Nuevas formas de consumir cultura
Nuevas formas de consumir cultura
El cambio de los hábitos de consumo cultural es altamente sensible a factores externos a la producción artística propiamente dicha. Y la principal incidencia la tienen los golpes de la economía a los bolsillos. Así lo vivió el mundo de los espectáculos a lo largo del año pasado. En tiempos de impuestazos en las tarifas, recesión, despidos y pérdida de capacidad adquisitiva de los salarios por la inflación, el ajuste comienza por casa y particularmente en el rubro de la recreación, en especial en aquellos bienes que pueden diferirse o incorporarse desde otro lugar. Por ejemplo: en lugar de pagar entradas para el cine, aparecen obsenidades como piratear la película para verla en casa; y lo mismo con la música en CD truchos (en vez de ir a un recital eligen el camino de la ilegalidad). Sin embargo, el reemplazo no tiene la misma calidad, y además se pierde la experiencia colectiva y la absorción del hecho artístico en ese contexto, aunque sea en una sala a oscuras. Mucho más evidente es en el teatro o la danza, fenómenos donde la recepción en vino y en directo es irremplazable.

Ante la merma de público, la sobrevivencia de los grupos y de las salas está en riesgo en todo el país. Y sin artistas ni lugares donde manifestarse, languidece la creación como tal y más aún cuando es reflejo de una sociedad. Este planteo puede extenderse a otras manifestaciones como la plástica o la literatura, cada una con sus características particulares.

A nivel nacional, los principales productores teatrales del país (Carlos Rottemberg, Javier Faroni y Lino Patalano) alertaron reiteradamente sobre el “annus horribilis” que fue 2016, que se cuantificó con una caída en la venta de entradas en torno al 25%, lo que es el margen de rentabilidad de un gran espectáculo. Y aunque las ilusiones están puestas en el rebote económico y que este año sea mejor, las cifras que trascendieron del fracaso de la temporada marplatense hace que los buenos augurios se esfumen como el humo de un cigarrillo prendido.

Es que, para colmo, ese acostumbramiento a no ir al teatro, al cine o a escuchar música desde la butaca no se revierte rápidamente, sino que es un proceso lento. Es más fácil dejar el hábito que incorporarlo, y además se suma a otras experiencias previas que han ido incidiendo en la forma de recibir el arte.

Menos sillas, más salas

Hace no muchas décadas, una sala teatral de 150 localidades era lo habitual. Si bien había menos grupos y menos espacios, las temporadas duraban entre dos y tres meses, de viernes a domingo como mínimo, y con una media de 75% de entradas vendidas. Hoy, las nuevas salas tienen entre 70 y 30 asientos (más cerca del mínimo que del máximo), hay más cantidad de lugares pero con mayor rotación entre las propuestas en cartel (eso significa que hay menos tiempo presentándose al público, menos funciones y menos multiplicación de la publicidad boca a boca, eficiente en cuanto a las recomendaciones artísticas) y hay más oferta por fin de semana.

Esta combinación de factores derivó en propuestas que antes no se pensaban, atravesadas por las nuevas tecnologías en cuanto a la circulación de la información. Las redes sociales impactan de lleno en la forma de difundir la agenda cultural, con convocatorias cerradas a determinados grupos sociales, que se apuntan en experiencias no masivas. Muchos artistas ya no esperan que nadie vaya a verlos, y van en busca del público. Todo esto ocurre de una forma muy distinta a la que siempre existió: ya no es el actor trashumante que se presenta en plazas y sitios no convencionales, y que iba de sitio en sitio anunciándose a los gritos.

Ahora abundan en las ciudades más importantes (Tucumán es la confirmación y no la excepción) experiencias como la de “Teatro clandestino”, con convocatorias e invitaciones que circulan por Internet y por la cual grupos semicerrados se dan cita en una casa (no en un teatro) para ver una obra determinada, con la dirección enviada por mensaje privado. En el mismo sentido e igual objetivo, está el movimiento que llaman “Música en el living”, por el cual se contrata a un solista o a uno o varios grupos para dar un recital (habitualmente acústico) en un lugar privado donde todos son amigos, entre picadas o cenas y conversaciones abiertas. El plan B es que todo se hace en la casa del artista, quien oficia de anfitrión generoso y muchas veces también de cocinero. Es que con un solo trabajo ya no le alcanza a nadie.

Del mismo modo, circulan proyectos relacionados con la danza contemporánea a domicilio (condicionados por el espacio disponible), mientras que la búsqueda de fondos para filmar películas o grabar discos a partir de las donaciones de pequeño monto de un gran número de interesados (este sistema nació en Estados Unidos y se llama crowdfunding) se convirtió en algo habitual y sin intermediarios. La contraprestación para los aportantes son entradas para un avant premiere, participar de la filmación, recibir CD intervenidos especialmente, mantener reuniones privadas con los artistas o algún otro reconocimiento especial.

Este sistema de micromecenazgo o financiación colectiva (en realidad, la idea puede llegar a abarcar todos los planos de la realización artística) abre una nueva frontera para la producción, que bien podría ser a demanda de los intereses de la gente que consume lo realizado, como un hecho comercial más. Si lo que gusta es la comedia, entonces... a hacer comedia a todo lo que de. Si me llaman para cantar temas románticos, pues a componer sólo en este género. Es que alrededor de ello puede llegar a construirse la subsistencia más básica. El peligro que se corre es que la consecuencia no sea la persecución de la excelencia artística, ambición que pocas veces se alcanza.

Estas experiencias transitan el camino de los secretos conocidos pero silenciados: se sabe que existen, pero se las ignora. No hay salas oficiales, no hay exigencias legales, no hay registros, no hay impuestos, no hay obligaciones ni permisos. Sí está el arte, buscando los resquicios para seguir vivo.

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