Rodolfo Walsh, ese escritor

Rodolfo Walsh, ese escritor

A cuatro décadas de la muerte del autor de “Operación masacre”, Alan Pauls y Damián Tabarovsky abordan su obra con enfoques y conclusiones tan ricas como diferentes. Además, el fragmento inicial de “Esa mujer”, uno de los cuentos más trascendentes de la literatura argentina del siglo XX.

25 Marzo 2017

> El personaje

Walsh imprescindible

- Nació en Lamarque (Río Negro), el 9 de enero de 1927. Murió a los 50 años, el 25 de marzo de 1977, asesinado por un grupo de tareas de la Esma. Su cuerpo permanece desaparecido.

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- Fue periodista, escritor y traductor. Al momento de morir militaba en Montoneros.

- Cuentos: “Variaciones en rojo” (1953), “Los oficios terrestres” (1965), “Un kilo de oro” (1967), “Un oscuro día de justicia (1973).

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- Antologías: “Diez cuentos policiales argentinos” (1953) y “Antología del cuento extraño” (1956), “Cuentos completos” (2013).

- Crónica periodística: “Operación masacre” (1957), “¿Quién mató a Rosendo?” (1969), “Caso Satanowsky” (1973), “El violento oficio de escribir. Obra periodística (1953-1977)” (1995), 

 

ALAN PAULS / Escritor, crítico literario

Cuando leo a Walsh no veo al denunciante ni al mártir. Veo a alguien poseído por el mandato de decir. Alguien para quien decir no es una elección (aunque Walsh sea hoy el paradigma del hombre que elige), ni un oficio (aunque Walsh siempre exaltó la dimensión profesional del escribir, ese “oficio violento”), ni un lujo (aunque Walsh fuera elegante incluso escribiendo panfletos o informes de inteligencia) sino una necesidad compulsiva. Hay que decir: ese es el imperativo categórico que funda, sostiene y atraviesa toda su obra.

Esa es por lo pronto la idea fija que lo asalta en 1956, cuando mira por primera vez el rostro baleado de Juan Carlos Livraga, uno de los sobrevivientes de los fusilamientos de José León Suárez. Es también la que adivinamos que trabaja al narrador del relato “Esa mujer”, que sabe que no realizará la “fantasía perversa” que persigue (dar con el cadáver de Eva Perón) pero aun así, o precisamente por eso, no puede renunciar a decir; y es la que se deja leer en los textos del final.

Si en algo creía Walsh era en las palabras: no sólo en su poder de significar, de articular una verdad, de intervenir en el mundo, sino también, y sobre todo, en la facultad que tienen, una vez escritas, de sobrevivir a quien las dijo o escribió, de seguir diciendo aun cuando la voz que las profirió se haya extinguido.

Basta revisar qué es lo que compele a Walsh a escribir, veinte años antes de que el cerco militar lo acorrale, el libro en el que funda y pone en marcha el sistema de (no)ficción con el que archivará el realismo, incluso el realismo crítico de izquierda, en el desván de las cosas inservibles: “Operación masacre”. Lo que lo fuerza a escribir es un elemento extraño, inverosímil, “apto para todas las incredulidades”: un muerto que habla.

Corre 1956, época dura para los peronistas pero no para Walsh, que tiene 29 años y ninguna urgencia. Escribe cuentos policiales, lee literatura fantástica, planea una novela seria, juega al ajedrez. Hasta que una noche asfixiante de verano, seis meses después del alzamiento fallido de Valle y la carnicería de José León Suárez, alguien le dice: “hay un fusilado que vive”. No es pues exactamente “la realidad”, como se dice a menudo, la que lo arranca de su confortable ecosistema pequeñoburgués y lo arroja a la arena de una sociedad irrigada por la violencia: es más bien esa frase descabellada, cien por cien literaria, digna de Poe o de Lovecraft, que toma el libro por asalto y empieza a multiplicarse en una extraña legión de espectros fantásticos, enterrados vivos, hombres-lombriz que viven bajo tierra, muertos que respiran... El muerto que habla entonces, que testimonia, es Livraga: Walsh, que está “afuera” porque no es peronista, es el que denuncia. Hay que decir, piensa Walsh frente a ese zombi desfigurado por los tiros: Livraga tiene que decir lo que vio, lo que vivió, lo que sabe; Walsh tiene que decir lo que le diga Livraga.

Pero lo interesante del caso es que el imperativo lo afecta, lo cambia, lo hace pasar de la figura del que denuncia a la del que testimonia, y de ahí, fatalmente, a la del que testamenta; es decir: el que habla estando ya de algún modo muerto.

“Hay que decir”, piensa Walsh, y la compulsión lo identifica con Livraga, lo obliga a volverse zombi él también, a desaparecer bajo tierra o, lo que es más o menos lo mismo, a ser otro.

La literatura argentina ha podido hacer de la clandestinidad un tema, un drama, un paso de comedia, una mística, incluso una jactancia o un prestigio. Para Walsh, en cambio, era otra cosa, algo radicalmente distinto: era la condición misma del decir. (Télam).-


> PUNTO DE VISTA

Otra forma de leerlo y de pensarlo

Damián Tabarovsky /Escritor, editor, traductor

Walsh, Walsh, Walsh. Tal vez se pueda hablar de otro Walsh, o de otro camino interno en la obra de Walsh, un recodo lateral, incierto, incluso menor. Una vía sin dudas alejada de sus obras centrales, y por supuesto también de los caminos centrales de su vida. ¿Es esta una perspectiva exagerada? Seguramente. ¿Implica leerlo bajo el modo de la traición, del extravío? Es muy probable. ¿Hubiera significado lo que significa hoy Walsh si se lo pensase como lo estoy proponiendo? Claramente no. Pero en la soledad de esa lectura, encuentro el Walsh que me interesa plenamente.

