La grieta, esa entelequia pendular

Según la Real Academia Española, entelequia significa “cosa irreal”. Pero es más interesante -por su complejidad y precisión- la definición de la filosofía aristotélica: “Cosa real que lleva en sí el principio de su acción y que tiende por sí misma a su fin propio”.

Excelente interpretación para describir a la famosa y manoseada “grieta”, que en verdad no existe, o al menos no existe por acción de sus opuestos, sino que es en sí misma su fin propio.

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La grieta es una entelequia, desde el punto de vista de la RAE, porque no existe, y desde la filosofía, porque “lleva en sí el principio de su acción”.

La grieta es un invento -que nadie inventó- necesario para que cobren realidad quienes están de un lado u otro de ella, en un escenario cien por ciento imaginario.

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La grieta es el oxígeno para que respiren los animales que la cohabitan. Es la clorofila de las plantas que crecen en sus márgenes.

¿Cómo y cuándo comienza esta irrealidad que hoy nos atormenta?

El sinsentido de la confrontación política al que hoy asistimos como rehenes sin captores aparentes, en el orden de lo simbólico, se ha ido acelerando gravitacionalmente desde la caída del legendario Muro de Berlín, ocurrida el 9 de noviembre de 1989.

Aunque sus ladrillos sí cayeron de verdad e hicieron bastante ruido, fue un derrumbe simbólico porque el Muro, que a lo largo de sus 45 kilómetros (en Berlín) dividía en dos a Alemania, o a una misma Alemania en dos idearios utópicos, era a su vez una representación sólo -y una vez más- simbólica, de la Guerra Fría.

Cuando decimos “sólo” no es menospreciando su valor geopolítico, sino entendiendo que su sentido fue más simbólico que real, pese a las numerosas vidas que costó y cambió.

Aún siendo apenas un símbolo, fue sin dudas el recontra super símbolo de la Guerra Fría, un sustantivo y un adjetivo que definían, otra vez simbólicamente, a una confrontación, ¡esta vez real!, de dos sistemas opuestos, de dos ideologías antagónicas, de dos formas de organización social inasociables (¿sociables inasociables?), de dos flujos de la economía, de la distribución de la riqueza, que corrían en direcciones contradictorias.

Y como el remo que mueve al bote gracias a la resistencia de dos fuerzas opuestas, el barco de la política internacional se detuvo cuando el agua dejó de resistirse a la mano que movía el remo.

Ideas que se repiten

Podemos ver que muchas palabras se repiten. Y como las palabras son ideas, lo que en realidad se reiteran son las ideas. Y luego las acciones.

Sentido sinsentido. Resistencia, agua, fuerza, derrumbe, caída. El remo que dejó de remar/se. Sociales inasociables. Riquezas opuestas, contrarias, antagónicas. Como guerra y fría, contradictorias, como muerte y caliente, como muro y movimiento, o ideología y muro.

¿Es posible? No sólo es posible, es necesario, es vital, porque es lo imposible lo que nos pone en movimiento. Lo posible, en cambio, nos tranquiliza, nos relaja, nos aquieta, nos mata.

No es por otra razón que amamos las utopías, nos enamoramos de lo imposible, de lo inalcanzable, de lo que carecemos, de lo que nos falta, y hasta damos la vida por una ideología, porque sin una utopía igual terminaríamos muertos. Por demasiado quietos.

Como dicen, es preferible morir por bailar demasiado que viendo cómo otros bailan.

Es el remo que desliza el bote, las aspas del molino que llevan el agua, el choque de los átomos que expanden el universo, la sangre contra el corazón para que haya latidos, el esperma contra el óvulo para que exista la vida.

Hay vida donde juegan la resistencia de los opuestos, donde es posible la interacción de lo que por sí solo es inaccionable. La coexistencia entre el cielo y el infierno les da sentido a ambos. El cielo le da vida al infierno; no existiría uno sin el otro.

El fin de la historia

Cuando el mundo bipolar dejó de girar, las aspas del molino se detuvieron.

Se habló del surgimiento de la multipolaridad, de un mundo sin opuestos, sin yin ni yang, y de golpe nos encontramos frente a un bote con diez remos moviéndose en diferentes direcciones. Lo mismo que un bote quieto, sólo que más agitado, sacudiéndose sobre sí mismo, que no avanza hacia ninguna parte.

Porque, como bien sostiene la sociología, sin anarquía no hay ley.

Cómo podríamos acaso comprendernos como heterosexuales si a la vez no nos comprendiéramos como bisexuales, homosexuales.

¿Habría lesbianas en un mundo sin hombres? Porque si todas las mujeres fueran lesbianas, entonces quizás serían simplemente mujeres.

Porque sólo escapa el que tiene algo o alguien que lo persiga. Del mismo modo que no existirían las personas honestas sin delincuentes. ¿Cómo distinguir a un hombre honesto entre millones de honestos?

Y si quisiéramos salvar la honestidad, si pretendiéramos que la honestidad no desapareciera, alguien debería dejar de serlo.

