Vindicación de la memoria
Por LA GACETA y Gustavo Martinelli 18 Enero 2017
Somos lo que recordamos, aventuran los filósofos. A tal punto que si al hombre lo privaran de la memoria perdería su humanidad. Es decir que nuestra condición humana depende de la memoria; de ese quimérico museo de formas y colores inconstantes que, según Shakespeare, es “el centinela del cerebro”. Un centinela que hoy, sin embargo, parece estar ausente en una generación que ya no ejercita la memoria como antes. Esa memoria que da a los hombres, como decía Aristóteles, “la sabia virtud de la experiencia”.

Sí, porque gracias a la memoria no sólo vivimos nuestra vida sino también la de los demás. La cultura es memoria. La educación es memoria. La historia -vaya sino- es pura memoria. Las bibliotecas, los museos, los monumentos del pasado, son construcciones de la memoria. Los crepúsculos que se disfrutan de a dos es, por supuesto (¡gracias a Dios!) memoria de la buena... En todos ellos se guardan las huellas de los hechos y las vidas de los que nos precedieron, lo que nos permite burlar a la muerte y dialogar con los que ya no están. Es decir: nos permite ser eternos. ¡Sí!, eternos. Porque, de alguna manera, todos los seres queridos que han partido, siguen viviendo en los relatos de quienes los hemos sobrevivido. La memoria es “lo más necesario de la vida”, dice Platón. Casi como la sal o el agua. O el sol y la lluvia.

Por eso no se entiende por qué absurda razón los que vivimos en este tiempo tan neurótico y vertiginoso, ya casi no ejercitamos la memoria reflexiva. Preferimos recurrir a la red, donde todo el universo está al sonido un clic. Y donde no hace falta pensar. Ya casi no atesoramos álbumes de fotos porque tenemos todas nuestras imágenes (miles de ellas) amontonadas en la memoria de nuestra notebook o en el chip del celular. Y las compartimos sin ningún tipo de límites por las redes sociales, como si fueran trofeos de una vida que ya no registramos en forma consciente y cordial. Tampoco recordamos fechas (nuestro celular lo hace por nosotros) ni aguantamos los caprichos de los programadores de la televisión porque miramos lo que queremos y cuando queremos, en nuestros móviles. Por esa misma razón, fuimos liberados también de las excentricidades de los músicos, porque ya no compramos discos completos; sólo las canciones que nos gustan, siempre a través de algún dispositivo electrónico.

Hasta los gestos más habituales desaparecen, como borrados por la misma epidemia de invisibilidad a la que sucumbieron las cabinas de teléfonos, los quioscos con enormes despliegues de periódicos y revistas, las tiendas de discos... Desapareció el gesto de introducir una hoja en la máquina de escribir, el de ir por la calle con el periódico debajo del brazo, el de llevar una revista o un libro para airear una actitud política, ya no hay gente leyendo libros en las bibliotecas públicas o en los parques, ni chicos jugando a la rayuela en las plazas y veredas. Pero mucho antes ya había desaparecido el mundo que algunos de nosotros alcanzamos a conocer de niños, el tiempo ahora remoto de nuestros padres y nuestros abuelos, que a nosotros, en nuestra soberbia juvenil, nos parecía no ya distante sino también ajeno a la cronología lineal y veloz de nuestras propias vidas: un mundo y un tiempo regidos por la circularidad de las estaciones y de las cosechas, habitado por hombres y mujeres conformes con sus destinos y complacidos con la repetición invariable de todo.

Y lo peor es que nos vamos convirtiendo en una generación que no piensa lo que ve. La máxima “pienso, luego existo” ya no tiene validez. Ahora el “ver para creer” está llegando a su paroxismo. Pero... si lo que veo lo veo sin pensar... ¿existe? Jorge Luis Borges -una vez más- esboza una respuesta. En su cuento “Funes el memorioso”, describe las prodigiosas tribulaciones de un personaje (Ireneo Funes) que está condenado a recordar todo lo que ve. Había adquirido ese don después de un accidente que lo dejó en una silla de ruedas, pero pronto se convirtió en una maldición. Su memoria tenía tal profundidad que le permitía evocar, por ejemplo, “las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos” y compararlas, sin margen de error, con las que había visto en otros miles de amaneceres. Poco a poco, esa memoria portentosa le fue anulando su capacidad de reflexionar sobre lo que esos recuerdos le provocaban. Pero, ese personaje desmesurado e imposible también vivía su propio calvario. Borges lo explica sin rodeos: “sospecho que (Funes) no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, es abstraer”.

¿Estará cayendo sobre nosotros una maldición parecida a la de Funes? ¿Será que el almacenamiento de imágenes y datos en la PC se ha vuelto más importante que el pensar, sentir y experimentar físicamente lo que vemos? Sin lugar a dudas el avance tecnológico nos cambió la vida para mejor. Salvo, por supuesto, en el caso de nuestra memoria. Porque, al parecer -y a esto lo confirman muchos neurocientíficos como Facundo Manes- estamos siendo arrastrados a una época en la que pensar es peligroso; a un mundo en el que los gigabytes están sustituyendo a la necesaria meditación. Y eso conviene a un modelo político como el que tenemos ahora, que prioriza lo superficial por sobre lo esencial. Un modelo donde la memoria se ejerce en un solo sentido: el sentido histórico. Pero nunca, en su rol más profundo: la reflexión. Y si no somos capaces de pensar nuestra memoria estamos perdiendo nuestra condición humana... Estamos siendo expulsados nuevamente del Paraíso, tal como lo advertía Jean Paul Sartre cuando escribió: “la memoria es el único paraíso del que no deberíamos ser expulsados”.

Por desgracia, en la actualidad se ha perdido la capacidad de reasignar un significado a una memoria para revalorar el presente. La modernidad ha aplanado a las masas en una uniformidad que no valora las “diferencias” entre las cosas. Roland Barthés decía que la literatura moderna carece de significado y que solamente se publica para agradar a las masas. ¿Será entonces que para reinventarnos necesitamos olvidar?

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