Volver a la India

Volver a la India

Llegar fue para mí mucho más que el cumplimiento de un viaje. Casi podría hablar de un renacimiento. La India no es sólo un país. Reviste una dimensión cósmica, revela una cultura absolutamente inédita, un misterio inexpugnable

LA DESCRIPCIÓN. “Es un país que por su filosofía y tradición considera que todo es una manifestación de la divinidad. De esa chispa que habita en cada uno de nosotros y en cuanto nos rodea”, puntualiza Sánchez Sorondo. LA DESCRIPCIÓN. “Es un país que por su filosofía y tradición considera que todo es una manifestación de la divinidad. De esa chispa que habita en cada uno de nosotros y en cuanto nos rodea”, puntualiza Sánchez Sorondo.
19 Febrero 2017

Por Fernando Sánchez Sorondo - Para LA GACETA - Tiruvannamalai

Hacía ya muchos años que había logrado superar la más aterrante adicción a las drogas y al alcohol, después de numerosas internaciones. No viene al caso referir los motivos o ahondar en las circunstancias que me llevaron a esa caída; sólo diré que mi madre había muerto cuando yo tenía seis años y que su desaparición me hundió en una ciénaga de dolor y abandono. Ser rescatado de semejante infierno fue para mí un verdadero milagro.

Llegado ese punto que tanto reconfortaba a mi entorno afectivo porque mi cuerpo había sanado… mi espíritu, sin embargo, no. Permanecía en mí una acuciante aridez. Vivía a medias, como en sordina. En el fondo hasta preguntándome: “¿y ahora qué?”. Para decirlo de la manera que mejor me expresaba, seguía viviendo -aunque sobrio y recuperado-, mi “noche oscura del alma”.

Un día, uno de los más auspiciosos de mi vida, me encontré con alguien a quien había visto siempre mal -tan mal como yo-, y para mi sorpresa me deslumbró la felicidad que irradiaba. “¿Qué te pasó?”, le pregunté, maravillado. “Sai Baba”, fue su respuesta. Sai Baba, un nombre cuyo solo sonido me enamoró. El gurú de la India que se atrevía a decir, mientras se balanceaba en una hamaca de flores, que era Dios. Y yo, que hasta entonces solía reírme de tanta ingenuidad, empecé a sentir una expansión en mi pecho. Mi corazón, antes “devorado por las fieras” (Baudelaire), revivía.

Y así anduve de milagro en milagro, hasta poder concretar mi primer viaje al país sagrado. En el año 1990 se celebraba el primer centenario del nacimiento de Victoria Ocampo -quien consideraba a la India su patria espiritual- y la suerte hizo que el gobierno argentino le consultara a Adolfo Bioy Casares a qué escritor enviar para evocar su figura. Bioy, a quien me unía una gran amistad, conocía (y deploraba...) mi anhelo hindú. Y tuvo la generosidad de proponerme para esa misión.

Llegar fue para mí mucho más que el cumplimiento de un viaje. Casi podría hablar de un renacimiento. La India no es sólo un país. Reviste una dimensión cósmica, revela una cultura absolutamente inédita, un misterio inexpugnable.

Mi puerta de entrada fue el pueblo de Sai Baba, cerca de Bangalore. Sentí aterrizar en el tiempo en que vivió Jesús. Videntes y sabios a la vuelta de la esquina, ciegos que recuperaban la vista, niños meditando en las escuelas y hasta muertos que eran resucitados. Un país que por su filosofía y tradición considera que todo es una manifestación de la divinidad. De esa chispa que habita en cada uno de nosotros y en cuanto nos rodea.

El lugar me atrapó de tal manera que de ahí en más volví, durante veinte años –más en tren devocional que turístico-, trece veces, quedándome por largas temporadas.

Aquí estoy nuevamente, después de una larga ausencia. Sai Baba ha muerto, y algo en mí también ha cambiado respecto del fervor inicial, que lindaba con el fanatismo. A tal punto que escribo estas líneas desde otro ashram, fundado por un maestro no menos prestigioso: Ramana Maharshi. En Tiruvannamalai, a los pies de Arunachala, la montaña sagrada.

Más allá de los gurúes y ashrams, advierto que la India sigue siendo, ella misma, un verdadero maestro. Nadie llega aquí por casualidad; nadie sale impune.

Todo es maravilloso y ligeramente irreal. El cajero automático, por citar uno de mil ejemplos, mientras entrega el dinero con velocidad típica, sacraliza el trámite brindándonos el sublime sonido del gayatri mantra.

No menos sorprendente resulta que los escritores, intelectuales y artistas, sin duda por la trascendencia de su quehacer, pertenecen –para decirlo en términos indianos- a algo así como una casta superior. Son de los profesionales mejor pagos y a su paso reciben la prosternación de un padamaskar (el saludo que consiste en inclinar la frente “a los pies del maestro”).

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