El fútbol se cava su propia fosa
El partido Deportivo Aguilares-Atlético ni siquiera debió haber empezado. La tela detrás de uno de los arcos estaba rota y por allí había ingresado un hincha a buscar el par de zapatillas que minutos antes había volado hacia el campo de juego. No, no es un cuento de Roberto Fontanarrosa. El sujeto se escurrió por ese agujero en el alambrado y, una vez recuperado el calzado, regresó a la tribuna por el mismo camino. ¿Por qué el árbitro Oscar Pérez no decretó la suspensión en el acto? ¿Porque la Policía le dio “garantías”? ¿Qué clase de garantías puede ofrecer una fuerza preparada para reprimir, nunca para prevenir? Tanto se habló durante los días previos de lo incontrolables que son los barrabravas de Deportivo que la final de la Liga Tucumana de Fútbol se definió por una profecía autocumplida.

Todo lo ocurrido el fin de semana pasado en Aguilares da cuenta de la precariedad de un fútbol al que se pretende adosar la pátina de un profesionalismo del que, por supuesto, carece. Desde que a Franco Pizzicannella lo tumbaron por obra y gracia de un rollo de serpentina hasta que apareció una camilla pasaron larguísimos minutos. Mientras el arquero yacía en el área a la vuelta todos charlaban. Insólito. ¿Y la ambulancia? A Pizzicanella lo sacaron a pulso del estadio y en la despedida planeó un botellazo que se estrelló en una pared. Una vez que se analizan los hechos, se recogen los testimonios y se repasan las imágenes de esta clase de episodios, la sensación suele ser la misma: las cosas pudieron haber sido mucho peores.

Seguramente al árbitro -que es la máxima autoridad, como lo especifica al reglamento- y a los dirigentes les pareció que mandar a todo el mundo a su casa antes de que la pelota empezara a rodar habría sido contraproducente. Claro, la cancha de Aguilares era una olla a presión, con las facciones en las que está dividida la barra brava parapetadas en las cabeceras. Fue una irresponsabilidad y, como quedó demostrado, el remedio (jugar a toda costa, sin medir los riesgos) resultó peor que la enfermedad (el alambrado roto).

El Tribunal de Disciplina le dio por ganado el partido a Atlético (el incidente se produjo en el entretiempo, cuando iban 0 a 0). Como los “Decanos” se habían impuesto en el duelo de ida, en la capital, serán campeones, salvo que el Tribunal haga lugar a la apelación que Deportivo puede presentar hasta el martes. El proyectil le provocó a Pizzicanella un corte en el pómulo y lo dejó nocaut; la cuenta regresiva hacia otra profecía de peligroso autocumplimiento sigue corriendo e indica que en cualquier momento va a morir un jugador. Si la vara de la discusión está a la altura de la vida y de la integridad de los seres humanos, eso de “los puntos se ganan en la cancha y no en los escritorios” es menos que una chicana.

La violencia en el fútbol no va a terminar porque no hay una decisión del Estado en ese sentido. Significa desarticular los negocios de los barrabravas, que están engarzados con la Policía, con la dirigencia política, con los dirigentes de los clubes y, en casos como los de Buenos Aires y Rosario, con el Poder Judicial. Es una gigantesca ensalada en la que se borran los límites entre quién es el que roba o trafica drogas y quién le brinda protección. En Tucumán buena parte de los clubes fueron cooptados por caciques territoriales. Las viejas asociaciones civiles sin fines de lucro, pensadas como agentes de cohesión social, igualadoras e inclusivas, motores de la calidad de vida con todo lo que pueden contribuir a la salud y a la educación en barrios y pueblos, devinieron en nidos de punteros políticos.

Los barrabravas actúan a toda hora, en todo lugar y en todos los niveles, mientras muchos protagonistas se obstinan en tapar el sol con la mano. A Cristian Menéndez los barras lo apretaron en pleno estadio de Atlético, tras el partido con Belgrano. El episodio se produjo a pocos metros de un cronista de LA GACETA. que lo relató en detalle. Como es norma en estos casos, el enojo del jugador -con la consiguiente desmentida- fue con la prensa.

Los días que corren deberían servir como reflexión, por ejemplo para pensar por qué pasó lo que pasó en San Martín. El próximo viernes comenzará el juicio contra los hermanos Ángel y Rubén Ale, María Jesús Rivero y Roberto Dilascio (no serán los únicos en el banquillo). Se los acusa de haber utilizado al club, entre otros medios, para lavar dinero. También se investiga qué hicieron con los subsidios que cobraron a nombre de la entidad. Ellos no salieron de un repollo; si se alzaron con la conducción de San Martín fue a causa de un proceso de degradación institucional del que hubo numerosos reponsables. Los Ale no son la causa, sino el efecto de un sistema que sigue intacto y cuya matriz es la violencia.

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