Es necesaria una política que salve las bibliotecas

Es necesaria una política que salve las bibliotecas

“La biblioteca es el lugar más real y concreto de nuestra sociedad. Porque es el lugar de nuestra experiencia y memoria; de lo que queremos y sabemos que somos, de lo que recordamos, de lo que queremos saber hacia el futuro: todo está allí. Y si no está allí, no está en ninguna parte. Una sociedad que no tuviese una biblioteca, sería una sociedad muerta”. Así expresó a nuestro diario el nuevo director de la Biblioteca Nacional. Vino como parte de una gira de contactos con las bibliotecas provinciales, para determinar qué servicios puede prestarles la institución que conduce.

El tema de las bibliotecas es reiterativo en este comentario. Muchas veces nos hemos referido a la lamentable decadencia de nuestras clásicas “Sarmiento” y “Alberdi”: una decadencia que no parece interesar al Estado y que tampoco inquieta a las empresas y a la sociedad en general. Pareciera que hemos resuelto prescindir de instituciones que, en otras latitudes, no solamente se mantienen, sino que cada día mejoran su patrimonio y cada día prestan mayores servicios.

La indiferencia argentina en estas cuestiones, causa muy grave daño a la cultura nacional. Hace pocos días, en “La Nación”, Diego Erlan hacía notar que ese desdén abarca también los libros y los documentos personales de los autores de renombre que van falleciendo. Ya en 1923, Ernesto Quesada donó la soberbia biblioteca de su padre, el jurisconsulto Vicente Quesada, a la Universidad de Berlín: no tenía confianza, evidentemente, en el cuidado que podía prestar la Argentina a ese monumental conjunto.

Casas de estudios extranjeras han adquirido libros y archivos de nuestros literatos. El Instituto Iberoamericano de Berlín tiene los que pertenecieron a Roberto Arlt, y la Universidad de Harvard los de Victoria Ocampo. El recientemente fallecido Ricardo Piglia dejó, antes de morir, un archivo con material inédito y parte de su biblioteca, a la Universidad de Princeton. Y es sabido que, cuando fallece el poseedor de una biblioteca importante y sus herederos quieren donarla, por lo general no encuentran quiénes la quieran recibir.

En muchos otros casos, libros y papeles personales (que tienen enorme importancia para los estudiosos) de nuestros intelectuales difuntos, caen en manos de los coleccionistas o de las casas de remates, es decir que se ponen fuera del alcance de la comunidad. Esto tampoco ocurre en otras latitudes. En México, ejemplificaba Erlan, hay un museo cuyos salones conservan las bibliotecas de algunos de sus destacados hombres de letras.

Nos parece que nuestro país, que tanto se enorgullece de su exitosa Feria del Libro anual, debieran adoptar alguna vez una firme política de protección de ese conjunto encuadernado de hojas impresas que, a pesar de todos los avances electrónicos, sigue siendo una fuente inagotable de conocimiento y de alimento espiritual. Como insistía nuestro Juan B. Terán, es el libro un instrumento democrático por excelencia, ya que está disponible tanto para el millonario como para el mendigo.

En el caso de Tucumán, pensamos que no puede continuar el estado de postración de nuestras dos tan antiguas y afamadas bibliotecas públicas del centro de la ciudad. Es un tema, repetimos, que no solamente requiere los fondos del Estado, sino los de las empresas y la ciudadanía. Sí esta última fue capaz de fundar, a fines del siglo XIX y comienzos del XX, esos soberbios repositorios bibliográficos, es vergonzoso que, desde hace décadas, hayamos perdido interés en ellos y los dejemos languidecer.

Urge cambiar de rumbo.

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