Esa vieja peluca
Llueve. La anciana peluca, apoyada en la ventana con los recuerdos incrustados en sus pensamientos, piensa en el Señor y también en la muerte. Sus ojos, heridos por una noche absurda y sin destino, alcanzan a percibir un haz de luz descolgándose en el horizonte. Con sorpresa ve cómo sus manos liberan al aire una melodía de palomas. Las ahora arrugadas aguas de su juventud han calmado el arroyo de su música. Le duele el cuerpo. El esfuerzo por mantenerse en pie es casi dramático. La luz vuelve a naufragar con intermitencia en su mirada. Mueve la cabeza en distintas direcciones buscando la sonrisa del Señor. Presiente que sólo unas horas le llevará concretar su última hazaña.

“Mi padre es una vieja peluca atiborrada de teoría”, ha dicho Karl Philipp Emanuel. El hombre mira la lluvia desde la ventana de su cuarto. Detrás de una nube se le aparece una aldea pintoresca. Duda. Es Eisenach, susurra. 21 de marzo de 1685. El vino está de fiesta; sus padres y primos también. Un recién nacido pulsa el pecho de su madre. Ambrosius le dice con alegría a Elisabeth Lämmerhirt, su mujer: “Su música correrá como un arroyo de montaña y será dueño de la posteridad”.

Llueve. Agudos dolores atacan sus pupilas. El Señor lo hizo pobre de vista, pero generoso de corazón. Siente el viento estrellarse en la cara. Allí está María Bárbara. Él tiene apenas 18 años, ella unos pocos menos. Él ya es organista en Arnstadt. Sueña con la música e inventa a María en cada fuga. Ella le pone una zancadilla a sus afectos. Se casan. Siete changuitos pulsan la alegría en la cuerda de sol. Los años comienzan a sembrarle pájaros en el alma. La música lo lleva de viaje a Hamburgo. La muerte lo espera al regresar. Los aldeanos están de duelo. No sabe por qué. Sus hijos lloran. María ha muerto. Arroja al cielo un llanto y una plegaria.

“Siempre quise poseer las voces de Haendel y Vivaldi. Soy un hombre común que vive entre alegrías y dolores con las huellas de la muerte en cada hijo y con la ternura de tu canto en cada mano. Tal vez mi talento es escaso…” Un puñado de lluvia se le mete en los ojos. Ana Magdalena Wulken lo está llamando. Ella es soprano. Catorce bebés exprimen sus generosos pechos. El arrorró de su sonrisa despeja de iras a su marido.

Ahora, la anciana peluca está inclinada sobre el clave. Anna Magdalena abre la puerta. Se conmueve. “Su rostro tranquilo, fresco, colorado, se tornó de una palidez cenicienta. Se cubrió de lágrimas. No me vio. Salí en silencio. Me senté en la escalera ante la puerta del cuarto y lloré. ¡Los que oyen esa música qué poco saben lo que costó! Tenía ganas de entrar y echarle los brazos al cuello, pero no me atreví. Algo en su mirada me producía un sentimiento de veneración. Nunca le confesé que lo había visto en el dolor de la creación. Sé que en esos momentos él estaba viendo a Dios”, cuenta.

Llueve. Está cansado de tanta oscuridad. Por fin, la luz. Las gotas le dictan en la ventana un título para su obra: “¡Ante tu trono comparezco!” Un frío le camina los huesos. De nuevo, el viento. Está en la corte de Federico II. El rey quiere conocerlo. Entra al salón. La sangre de Karl Philipp Emanuel bombea nerviosa. Su padre se sienta al órgano. Ha aceptado el desafío. “Si eres grande, demuéstralo”, lo ha desafiado Federico. El monarca posa la flauta en los labios e inaugura una melodía desconocida. En un ir y volver de movimientos, la anciana peluca sacude sus manos en el teclado e improvisa una fuga a partir de la música del rey. En un tartamudear de gestos, Federico expresa su asombro.

Llueve. El anciano toma la pluma y disemina un cuchicheo de fusas y semifusas en el pentagrama. Una voz le sugiere a sus dedos un abstruso sentimiento. Le recuerda que su apellido significa “arroyo” en alemán. Está solo, pero siente los besos de Ana Magdalena en el costado más caliente de su pecho. Temor. Presiente que sus ojos vivirán una gran noche. Un festival de changuitos entra por la ventana. “Soy lo que fui. Padre de mis hijos, de mi música, de mí mismo. Soy un cántaro de felicidad y tristeza. Soy apenas una nota de una partita celestial… tengo que afinar el violín para que dance la muerte… Mis ojos están de luto… He terminado. Padre, ante tu trono comparezco...”

Julio 28, 1750. Ana Magdalena entra al cuarto. Busca la mirada de su marido. Observa sus ojos encanecidos. Apoya su ternura en los labios inmóviles. Le toca las manos y un alboroto de grullas se fuga por la ventana. Un arroyo le baña los pies. Llueve. Johann Sebastian Bach ama tanto la vida que la ha convertido en música.

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