El comienzo de la nada

El impacto cultural que produjo el fin del mundo bipolar fue tan fuerte que marcó el fin de un ciclo histórico. Se habló del fin de la modernidad y del comienzo de la posmodernidad: fue el inicio de la crítica al racionalismo, a la formalidad; empezaba el vaciamiento de las ideologías y la ausencia de los compromisos sociales. Fue el fin de las ideologías y hasta se habló del fin de la historia (Francis Fukuyama, 1992).

Desde ese momento empezamos a resistirnos a un cambio que parecía inevitable. A levantar las banderas de las diferencias para que algún viento las ponga en movimiento.

Nadie quería resignarse a ver sus banderas caídas, quietas, muertas, después de tantas luchas. Luchas que no son otra cosa que sentidos. Y todos sabemos que sin un sentido la vida ya no vale la pena.

A medida que se resistía ese vaciamiento de valores que daban sentido más se licuaban esos principios. Lo que antes eran intenciones ahora eran intereses. Todo empezó a resignificarse y a mutar pese a nosotros y pese a nuestra obstinada negación.

Los populismos originales, fascistas, nacionalistas, de derecha (Fascismo, Nacionalsocialismo, Peronismo, entre otros) con la posmodernidad mutaron hacia nacionalismos de izquierda.

Las izquierdas originales nunca fueron populistas, fueron elitistas. Stalin, Fidel Castro, Mao Zedong, Ho Chi Minh, Kim Jong-un, subcomandante Marcos, o sus proyecciones edulcoradas más próximas, como Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Rafael Correa, Néstor y Cristina Kirchner. Liderazgos autoritarios, mesiánicos, sin alternancias ni objeciones, en definitiva, elitistas. Nacía el “neopopulismo”.

Cuando Carlos Menem, tras la caída del Muro de Berlín, intentó reflotar los valores fundacionales del peronismo, nacional, popular, de derecha, hoy llamado insólitamente “peronismo de Perón”, fue fagocitado por el mundo hegemónico y unilateral dominado por el neoliberalismo que lideraba, en ese entonces en soledad, Estados Unidos y sus satélites (Alemania, Japón, Gran Bretaña). Liderazgo que ahora disputa on China.

Menem tampoco opuso demasiada resistencia. En definitiva, como peronista de la primera generación, de los que conocieron íntimamente a Perón, celebró el derrumbe estrepitoso de la Unión Soviética y con ella medio planeta.

Tras una década de fracasos a escala de exterminio, el neoliberalismo empezó a estallar en pedazos. Primero fueron los países emergentes y de a poco la espuma financiera fue ahogando a los grandes.

Cayó Estados Unidos. Explotó Wall Street con sus papeles pintados. Antes habían eclosionado Rusia, México, Brasil, después el sudeste asiático, la Unión Europea y así una tras otra las economías cuya base real no eran el trabajo y la producción sino la especulación.

Argentina explotó hace 16 años. Estuvo más cerca de desaparecer de lo que muchos imaginan, de partirse en veinte pedazos.

Como todo hombre es pendular y por lo tanto la raza humana lo es, el mundo comenzó a volver sobre sí mismo y surgieron nuevos anticuerpos para enfrentar el drama de los millones de pobres y muertos que estaba dejando el neocapitalismo hegemónico.

Resurgieron las izquierdas, aggiornadas y modernizadas, con algunos liderazgos peso e influencia global, como Lula da Silva, en Brasil, que marcaron el ritmo e influenciaron a toda la región.

De las cenizas, una vez más

En Argentina, luego del desastre neoliberal, el presidente Eduardo Duhalde (2002-2003) junto a su ministro de Economía, Roberto Lavagna (2002-2005), comenzaron a girar hacia una economía con un Estado más presente, o directamente ausente, y a la vez menos deficitario, enfocado en la obra pública y en el consumo como motores de la reactivación económica.

Políticas que tuvieron continuidad con Kirchner (2003-2007), con la diferencia que el patagónico, envalentonado por los aires que corrían por toda la región y por los fracasos de gobiernos capitalistas uno tras otro en el orbe, levantó banderas de la Guerra Fría, quizás por nostalgia generacional, en un mundo que hacía décadas había dejado de ser el mismo. Cristina, enamorada de su propio personaje, llevó esta bipolaridad al paroxismo, y con ella a miles de nostálgicos de Sierra Maestra, revolucionarios con Netflix y guerrilleros de Palermo Soho.

Con numerosas conquistas sociales y reivindicaciones de derechos pisoteados por décadas que no pueden negársele al kirchnerismo (la jubilación de las amas de casa, por ejemplo, es un logro que debe aplaudirse de pie), Cristina fue la artífice de su propio fracaso. Y con ella el del país. Mauricio Macri es su mayor creación. ¿O acaso alguien duda que el intendente Macri sería presidente de Argentina si no fuera por los devaneos monárquicos de Cristina?

El vergonzoso 2x1 a los represores, que la sociedad por abrumadora mayoría obligó a deshacer, es parte de esa entelequia llamada grieta que el macrismo tanto necesita mantener vigente, al igual que el kirchnerismo, porque ambos cobran sentido a partir del otro. Esa bipolaridad imaginaria los hace ser, mientras Argentina sigue viendo pasar sus oportunidades.

Porque Cambiemos más que un cambio parece una venganza y esto ya sabemos cómo termina, tantas veces lo vimos: por más lejos que llegue el péndulo, siempre ha de volver...

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