Las pintadas, un daño permanente a la ciudad

Las pintadas, un daño permanente a la ciudad

Las pintadas callejeras vienen interesando, en las décadas recientes, a un grupo cada vez mayor de académicos que ensayan sobre el amplio tema de la conducta ciudadana. Formulan largas disquisiciones sobre todo lo que hay detrás de quien extrae un aerosol de su mochila y procede a embadurnar una fachada, en alguna ciudad del mundo. Se traza, con gran detalle, un itinerario histórico del hábito, iniciado –dicen- allá en los tiempos de la antigua Roma, nada menos. Se habla de que las pintadas representan “la transmisión de un mensaje”; o que son “la expresión de lo que está vedado en cauces tradicionales”; o que es el vehículo para formular “códigos secretos” o “posturas políticas en épocas de opresión”, para dar unos pocos ejemplos. O que es, finalmente, “una forma de expresión urbana y anónima”, ya evidentemente indetenible.

Todo esto, sin duda, puede resultar por demás interesante y disparador de nuevas ideas para los estudiosos. Pero, para las municipalidades, para el transeúnte común y para el propietario del edificio donde se han estampado las inscripciones, el significado correspondiente es muy distinto. Lo consideran, simplemente, un acto de vandalismo, costoso de reparar y siempre impune. Algo que otorga a la ciudad un aspecto deprimente, y que vulnera de modo frontal los esfuerzos que autoridades, comerciantes y vecinos puedan hacer, para convertirla en más limpia y más agradable a la vista. El pintarrajeo de las fachadas es algo cada vez más extendido. Prácticamente no existe superficie que se libre de alguna de estas intervenciones, grabadas generalmente con pintura al aerosol y a veces utilizando sténciles. El exterior de edificios oficiales, de templos, de escuelas, de casas de comercio, de viviendas y demás, es el soporte de tales expresiones. Y si la fachada está recién pintada, les resulta mucho más atractiva.

Lo que se estampa tiene un variado arco. Va desde garabatos sólo comprensibles para iniciados, hasta frases de tono político, que no pocas veces incluyen injurias o palabras soeces. Como el pintarrajeo corre paralelo con la desenfrenada pegatina de carteles, el conjunto viene a transformar las fachadas urbanas. De las pintadas no se libran ni siquiera las piedras o los parapetos que bordean la ruta a los Valles.

Indudablemente, todo esto devela un fondo de falta de cariño de los ejecutores hacia la ciudad que habitan, nota que es por cierto preocupante. Es la que se manifiesta también, y con fuerza, en varios otros actos que testimonian un incomprensible ánimo de dañar o de destruir elementos que han sido incorporados a la vía pública para hacer más cómodo el tránsito o la permanencia en ella. Consterna ver que se los trate como obras de un enemigo y por tanto merecedoras de ataques que las inutilicen. No es sencillo desterrar las pintadas. El único camino que pareciera disponible es una intensa campaña de concientización en contra de práctica tan dañina y antisocial. Campaña que debiera iniciarse en las escuelas, a la búsqueda de instalar, en la mente de niños y adolescentes, la conveniencia de tener una ciudad limpia y de respetar la propiedad ajena.

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