Está claro que su biografía no puede entenderse por fuera de la tragedia argentina de la cual, con todos y todos y todos los reparos y distancias infinitas que tengo frente a la inteligencia montonera, él fue víctima. Escribió también “Operación masacre”, gran libro de un género que por lo general no me interesa. Pero en el margen, con una displicencia aristocrática -al fin y al cabo nuestro héroe se llama Walsh: los héroes argentinos no llevan jamás apellidos plebeyos- existe en espera otro modo de leerlo. Existe, primero, el traductor de Ambrose Bierce. En un comienzo de algunos cuentos aislados publicados en Leoplán, luego y sobre todo del “Diccionario del diablo” (Jorge Álvarez, 1965). Es curioso -o no tanto- pero tres años después, esa misma editorial publicaría otro libro del mismo autor -”El puente sobre el río del búho”- traducido y prologado por José Bianco.

Es un prólogo breve, con una única nota al pie, dedicada a Robbe-Grillet, a una posible lectura objetivista de la obra de Bierce. ¿Es posible leer a este Walsh lateral en esa misma constelación, en ese mismo longueur d’onde que incluye a Bianco -el único afrancesado de “Sur”- y que por lo tanto termina en el Nouveau Roman? No lo sé y no hace falta saberlo. Con saber que eso existe, que eso ocurrió, ya es suficiente (lectura contra lectura, fricción contra ficción, leer es eso: una agonística).

Ahora no estamos en 1964, sino apenas en 1965 cuando Walsh publica sus dos únicas obras de teatro: “La granada” y “La batalla”, grandes sátiras al mundo militar. Reparemos en esa palabra: sátira. O también: humorismo, que es obviamente el mundo del “Diccionario del diablo”. Leamos el comienzo de la entrada a “Revolución”, en la traducción de Walsh: “En política, abrupto cambio en la forma de desgobierno”. Volviendo a “La granada/La batalla”, con menos talento, esas obras no están lejos del grotesco de las de Gombrowicz, escritas unos pocos años antes.

Ahora estamos en 1972, el 11 de junio. Walsh, junto con Miguel Briante (uno de 45 años, el otro de 28), son entrevistados en La Opinión acerca de la narrativa, de la novela como institución y de su posición frente al tema. Walsh comienza a despedirse, a dificultar esa lectura lateral, ya de por sí dificultosa, tal vez demasiado arbitraria de mi parte. Comienza Walsh: “yo quisiera saber, en primer lugar, cuáles son las limitaciones mías para esta entrevista. Limitaciones en el sentido de que incluirme a mí actualmente en el campo de la narrativa es más bien una hipótesis. Mis últimas narraciones fueron publicadas en 1967. Desde entonces han pasado cinco años y si bien he tenido algunos planes narrativos, lo cierto es que no los he realizado. Este hecho es ya un poquito significativo para mí”.

¿Es una despedida de la literatura? ¿Una objeción terminal? ¿Una desconfianza definitiva en los poderes de la lengua? (ganados por los poderes de las armas, de la militancia, de la Organización). Sí, creo que sí. Pero una despedida que dura solo hasta unos días antes de su muerte, de su asesinato, de, creo también, su único gran texto, su verdadera obra maestra, que lleva, como un regreso de la confianza póstuma en la literatura, la palabra “escritor” en el título: la “Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar”. (Télam)


HORACIO VERBITSKY (Fragmento de entrevista) 

"Su trascendencia tiene que ver con la investigación y con la extraordinaria calidad de su escritura"

- Entre los “escritores comprometidos” o “escritores militantes”, Walsh es el más importante. ¿Por qué en la historia de nuestro país no hay otro que haya tenido esa capacidad de intervención? - No estoy seguro si han trascendido menos o si el interés es más circunscripto a quienes leen literatura, que no son tantos como quienes se interesan por la política. En todo caso forman parte de un corpus único y Rodolfo cada vez creyó menos en la división de géneros. Te propongo que hagas la prueba de pedir a cierto número de personas que nombren un cuento de Walsh, uno de Cortázar, uno de Borges, uno de Bioy, a ver qué responden. No se si a él le gustaría esa definición o preferiría que se lo citara como un militante que escribía. Walsh siempre abominó el panfleto y trabajó con esmero la forma, puliendo cada texto en forma obsesiva. En cuanto a la capacidad de intervención, no sería tan optimista. “Los asesinos probados pero sueltos”, dice en una de las reediciones de “Operación Masacre”, lamentando que su investigación no haya servido para que se hiciera justicia. Lo mismo vale para “Caso Satanowsky”, para “¿Quién mató a Rosendo?” y para su “Carta Abierta a la Junta Militar”. Más que incidir en el momento de los hechos contribuyeron a fijarlos en la memoria social de modo retrospectivo. Creo que era consciente de ello y por eso en el final de la Carta dice que la escribe sin esperanza de ser escuchado. Y en ese sentido, su trascendencia no solo tiene que ver con la investigación sino con la extraordinaria calidad de su escritura, un poco a la manera de lo que ocurrió en el siglo anterior de Domingo Sarmiento y José Hernández.  


> EL CUENTO 

“Esa mujer” (fragmento) 
 
El coronel elogia mi puntualidad                                                   - Es puntual como los alemanes -dice.
- O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
- He leído sus cosas -propone-. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
- Esos papeles -dice.
Lo miro.
- Esa mujer, coronel.
 

“Esa mujer” (fragmento) 

 El coronel elogia mi puntualidad                                                                                                   - Es puntual como los alemanes -dice.
- O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
- He leído sus cosas -propone-. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
- Esos papeles -dice.
Lo miro.
- Esa mujer, coronel. 

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