Un cuarteto para una despedida

Un cuarteto para una despedida

Viena. 1828, noviembre 14. Cuatro sones observan su silencio. El recogimiento despoja el otoño de su juventud. El susurro de cuerdas desviste las hojas de la melancolía. Siente que las horas se van fugando hacia horizonte. En ese Adagio ma non troppo, una mano se abre. Se acerca y se aleja, como una doncella volátil. El sosiego agita sus pensamientos. Ha acomodado su debilidad en ese sillón, el mismo donde ha comenzado a revisar por la mañana su viaje de invierno, presintiendo que será la primera vez que este no llegará. “Nadie entiende la pena de otra persona, nadie la alegría. La gente se imagina que puede alcanzarlas como la otra persona. En realidad pasan cerca…”, murmura.

Los dos violines hermanos trenzan ahora con la viola y el chelo una alegría. El Allegro molto vivace le trae rumores de truchas, del rey de los elfos, de la bohemia musical y poética en casa de su amigo Franz von Schober, en tabernas y burdeles, donde ha cosechado un venéreo destino.

Las cuatro voces desencadenan un Allegro moderato. Dos rostros caminan por la cornisa. De día es un miope bonachón que compone, a veces con desesperación. De noche, las volutas de tabaco, los guiños del alcohol, desatan en las cantinas sus reprimidos impulsos “hasta el lodo de la degradación moral”, dice un cofrade. Una depresiva euforia lo sacude.

El Andante ma non troppo pinta el reflejo de un rodete en la ventana del cuarto. Ella ha soleado el Fa de su misa con su dulzura de soprano. Su corazón ha elegido a María Teresa Grob. Pero no puede desposarla. Es pobre. Sus amigos le dan una mano económica. Contará entonces en canciones el derrotero de un muchacho, empleado en un molino, que queda prendado de la hermosa hija del molinero. No puede declararle su amor por su baja condición. El arroyo es su confesor. “Cuando deseaba cantar de amor, se transformó en dolor. Y cuando deseaba cantar de dolor, fue transformado en amor por mí”, musita.

El chelo echa a rodar un Presto con sus compañeros. Un correteo de duendes circula por el pecho de su alma. Juegan a las escondidas con los pájaros. “En un claro arroyuelo, se precipita alegremente la trucha juguetona, que pasa como una flecha…”, bisbisea. La poesía siembra metáforas en sus pentagramas. “Cuando uno se inspira en algo bueno, la música nace con fluidez, las melodías brotan; realmente esto es una gran satisfacción”, dice.

La serenidad despierta el Adagio. Una súbita desazón lo asalta. La treponema pallidum ha perdido la paciencia. Lo está acorralando. “Me siento el más infeliz y miserable de las criaturas. Imagínate un hombre cuya salud nunca volverá a ser normal, cuyas más brillantes esperanzas no se han cumplido. Mi paz ha desaparecido, mi corazón está dolido; me acuesto esperando nunca despertar y cada mañana me recuerda las penas de ayer”, dialoga consigo mismo. El afecto, arropado de lieder, sonatas, óperas, sinfonías, cuartetos, quintetos, misas, le eriza ahora la piel del corazón. Arrastra la desdicha de que casi ninguna de sus más de 900 obras es conocida. Admira a su vecino de mudas orejas, cuya Appassionata le estremece el zurdo.

Pulsiones de vida encienden ahora un Allegro en su pipa. El alborozo, la pena, la belleza, el amor, están latiendo en esos cuatro instrumentos. Los arcos se contorsionan en los gestos. “Cuando todas las esperanzas del reconocimiento u honor son distantes, cuando la pureza del corazón resuelve el dolor de la mente, cuando todo el mundo parece caminar ciegamente; solamente ahí se entiende la pasión”, dice. La emoción le estruja los huesos. Una débil fortaleza lo invade. Agradece a los músicos. Ferdinand, su hermano, lo arrima al lecho.

Noviembre, miércoles 19. La fiebre tifoidea lo acorrala. A las 3 de la tarde, el chucho le hace tartamudear los sueños. Pobre. Bohemio. Desdichado. La quietud lo acaricia. Cinco días atrás, en el Do sostenido menor Op. 131, de Beethoven, los 31 años de Franz Peter Schubert, han comenzado a silbar las sílabas del adiós.

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