Una aventura *
PROLÍFICO. César Aira tiene más libros publicados que años de vida. A los 68 es autor de más de 70 obras. La mayoría de ellas son novelas. PROLÍFICO. César Aira tiene más libros publicados que años de vida. A los 68 es autor de más de 70 obras. La mayoría de ellas son novelas.
21 Mayo 2017

Por César Aira

A mí nunca me había pasado nada, y lo sentía agudamente. Quiero decir, nada memorable, nada que saliera de lo previsible, algo dramático que marcara un antes y un después en mi vida que era como la de todos, o un poco menos. Por supuesto que me pasaban cosas, porque no pueden dejar de pasar, pero si sentía que a los demás les pasaban más era porque yo devaluaba las que me pasaban a mí, en mi anhelo de aventura. Otros podían sentir que pasaba algo cuando compraban un televisor o se iban a la playa un fin de semana largo. Para mí eso seguía siendo nada.

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Una vida ordenada, profesionalmente satisfactoria, familia, amigos, rutina sin sobresaltos. Pedir más habría sido poco agradecido; además, pedir más habría significado pedir problemas. En el fondo, yo tampoco pedía más. Tengo horror de los problemas. Quiero vivir tranquilo. Si no había tenido aventuras era porque había evitado toda ocasión de que me sucedieran. Pero sabía lo que era una aventura; aunque no cultivé la imaginación, ni soy de cuentos o fantasías, no me absorbía tanto la vida cotidiana como para no poder concebir otra cosa. De ahí, una cierta nostalgia, sin forma definida.

Llegué a preguntarme si acaso no me estarían pasando hechos portentosos, y no los veía por estar demasiado cerca, por falta de perspectiva. Quizás dentro de muchos años, cuando mirara atrás, vería que me habían pasado cosas asombrosas? En cierto modo, fue lo que pasó, sin que tuvieran que pasar muchos años: en presente. De pronto me vi embarcado en una verdadera aventura, y sin darme tiempo para mucha reflexión, ni para preguntarme “¿Pero realmente me está pasando esto a mí?”, tan vertiginosa fue la carrera de los hechos, fui el protagonista, por una vez. La reflexión vino más tarde, el asombro, casi la incredulidad. ¿Me había pasado de verdad? ¿No lo había soñado? No: fue tan real como se puede serlo. Y yo había estado en el centro. La llanura de mi experiencia se engalanaba con un Everest de pico nevado.

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Cuando mi espíritu se hubo aquietado sentí esa clase de satisfacción que viene acompañada de la convicción de que “no se puede pedir más”. Había vivido algo que nunca había soñado siquiera que pudiera vivir. No habría otra, siendo quien soy y llevando la vida que llevo. No me quejaba. No quería más. Una gran aventura puede llenar toda una existencia como la mía. Además, en la remotísima posibilidad de que hubiera otra, también era remota la posibilidad de que yo saliera tan bien parado como esta vez. Había sido una rara perfección de la suerte, como una obra de arte bien acabada, o un rompecabezas en el que todas las piezas hubieran caído en su lugar.

Así la recordaba, en una delectación que la envolvía como cristal líquido. El sentimiento de intensidad de tiempo en el que había sucedido se actualizaba en la memoria. Su brillo era una garantía contra el olvido. La tendría siempre en la memoria tal como había sucedido. ¿Estaría ahí, intacta? pero estaría sólo allí, y en ninguna otra parte. No podía contársela a nadie, los testigos y participantes apenas si habían entrevisto partes del todo, sin entender, no tenían modo de reconstruir la trama general, y además eran desconocidos entre sí que se habían dispersado por el mundo. La magnífica aventura, entonces, era mi tesoro y mi secreto. Eso al principio no me preocupó; no tenía por qué hacerlo, ya que el secreto era parte de su mérito. Usarla para la jactancia habría sido devaluarla. Y por otra parte era imperativo que yo la mantuviera en secreto.

Pero con el tiempo empecé a sentir que era demasiado buena para dejarla de puro recuerdo inmaterial. Un insoslayable sentimiento de gratitud me pedía que hiciera algo por la aventura que había enriquecido mi vida. Pero sabía que fuera lo que fuera lo que hiciera iría en contra de la necesidad imperiosa de preservar el secreto. Es cierto que exponer un secreto no equivale a revelarlo, pero sí da una buena pista, y dada la naturaleza de este secreto yo no podía arriesgarme a dar la menor pista. Pero, con todo, sí podía exponer, como si saliera de mi imaginación, una historia que sólo yo supiera que había ocurrido de verdad.

* Fragmento (Mansalva, 2017).

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