La danza africana se instaló en plazas, marchas y cumpleaños

La danza africana se instaló en plazas, marchas y cumpleaños

La movida del “afro” ha conquistado a los tucumanos, que buscan aprenden a bailar y a tocar y fabricar los instrumentos de percusión que se usan

20 Febrero 2017
Esperan la noche. Se quitan los zapatos. Algunas estiran el cuerpo, otras conversan. De pronto, el repicar de los tambores corta en seco la charla. Selva Varela, la profesora, invita a unas 20 mujeres a la pista. A puro gesto les indica los movimientos. Nadie habla, la expresión pasa por el cuerpo. El baile se extiende ininterrumpido durante 45 minutos. Los pies suben a la altura de las caderas, caen y rebotan en el suelo, vuelven a conectarse con la tierra. Los brazos se abren y abrazan el aire o se agitan como alas. El calor y el esfuerzo deja a algunas en el camino, pero la mayoría resiste. Todas sonríen, parece que les corre electricidad por el cuerpo.

Varela dejó Buenos Aires y hace 15 años que se dedica a la danza. Pero no a cualquiera. En 2007 conoció a un percusionista senegalés, Fall Madior Dieng, probó la danza africana y ya no pudo bailar otra cosa. “Cuando empecé sentí que esto era lo que estaba buscando. Sin tener aún el contenido entendí lo que me pasó por el cuerpo. Hubo algo que me atravesó, que no lo había sentido antes”, explica. Sus alumnas coinciden: hay “algo” en esa danza. Una magia que se desprende de la música, recorre el aire y sacude los cuerpos. “Me libero de un montón de cosas. En vez de salir cansada, termino con más energía”, afirma Milagros Fernández, que hace tres años empezó y tampoco pudo parar. “Al principio es difícil”, confiesa Ana Curia, otra de las más veteranas que arrancaron hace tres o cuatro años: “no podés coordinar los movimientos pero no importa, te movés igual”. Soledad Ibáñez llegó porque le gustan los deportes y tanto salto y ejercicio aeróbico le parecían perfectos. Pero no fue eso lo que la cautivó. Admite que fue una conexión entre el cuerpo y el presente, la gente bailando y los músicos tocando. “Una conexión absoluta que te da alegría para el resto del día. Terminás muerta pero feliz”, ríe.

Movida en crecimiento

En la Plaza de la Fundación, frente al parque Avellaneda, las tardes de verano son una explosión de vida. Los niños se divierten, las parejas se reúnen sentadas en el pasto, algunos juegan a la pelota. Cada jueves es diferente. Algo interrumpe los juegos y las risas y deja a todos hipnotizados. El retumbar de los tambores se funde con la danza. Cinco mujeres con trajes coloridos salen a la pista improvisada en el pasto. Un niño detiene su triciclo. Otro no puede contenerse y, con sus pequeñas manitos se lanza dando saltos para tocar los tambores. El resto levanta los celulares, seguros de estar presenciando un espectáculo único.

Hace un par de años la danza se escapó de la clase y se instaló en las marchas, los recitales, las plazas, los cumpleaños, y hasta en memoriales. Hablar de “afro” o de “danza africana” ya no es desconocido. No es una moda; se ha diversificado un movimiento cultural en la provincia que reúne a músicos, luthiers y bailarinas. Aparecieron grupos a los que la clase “les quedaba corta”. Oxumaré nació así, como un grupo de amantes del “afro” que sintieron la necesidad de llevar esta danza como forma de vida.

Romina Chaves confiesa que es peluquera para “sobrevivir” pero que baila para “vivir”. Es una de las fundadoras del grupo que empezó con unos pocos integrantes y ahora suma 13 entre percusionistas y bailarinas. Hace sus declaraciones sentada en el tambor que construyó uno de sus compañeros y que ella misma se anima a tocar.



Para cada presentación se preparan de manera diferente. “El vestuario, el ritmo de la música y, por supuesto, el baile, comunican -dice Ana Acosta, otra de las integrantes de Oxumaré-. No es lo mismo ir a una fiesta privada que a una marcha, en una buscamos transmitir alegría, en la otra repudiar algo”. Acosta cuenta que el año pasado les tocó un gran desafío. Un familiar de desaparecidos los invitó al homenaje que les hacía a sus tíos (los hermanos "Ututo"), cuyos restos habían sido encontrados -y luego identificados- en el Pozo de Vargas. “Nos pareció que era más importante lo que transmitíamos que el vestuario. Y decidimos bailar en función de cómo reaccionaba la gente. Por suerte fuimos muy bien recibidos”, comenta.

Un lenguaje

Unos 10.000 años antes de Cristo los hombres primitivos ya pintaban cuevas donde representaban rituales. Quién sabe cuándo fueron capaces de formar las primeras palabras. Pero, seguramente, habrá habido también música y baile.

“Es una energía muy fuerte, nos atraviesa a todos de forma genuina, de raíz, más allá de dónde vivamos, del color de piel, de la edad, del sexo, del género. Es algo universal”, sostiene Varela, que viajó hasta Guinea para especializarse. Allá, donde conviven más de 16 lenguas, tuvo que aprender a comunicarse con el cuerpo. “El lenguaje es danza, percusión y canto. El cuerpo, la voz y los tambores se complementan para decir lo mismo. En África no se piensa disociado. No se puede bailar ni cantar sin percusión. Viviendo en la región de Guinea comprendí que la danza es una prolongación de su estilo de vida. Se bailan, se tocan y se cantan los hechos de la vida cotidiana, expresándose de manera artística”, añade.

Para Sebastián Maler, percusionista de Oxumaré y de Bambé Guiné, es una tradición cultural donde cada ritmo tiene un significado, un lenguaje que se dedican a estudiar y que es infinito. “Hay tambores graves y agudos que conversan unos con otros y generan una comunión de sonidos y personas”, destaca Ezequiel Medina. De allí brota el ritmo que desde hace milenios hace bailar a la raza humana.

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