Redlawsk, es muy difícil que alguien llegue a leer el 30% de información que contradiga sus creencias.

Esto se debe a que en este estado se dispara un nuevo proceso cerebral, llamado “ceguera atencional”.

Bekinschtein explica que nuestra atención es como un reflector y sólo llega a nuestra conciencia lo que está iluminado. El resto permanece en total oscuridad. Y que son nuestras creencias e intereses los que dirigen ese reflector sin que lo notemos.

Pero la cosa se agrava más aún. El biológico explica que además del “sesgo de confirmación”, el “escepticismo motivado”, la “endogamia de pensamiento” y la “ceguera atencional”, existe un quinto proceso, y es quizás el más importante: “el olvido intencional”.

Encima que nuestra mente ya cuenta con una información bastante sesgada, una vez que esos datos mutilados atraviesan los circuitos cerebrales para ser almacenados, son antes modificados de acuerdo a nuestros prejuicios y creencias. Más grave aún para nuestra búsqueda de “la verdad”, cada vez que recordamos algo, ese recuerdo se actualiza con la información nueva que fuimos adquiriendo y de acuerdo a nuestras emociones e intenciones actuales.

Por esa razón, revela Bekinschtein, muchos científicos se oponen al uso de testigos oculares en los juicios, porque somos muy proclives a generar recuerdos falsos o modificados.

Lo que cambiamos nos cambia

“Somos lo que vemos”, sostenía McLuhan, y como sólo vemos una parte, la que nos interesa y no contradice nuestras creencias, somos seres incompletos, parciales, interesados y con escasa autoridad para opinar y mucho menos emitir juicios sobre el otro distinto.

McLuhan también afirmaba: “formamos nuestras herramientas y luego éstas nos forman”. Inventamos los celulares y luego estos nos dominaron, nos cambiaron la vida a niveles insospechados. Y así la rueda de la tecnología sigue girando, la modificamos, luego nos modifica, la modificamos, nos modifica...

Según la neurociencia, uno de los mejores antídotos para enfrentar este océano de subjetividades, de olvidos intencionales, escepticismos motivados o cegueras atencionales, es el pensamiento científico.

Es decir, retornar a las bases del saber comprobado, desacelerar la inmediatez enloquecida de las redes sociales, recurrir a las fuentes confiables antes de reproducir cualquier cosa, sólo por el hecho de que nos guste que esa cosa fuera verdad y, sobre todo, dejar de juzgar como imbéciles indignados al otro para salvarnos, porque como decía McLuhan, en esta nave no hay pasajeros, somos todos tripulantes.

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