Elogio de la paciencia

Elogio de la paciencia

Los actos terroristas cuestionan la viabilidad de una globalización que incluya armónicamente el mundo islámico. La reconstrucción del sistema internacional se impone como el mayor desafío de nuestro tiempo

EL DURO CAMINO DE LA MODERNIDAD. En la película iraní “El viajante”, se discute si frente a un abuso sexual los ofendidos tienen derecho a la venganza personal. Este debate ya es un progreso. EL DURO CAMINO DE LA MODERNIDAD. En la película iraní “El viajante”, se discute si frente a un abuso sexual los ofendidos tienen derecho a la venganza personal. Este debate ya es un progreso.
21 Mayo 2017

Por Marcelo Gioffré - Para LA GACETA - Ammán (Jordania)

En la tarde del 22 de marzo de este año Khalid Masood, con su camioneta Hyundai, atropelló sobre el puente de Westminster a decenas de personas. El ataque de Londres fue reivindicado por la organización Estado Islámico, como parte de su lucha contra Occidente, y Scotland Yard exhibía perplejidad ante la súbita radicalización de este hombre aparentemente pacífico. Unos días después un acto similar ocurrió en pleno centro de Estocolmo. Actos así parecerían convalidar la postura discriminatoria de los nuevos populismos mundiales hacia los musulmanes. Integrismo islámico y antiglobalización creciente se retroalimentan y la pregunta que asoma es si es posible vislumbrar una globalización que incluya armónicamente el mundo islámico o si, por el contrario, el ámbito de esa futura globalización debería limitarse a Occidente. Esta pregunta adquiere especial resonancia cuando, más allá de haber perdido, el nacionalismo de Le Pen obtuvo el 35 % de los sufragios en Francia y el trumpismo ganó en los Estados Unidos.

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Los nuevos nacionalismos esgrimen argumentos convincentes en contra del mundo islámico: económicos, que los inmigrantes son pesadas clientelas de los servicios de educación, de salud y hasta de subsidios; y culturales, la sensación de que hay ciertas oleadas inmigratorias poco porosas, que no se asimilan a Occidente. ¿Es verdad que estas oleadas inmigratorias son impermeables? La historia muestra que, a diferencia de los bárbaros, los islámicos no se asimilaron bien a las culturas que conquistaron. Más aún: se han regodeado en la punición, como cortar las manos de los ladrones; en la misoginia, como la ablación del clítoris de las niñas; y hasta en la abierta sexofobia. También es verdad que aún hoy en muchos países de Medio Oriente rige la anacrónica prisión por deudas, que en los aeropuertos las requisas son invasivas y que en sus hoteles internacionales los pasajeros son sometidos a revisaciones exhaustivas cuando entran para alojarse. Visto desde afuera, todo el mundo árabe parece –en paquete– un inmenso polvorín a punto de estallar.

Pero lo que explica muchas de estas prácticas es el miedo. Miedo a que el deudor no pague, miedo a las penas divinas, miedo a los súbitos ataques. En una palabra: el miedo a la libertad. El problema entonces es la ignorancia, no que sean “oleadas impermeables”. El problema es que cuando la religión penetra las costumbres florece la intolerancia. Las civilizaciones precolombinas tenían miedo de que el sol no volviera a salir y por eso hacían la guerra florida, tomaban corazones de jóvenes y los ofrendaban al Dios del sol. Si la religión retrocede a una módica función de regulador social los miedos se aventan.

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La solución podría vislumbrarse como una peripecia jurídica, una especie de Tratado de Westfalia musulmán, o bien como una evolución sociológica, una paulatina torsión secularizadora que vaya operando en el interior de la sociedad árabe. Y algo de esto segundo comienza ya a percibirse. En un restorán de Amman donde hice una reserva, salieron a recibirme a la callejuela, con saludos en inglés, dos mujeres jóvenes, sin chador ni hijab, y un muchacho gay, con mechones teñidos de azul. En la película iraní El viajante, recientemente dada en la Argentina, se discute si frente a un abuso sexual los ofendidos tienen o no derecho a ejercer la venganza personal, el ojo por ojo, y el mero hecho de que esto entre en discusión es un progreso. De modo que se advierte una incipiente efervescencia de modernidad y cambio. Decir que son “oleadas impermeables”, o que hay un irreconciliable choque de civilizaciones, no es sino racismo. Lograr que pierdan los miedos es un tema de paciencia. Pero sobre todo para que Occidente sea creíble al ejercer esa pedagogía, esa ortopedia, es necesario que se sientan respetados como pares. Hay un ADN común, todos somos seres humanos que lloramos, amamos, sufrimos desencantos, tenemos ilusiones y morimos: a la larga van a incorporarse.

Ejemplo argentino

Una globalización a medias, que los dejara afuera, sería el huevo de la serpiente de nuevos conflictos. Si queremos que haya una justicia mundial, un gobierno mundial, que el mercado de trabajo sea global, que los delincuentes puedan ser perseguidos sin tener en cuenta las fronteras políticas de los países, estamos obligados a sostener nuestra disposición a convivir con el otro. No a soportarlo sino a incorporarlo aunque nos parezca guarango y aunque sus costumbres nos disgusten. Si los empezamos a mirar amistosamente no estarán más encerrados en sus casas mirando Al Jazeera y rumiando odios y miedos.

Lo importante no es recibir ciudadanos de otras culturas con beneficio de inventario, que trabajen de taxistas, de albañiles, de lavacopas, pero que no vengan a nuestras fiestas y que vivan lejos, rejuntados, en sus barrios miserables de la periferia, no, lo importante es que se fusionen, que haya una galvanización, una amalgama de sus músicas, sus comidas y sus costumbres con las nuestras. Una prueba de que esto no es utópico es que en los años 30 y 40 en la Argentina, en Constitución, más precisamente en la calle Lima, convivían tenderos judíos y árabes sin ningún problema: todos eran amigos.

El presidente egipcio Anwar el-Sadat, en 1981, durante su visita a Washington, invitó a Henry Kissinger a las celebraciones por la recuperación de la Península de Sinaí por parte de Israel, pero luego recapacitó y le cambió la fecha para seis meses más tarde, de modo de evitar una prescindible provocación. Era prudente. Sin embargo esa prudencia no fue suficiente: Sadat fue asesinado esa primavera, justo durante las celebraciones a las que había invitado a Kissinger. Pero quedó la estela de su mensaje amistoso.

La pelea por esa paz mundial, por ese gobierno mundial cuyo antecedente más extraordinario es el gran Inmanuel Kant, tuvo y seguirá teniendo víctimas, pero es una lucha que vale la pena. En la película Detrás de los olivos, del director iraní Abas Kiarostami, un chico le dice a su novia que ellos dos no pueden casarse porque ambos son analfabetos, que tienen que casarse con alfabetos para que sus hijos puedan aprender a leer y escribir y dar un salto cualitativo.

El gesto de Sadat y la película de Kiarostami tienen la potencia simbólica de un imperativo kantiano: abrirnos al otro con prudencia pero sin retaceos, aun cuando podemos ser arrasados en el intento. El mismo Kissinger, en su último libro, World order, de 2014, sostuvo que la reconstrucción del sistema internacional es el mayor desafío de nuestro tiempo y que esa interpelación medirá el éxito o fracaso de la próxima generación.

© LA GACETA

Marcelo Gioffré - Periodista y escritor.

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