Miente, miente que nada quedará
Cuando un niño hace una macana la oculta lo más que puede. Y de ser posible acusa a otro, a un hermano, a un compañero, a un amigo. Es una reacción natural, casi instintiva, motivada por el miedo al castigo, a pagar las consecuencias.

No es normal que un niño rompa algo y vaya corriendo a contarle a los padres. Puede ocurrir, pero son casos excepcionales.

Esto forma parte de una sociedad que educa en base a premios y castigos y donde todos, de una u otra manera, buscamos la mayor cantidad de premios posibles y la menor cantidad de castigos.

Premios que no son sólo trofeos, dinero, cargos importantes o posiciones de privilegio. Los premios también son caricias, muestras de afecto, sonrisas dirigidas a nosotros, reconocimientos, agradecimientos o el sencillo hecho de sentirnos parte de un grupo, de un equipo, de un proyecto. En la adolescencia, se o no ser parte de algo es una cuestión, a veces, de vida o muerte.

Que nos dejen “pertenecer” es un premio. Es más, nos pasamos gran parte de nuestra vida buscando aceptaciones, ser aceptados por los otros. En las redes sociales, tener más amigos es tener más pertenencias, más aceptaciones. Solicitamos que nos acepten y aceptamos solicitudes. Buscamos desesperadamente sumar muchos likes y caemos en profundas depresiones si ocurre lo contrario, si el rechazo es masivo.

Ocurre lo mismo en la pareja, en la familia, en la escuela, en el trabajo. Cuanto más populares somos, se supone que más queridos somos.

Y la mayoría de las veces que mentimos es por esto, por esta marca indeleble que arrastramos desde la niñez, para evitar un castigo o para recibir un premio.

Castigo que puede ser físico, desde un tirón de oreja, una cachetada o una penitencia (la prisión también es violencia física).

También están los castigos económicos (pagás lo que rompés, no usás más el celular, no ves más televisión) o los castigos psicológicos, que pueden ser los peores. A veces la indiferencia duele más que una trompada, suelen decir.

Sobre esta base nos forjamos, en general, como seres inseguros, temerosos, angustiados, ansiosos. Queremos que nos quieran, que nos acepten, que nos abracen, que nos elogien, todos, los más posibles. Y tememos que nos peguen, que nos reten, que nos castiguen, que nos rechacen, que nos ignoren.

Así aprendemos a mentir, en esta cuerda floja de la vida, y con el paso de los años vamos perfeccionando la mentira. A tal punto que la mayoría de las personas tenemos tan interiorizadas nuestras técnicas de engaño que un día dejamos de reconocerlas.

Pocos nos reconocemos o nos aceptamos como mentirosos, porque muchas veces ni siquiera sabemos que lo somos.

Nos acostumbramos, nos olvidamos, se nos hizo carne. Mentimos cientos de veces por día casi sin darnos cuenta. Mentiras “piadosas”, silencios oportunos, omisiones necesarias, o directamente mentiras lisas y llanas.

Desde la mentira primigenia, ancestral, para cazar el alimento, por ejemplo, cuando engañábamos a la presa (aún lo hacemos hasta cuando criamos una gallina que luego vamos a comer), hasta la mentira sofisticada, planificada, para obtener un beneficio económico, sexual, laboral, deportivo o sencillamente para dañar al adversario, al enemigo.

Cuando en la verdulería pedís un kilo de papa y el verdulero, amable y buscando conversación acota: “está lindo para un buen puré ¿no?”. Uno tiene dos opciones, contarle al verdulero que estás experimentando con brotes hidropónicos para fermentación y, por lo tanto, perder media hora en explicaciones, o bien decirle sí, está lindo para comer un puré.

A los niños les mentimos todo el tiempo y suponemos que está bien. Cuando hablamos (o callamos) de sexo, de dinero, de problemas de pareja o familiares, de las enfermedades o de la muerte, del trabajo… ¡ufff! les mentimos tanto a los niños que somos, sin querer y sin darnos cuenta, su mejor escuela de la mentira.

¿Para qué sirve la verdad si no es para derribar una mentira? La verdad nos disipa la niebla, nos enseña el camino correcto, nos acerca al conocimiento, es decir, nos ayuda a enfrentar la mentira, aunque sólo sea la mentira en su forma más sutil y destructiva: la ignorancia.

Las nuevas tecnologías de la comunicación (celulares, WhatsApp, redes sociales, foros, etcétera) han exacerbado hasta el infinito esta milenaria puja microbiana entre la verdad y la mentira, donde, como siempre ocurrió, gana el engaño por varios cuerpos.

“La verdad, al final siempre triunfa”, es quizás una de las más grandes mentiras de la historia del hombre.

Lo que ha cambiado en los últimos años es que un chisme malicioso, injurioso o calumnioso, que antes tardaba meses o años en causar el daño mayor, hoy hace estragos en cuestión de minutos y a escalas siderales.

Las redes no nos han hecho peor personas ni tampoco, como suele decirse, han sacado lo peor de nosotros. Lo que han hecho es dejar en evidencia, con mucha más claridad y contundencia, lo que hemos sido siempre como personas y como sociedad. Han amplificado, en todo caso, nuestras virtudes y nuestros defectos.

En la mayoría de las discusiones sensibles, en temas como el aborto, las religiones, la política, la diversidad sexual o hasta en el deporte en el caso de algunos fanáticos enceguecidos, se impone ganar antes que dilucidar. Nos nos interesa la verdad, sólo nos interesa tener razón. Y para alcanzar este objetivo a veces somos capaces de cualquier cosa.

Vamos a un ejemplo reciente del daño que nos estamos haciendo como sociedad. Supongamos que el gobernador Juan Manzur es un mentiroso consuetudinario y todo lo que ha declarado y prometido para combatir las inundaciones sea falso. ¿Esto justifica que desde la oposición, concretamente desde el radicalismo, se hayan disparado decenas de informaciones falsas en las redes sociales? Mentir para enfrentar una mentira es como tomar cianuro para eliminar los parásitos.

Al revés. Volvamos a suponer que el presidente Mauricio Macri es otro fabulador patológico que sólo busca incrementar el número de pobres, arruinar a la industria local y entregarle el país a las empresas transnacionales. ¿La mejor forma de enfrentarlo es reenviar todos los insultos, agravios, falsedades y hasta amenazas que nos llegan por las redes?

Cuando ingresamos en esa lógica dominada por la mentira, donde todo razonamiento parte de una hipótesis falsa o por lo menos exagerada o descontextualizada, es cuando nos importa más tener razón que conocer la verdad. Y así callamos, omitimos, no compartimos y borramos lo que no nos gusta o no nos conviene y al mismo tiempo gritamos, amplificamos, reenviamos todo lo que “nos da la razón” aunque sea mentira o, lo que se le parece, no sabemos si es cierto e igual lo compartimos.

Buscamos culpables antes que soluciones. Y en esa senda no hay salida. Porque en el ojo por ojo quedaremos todos ciegos y nadie que pueda ver el camino.

Como reflexión final. No está mal revisar nuestro Facebook, Twitter o WhatsApp y ver entre todo lo que hemos compartido y reenviado últimamente, cuánto estamos seguros 100% que es cierto, cuánto no agravia o insulta o se mofa del que piensa distinto. En definitiva, cuántas fueron culpas y cuántas fueron soluciones.

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