El obligado calzón

En 1795, como es habitual, hacía bastante calor en la aldeana San Miguel de Tucumán. Sin duda esa fue la razón que movió, a muchos trabajadores, a circular ataviados solamente con calzoncillos y omitir el calzón. Obviamente, no se trataba de la minúscula y ceñida prenda actual, sino de una de tela liviana que llegaba hasta el tobillo.

Escandalizado, se reunió el Cabildo. No tuvo en cuenta el calor, sino que consideró que con esa práctica se quería ahorrar en la vestimenta completa. Sin discusiones, juzgó que tal atuendo vulneraba de frente las buenas costumbres, y mucho más usado en presencia del sexo femenino. Así, lo prohibió tajantemente en la sesión del 20 de octubre de ese año, bajo penas diversas que, según lo usual, dependían de la clase a la que perteneciera el infractor.

Expresa el acta del Cabildo que había notado “de algún tiempo a esta parte, el abuso introducido en la gente que se conchaba, de no usar, la mayor parte de ellos, calzones, acostumbrándose a andar con sólo calzoncillos”. Este traje era “no tan sólo indecente y deshonesto”: sucedía que a las faenas, “las ejercitan en presencia de mujeres jóvenes”. Le parecía que, en lugar de comprar calzones, invierten “el salario que ganan en juegos y otros desórdenes, sin atender al escándalo que causan, e irreverencia, cuando se presentan en las iglesias”. Por todo lo que, “a efecto de poner el debido remedio y cortar tan perniciosa costumbre”, dice el acta, “determinó, ordenó y mandó Su Señoría (esto es, el Cabildo), que ninguna persona, de cualesquiera clase o calidad que sea, ande en lo sucesivo, ni se ponga en trabajo público, sin tener los calzones puestos”. La pena era “25 azotes a la gente de baja esfera, que se encontrase sin ellos, y al español, la de 4 pesos para la obra de la Cárcel y 8 días de prisión por la primera vez”.