Es posible que la escuela más pequeña del mundo esté en Simoca

Es posible que la escuela más pequeña del mundo esté en Simoca

Son apenas 14 alumnos, pero a veces no pueden llegar todos; la directora se jubilará el miércoles y los lugareños esperan que la institución siga funcionando.

TURNO TARDE. Formados, uno al lado del otro, los alumnos se preparan para presenciar el izamiento de la bandera. LA GACETA / FOTOS DE ANALÍA JARAMILLO.- TURNO TARDE. Formados, uno al lado del otro, los alumnos se preparan para presenciar el izamiento de la bandera. LA GACETA / FOTOS DE ANALÍA JARAMILLO.-

Si le toca ir caminando a la escuela, Antonio Acuña (10 años) puede tardar, más o menos, una hora, porque desde su casa tiene que andar unos cinco kilómetros. En bicicleta es más corto: apenas 20 minutos. Al mediodía, Antonio se prepara con su delantal blanco impecable. Mientras su madre, Sandra Noemí Fernández, le acomoda el flequillo con un peine de plástico, Antonio revela que cuando sea grande quiere ser policía. Una parte de la casa es de adobe y techo de paja; la otra, es de ladrillos de bloques. Pero todo el piso es de tierra. Dos perros duermen despreocupados en un rincón, cerca del fuego. Víctor Alberto Acuña, padre de Antonio, tiene 62 años y toda su vida se dedicó a la cría de chanchos y a la caña de azúcar. Con destreza usa el machete con la mano derecha para cortar cañas. El filo de la hoja resuena como silbido en el aire al quitarle las hojas. Con orgulloso dice: esta es la caña más blandita y dulce...

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Rodeada de álamos y eucaliptos de 20 metros de alto, tiene techos de zinc, un mástil en el centro del patio y el acceso principal es un camino de tierra. En el fondo hay un horno de barro, del tamaño de una mesa de ping pong, y en la entrada, a la intemperie, se observa un cartel de chapa oxidada por el paso del tiempo, en el que puede leerse: Escuela 317 - V Brigada de Infantería - Cejas de Aroca.

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El pueblo es un paraje de Simoca. Las calles levantan una polvareda cada vez que pasa un auto. Hay caña de azúcar por donde se mire. Al mediodía, el silencio se interrumpe, apenas, por el canto de los pájaros. A lo lejos se oye una voz latosa por altoparlante que ofrece sus mercancías. Es el verdulero que pasa todos los días en su camioneta con los productos frescos del mercado: papa, tomate, lechuga, manzana, naranja, huevos.

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Son nueve alumnos. Están formados uno al lado del otro, bajo una galería amplia. En una de las paredes pegaron las escarapelas que dibujaron en la víspera del 25 de mayo. Los delantales blancos relucen frente al patio de tierra. En el centro del terreno está el mástil con la bandera argentina. En los próximos cinco minutos será izada. Rodeada por eucaliptos y álamos, la escuela 317 de Cejas de Aroca aspira a conquistar un récord: ser la más pequeña del mundo. En total tiene 14 alumnos, pero a veces, por las distancias, no pueden llegar todos.

La escuela comenzó a funcionar en 1935, a partir de una donación de terrenos que hizo Julio Guerra, un finquero de la zona. Una placa de bronce recuerda el gesto filantrópico. En aquel tiempo era apenas un aula precaria con paredes de adobe.

Juan Gómez, de 65 años, vive en Simoca, pero estudió en esa aula. Recuerda que había más de 70 alumnos, todos en un mismo ámbito. Después, en 1974, el Ejército colaboró en la construcción del nuevo edificio, que se mantiene en pie hoy en día. En cambio, no quedan vestigios del aula original. Ante la falta de trabajo, la mayoría de los pobladores emigra con el sueño de encontrar una nueva vida. Por esa razón es que cada vez hay menos alumnos. Para colmo, en marzo pasado sufrieron las inundaciones. Gómez lo recuerda así: la calle era un río y había como 40 centímetros de agua en todo el campo a lo largo de ocho o nueve kilómetros.

Los adultos todavía evocan a una de las maestras que forjaron la construcción del nuevo edificio. Rosa Bazán era la directora que educaba con rigurosa disciplina. En su honor también hay una placa en la pared central de la escuela. Acuña, el papá de Antonio, y don Gómez, que vive en Simoca, la recuerdan con cariño.

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Mabel Jiménez está a cargo de la cocina. Con premura, ella prepara kipes con fideos para servir calientes, antes de empezar cualquier actividad educativa. Separa las ollas, enciende la hornalla, abre el freezer, controla lo que está en el horno, remueve la carne picada y todo parece estar sincronizado en su reloj mental. Se mueve de un lado a otro para que nada escape de sus tentáculos de cocinera oficial. Su rapidez tiene un secreto: con el kipe dejo todo listo el día anterior y lo guardo en el freezer para llegar y hornear...

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Antes del almuerzo, los varones juegan a la pelota en el patio trasero, cerca del horno de barro. La maestra Elena González (señorita Lita) se prepara para abrir el aula de jardín de infantes, como todos los días desde hace 15 años. Sergio Lazarte, el conserje, pasa el escobillón en el piso de la galería central, antes del izamiento de la bandera. Las niñas repasan los dibujos que hicieron de la escarapela y que fueron pegados en un mural. A la distancia se escucha el ruido de una moto. Está cada vez más cerca. Ahí viene Javier, dice Antonio y está claro que lo reconocen por el ruido del motor. El padre trae a dos de sus hijos. Entra hasta el patio. Frena. Los chicos bajan y se saludan con los que llegaron antes. Javier gira el vehículo en silencio. Saluda con la mano en alto, pero sin decir nada y acelera para volver a trabajar en su casa.

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Conoce a cada uno de los alumnos como si fueran sus hijos. Lleva 25 años trabajando en la escuela 317. Es la directora, María Estela Zerda, que vive en Simoca y todos los días hace el trayecto hasta Cejas de Aroca. Viste delantal blanco, con una escarapela en el lado del corazón. Tiene el cabello color mostaza y dos lunares arriba de la boca. Llega antes de las 14, pero sabe que esta semana será la última. El miércoles 31 de mayo empezará su jubilación. Con su experiencia, sabe que los tiempos han cambiado; admite que los chicos ya no son como antes. Advierte que en su lugar de trabajo no se nota tanto, porque son chicos muy sanos, pero en general es un problema. Su opinión la sintetiza en una frase contundente: antes, la palabra de la maestra era ley...

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Después de izar la bandera, los chicos se dirigen al comedor. El plato caliente de kipe con fideos los espera. Luego, la directora los llama al aula principal para empezar la clase. ¿Cuántos de los 14 alumnos habrán asistido hoy? El año pasado se rumoreó la idea de cerrar la escuela por tener tan pocos inscriptos. Sin embargo, los lugareños quieren que se mantenga funcionando. En especial, pensando en las nuevas generaciones. Si cierran, los chicos de Cejas de Aroca tendrán que ir a otra escuela de Simoca, que está más lejos todavía.

Frente al pizarrón, antes de abrir la clase del día, la directora mira con nostalgia a su alrededor; sabe que le quedan pocas horas y dice: es una etapa que se termina. Ahora voy a dedicarme a viajar; tal vez a Buenos Aires, donde están mis primas, y también a bailar, porque soy del folclore. A mí nadie me saca el folclore...

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