Qué difícil es meter la mano en el bolsillo

Qué difícil es meter la mano en el bolsillo

Es curioso: muchos de los que se quejan por el cierre de Casa Managua son los que conspiraban contra la ecuación económica del negocio. Si cuatro comensales ocupan una mesa durante horas resistiendo con una (una) botella de cerveza los números no van a cerrar. Pero es propio del tucumano, ¿verdad? Pedimos mucho y, si no es gratis, anhelamos que al menos salga barato. La calidad que brinda un artista de los buenos, de esos que abundaron en las programaciones de Managua, obliga a meter la mano en el bolsillo. Ahí empiezan los problemas.

Quienes organizan un espectáculo cargan con la cruz de los mangueros crónicos. Todo productor sabe que un pedacito del talonario deberá destinarse a las entradas de favor, de acá a la China y desde que se inventaron las boleterías. Pero el caso tucumano va más allá de todas las previsiones, porque el goteo de colados es incesante y mortificante.

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Puede decirse, con razón, que hay un cambio profundo en los consumos culturales. Los sub 20 no conciben que haya que pagar por la música, el cine, la televisión, la literatura o las historietas. Lógico, todo flota en internet. Las series de Netflix y las canciones de Spotify se reproducen en portales piratas, mientras los pdfs de los libros son compartidos a todo vapor. Minutos después de la publicación de un cómic algún alma caritativa lo escaneó y subió a la web con óptima definición. Esto es gravísimo, a punto tal que las industrias no le encuentran la vuelta. A ese consumidor compulsivo de contenidos que no son gratuitos, sino robados, es difícil que la idea de pagar una entrada le cierre.

De eso se trata la educación del público. De enseñar que detrás de los procesos creativos hay mucho trabajo y que corresponde retribuirlo. Pero si la generación de nuevas audiencias pasa casi exclusivamente por las plataformas digitales la situación es bien compleja. Predicar con el ejemplo siempre es un buen camino, así que vendría bien no esconderse cuando un artista callejero pasa la gorra. Los malabaristas que se instalan en la plaza Alberdi son buenísimos. ¿Cuántos conductores pasan de largo cuando les acercan la mano a la ventanilla?

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El ejemplo de Managua se replica en cada espacio decidido a arriesgar con una combinación de arte y gastronomía. Si el cocinero se pasa la noche cruzado de brazos o calentando una que otra empanada porque el salón no mueve el amperímetro hay un destino de cierre en el horizonte. El resultado será el achicamiento de los circuitos, con la inevitable pérdida de escenarios y la queja de los músicos porque no encuentran lugares para tocar. El comportamiento del público es central en este círculo vicioso.

Fue muy bueno el festival de jazz, aunque conviene subrayar que el precio de las entradas en el teatro San Martín no fue el de mercado. Si un productor trajera por su cuenta a Vincent Herring y al maravilloso grupo que lo acompañó debería cobrar varias veces más. En este caso, la participación del Estado fue la que permitió abrir el juego porque subvencionó los tickets. Como política cultural merece el aplauso, pero a no confundirse ni comparar costos. A propósito, las jam sessions montadas en El árbol de Galeano sólo recibieron elogios. El sello identitario de ese espacio es la creatividad y por eso le va como le va. ¿Y si le salieran imitadores? Ah, cierto que en Tucumán el mundial de la crítica se disputa 24 horas al día.

Jugarse por la cultura es carísimo. Abrir una sala para montar una exposición, presentar un libro, armar un ciclo de cine club, programar a una compañía teatral u organizar un recital implica caminar por la cornisa del riesgo. Nunca se sabe cómo va a responder el público; hay consagrados que fracasan e ignotos que explotan. Ahí cobran fuerza el conocimiento del medio, la percepción del momento socioeconómico y, siempre, la intuición del productor. Sin olfato mejor dedicarse a otra cosa. Pero partir desde la certeza de que el público es por naturaleza amarrete equivale a perder el partido antes de entrar a la cancha. El tucumano, tan generoso en otros tiempos para contribuir al hecho artístico, no está colaborando en la medida de lo necesario. Nobleza obliga: que nadie se queje después.

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