La muerte del crack
Hace varios años LA GACETA encaró una producción periodística sobre Ricardo Villa. La consigna era charlar con protagonistas de los años 70: jugadores -compañeros y rivales-, dirigentes, hinchas. Fueron apareciendo las anécdotas sobre aquel barbudo al que alguien apodó “Dios” y terminó siendo campeón mundial. Pero siempre hay un pero. Al final de cada relato se repetía una confidencia. Al principio parecía una casualidad, después sonaba tan extraño como curioso; hasta que terminaba por convencer. “¿Le digo una cosa? -apuntaba al entrevistado de turno, casi como una irrespetuosa confesión-. No me va a creer, pero para mí el ‘Negro’ Agüero era mejor”.

Hablamos de una época excepcional, cuando los equipos salían de memoria y ganarse la titularidad en Atlético o en San Martín no era para cualquiera. A los jóvenes suele sonarles exagerada tanta idealización, pero la realidad es que de mediados de los 80 a esta parte por Tucumán desfilaron procesiones de troncos con chapa de buenos jugadores. Jamás les hubiera dadó el piné para integrar una formación con, por ejemplo, Villa y Agüero.

Pero no nos desviemos del tema. La cuestión es que murió un crack. Raúl Francisco Agüero, clase 52. De Lastenia salió y en Lastenia se fue. ¿Un 10 que jugaba como 9 o un 9 que jugaba como un 10? Las dos cosas, sin duda. Rafael Aragón Cabrera aterrizó con la camiseta de River en la valija, decidido a llevárselo. La operación se anticipó en El Gráfico, lo que en aquel momento equivalía a recibir una bendición de prestigio. Como si hoy Rodolfo D´Onofrio o Daniel Angelici llegaran con los dólares en la mano para capturar una estrella tucumana. Pero Agüero le dio la espalda a River -insólito e inentendible en aquel contexto- y terminó marchándose a Rosario Central. Con ese dinero Atlético encaró la obra en la tribuna de la Bolivia.

¿Qué pasó con Agüero? “La falta de profesionalismo me impidió ser campeón mundial”, le dijo a LA GACETA. Una manera elegante de subrayar que lo que le faltaba de conducta le sobraba de noche. En el plantel campeón de 1978 ya había un mimado de César Menotti: René Houseman, “El Loco”. Menotti le perdonaba todo a Houseman, al que había dirigido en Huracán, empezando por las escapadas de la concentración. Houseman era incontrolable y con uno de esos personajes en el plantel era suficiente. No quedó cupo para Agüero, otro incomprendido por la rigidez de las normativas.

Grandes futbolistas hubo muchos. Hoy quedan poquitos. Pero los cracks son unos cuantos y cuando se muere uno es un crimen que pase inadvertido. No deja de ser un problema que de Agüero sólo queden el registro de su carrera en la colección de LA GACETA y la oralidad, con todo lo que implica la manipulación -para lo bueno y para lo malo- de los relatos. Los documentos fílmicos escasean. Cualquier futbolista de medio pelo cuenta hoy con horas acumuladas de video en YouTube. Agüero, como tantos otros, es una víctima de esa cara de la modernidad.

Hace unos días, durante la transmisión de un partido de Copa Libertadores, un comentarista sostuvo que “Pulguita” Rodríguez es el mejor jugador de la historia de Atlético. Fue un concepto poco feliz, mezcla de ignorancia y de esa urgencia por esgrimir sentencias que nos persigue. Y no sólo en el periodismo. Rodríguez es el ídolo contemporáneo, indiscutible desde su aporte a un momento deportivo e institucional al que resulta difícil calificar en este momento. Sólo cuando pase el tiempo se lo podrá medir y comprender en su real dimensión.

Rodríguez es ídolo, sí, pero de otro tiempo y en otras circunstancias. Agüero, como muchos futbolistas que brillaron durante más de un siglo de historia en Atlético, pertenece a un escalafón diferente. Esas categorías de “mejor” o “los 10 mejores” puede resultar desafiante en el recuento o divertida para la polémica, pero no deja ser una expresión de injusticia. Cada cual en su momento. No, “Pulguita” no es el mejor de la historia. Posiblemente no lo fue Agüero. Tal vez ni siquiera Villa. Ni Rafael Albrecht. Ni Donato Penella. ¿Quién sabe?

La realidad es que ha muerto Agüero, tan tucumano como la caña de azúcar. Apareció con la potencia de un rayo y justo cuando el mundo se abría a sus pies lo gambeteó con elegancia. Fue artífice de un destino que pudo haber sido de gloria y terminó resumido en la más pura humanidad. Al crack lo que es del crack.

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